– ¡No voy a dejar que suba ninguno de ustedes! -grita el taxista, saliendo del taxi. Empuja a Ken hacia la cuneta inundada.
– Tomo nota del número de su licencia -grita Ken, forcejeando y tratando de entrar en el taxi de este demente.
– ¿Estás loco? -digo yo-. Iremos andando.
Pero Ken me arrastra dentro del taxi y avanzamos una manzana de casas o dos, con el taxista soltando palabrotas.
– Llévenos a la comisaría -grita Ken.
El taxista hace regates por las calles y suelta tacos como un maníaco. En el primer semáforo en rojo, abro la puerta y tiro de Ken.
– No sé lo que me pasó -dice Ken.
– La tormenta… y Kitty.
– ¿Qué tal si vamos a un restaurante del barrio chino? -pregunta Ken, y nos dirigimos en busca del Hong Fat. El viento aulla, la lluvia arrecia. Toda la naturaleza está desconyuntada, compadeciéndose de Kitty.
Nos quedamos en Nueva York durante el fin de semana, después de muchos años de no hacerlo, y contemplamos que la tormenta reduce Manhattan a un palo que flota en un mar que lo sumerge. Cuando arrecia la tormenta, Kitty también se pone peor.
Cuando se le pasa el efecto de los tranquilizantes se vuelve belicosa. Echa a Chloe de su casa, se enfada con Frank cuando va a teñirle el pelo y se niega a dejar que el parche de nitroglicerina de su pecho cumpla con su función. Olvida por qué lo tiene puesto y se lo arranca hecha una furia.
– ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? -se lleva la mano al pecho.
La tormenta brama y lo mismo hace nuestra Lear.
Mi hermana menor y yo la vamos a ver por turnos. Por fin convencemos a la agencia para que mande a otra cuidadora. ¿Qué demonios podemos hacer mientras los tribunales resuelven el caso? Kitty no se adapta a su casa ni siquiera con alguien que la atienda. Tendremos que encontrarle una residencia y convencerla de que ingrese. Al juez no le gustará, pero al menos Kitty vivirá.
No necesitaba que me dijeran que todas las residencias eran espantosas. Ya las había visto. Pero había una, decían unos amigos, que era excepcional. Era un modelo de instalaciones: limpia, cuidada, llena de arte. Pero la lista de espera era larga: conseguir una plaza podría llevar mucho, me dijeron. El proceso para ingresar era como tratar de que tu hijo fuera a un colegio privado de moda. Sólo la insistencia y las relaciones podrían conseguir que la ingresaran. Insistencia y relaciones eran lo que más le gustaba a mi suegro. Estaba en Florida, encargado del servicio de ayudas filantrópicas judío, con teléfono y fax. Era el jefe de la banda de Palm Beach.
– Consígueme la lista de directivos, querida -dijo. Y dos días después me recogía un coche con conductor para que viera al director de pelo blanco del Hogar Hebreo para Ancianos.
– Maestro -dije yo, cuando abrió la puerta del coche. Pues Jacob Reingold, el director, parece el director de una orquesta sinfónica europea. Un mechón de pelo blanco, una cara morena por haber trepado montañas, una sonrisa cálida, un estilo de conversación adobado con mamaloshen. Hablamos de música, de arte, de Europa, del Japón, de montañas, de mares; de todo menos de Kitty. Era como un trato para un matrimonio. El objeto era una cama para Kitty, la dote.
El Hogar Hebreo para Ancianos está abarrotado de obras maestras modernas (donadas por parientes nerviosos que quieren deshacerse de sus abuelos), lleno de inventos -lavabos y bañeras que levitan- pensados especialmente para los ancianos enfermos. Hay hermosas vistas del Hudson, peluquerías, gimnasios, estudios de arte. ¡Es el paso siguiente después del balneario! Sólo que aquí no hay esperanza de que la forma física proporcione un futuro de bienestar. Es el final de línea. Es el sitio al que viene uno si es bastante rico y famoso para merecer los últimos logros en senilidad.
– ¡Fuera de aquí, negra asquerosa! -grita una mujer que arrastra los pies detrás de su andador en la unidad de Demencia Senil. La asistente en cuestión tiene una mirada lejana, como si se concentrara en el almuerzo, o recordara la noche anterior con su amante. Está preparada para ignorar esos delirios.
– No sabe dónde está -dijo el maestro-. La mayoría no lo saben.
Aquí sólo admiten a los importantes o a los casi importantes, o eso me pareció en esa visita. Se trata de un campo de internamiento para los ex magnates, ex empresarios y ex promotores cuyos parientes no los quieren.
Están los tíos locos de los amos de los medios de comunicación, las hermanas de las estrellas de cine, las madres de diplomáticos famosos. Rudolf Bing está en Demencia Senil y Nat Holman en la sección de Normales, la sección para personas cuya única enfermedad es la vejez. ¿Es mejor que los ángeles de nieve de Carbondale? ¿Quién sabe? Cuando una llega a allí, no puede quedarse mucho.
– Promete que no dispararás contra mí, querida -dice el maestro-, antes de que me hayas metido aquí.
Y sin embargo los residentes parecen contentos; bueno, depende del valor que se dé a la palabra. En la sección de Alzheimer, una anciana con una boina azul, un hombre con una camisa a cuadros y el pelo desarreglado que mira fijamente, una vieja taciturna con una barbilla saliente, se sientan a la mesa de una habitación que sintetiza una cocina acogedora de comedia de situación. Pero ninguno de ellos se relaciona con los otros. La de la boina azul rebusca entre ropa vieja. («¿Ves? Utilizan su energía de ese modo -dice el maestro-. Es una terapia.») El de la camisa a cuadros picotea la comida de su bandeja. La de la barbilla saliente murmura -a nadie en concreto-:
– ¡Ya verás como tendrás problemas! ¡Llamaré al gobernador! ¡Me conoce! ¡Yo dirijo una empresa importante!. ¡Gano millones! ¡No soy una imbécil!
A veces la vejez arranca el barniz de la educación, dejando únicamente el residuo hostil y agresivo de la naturaleza humana; a veces deja las gracias sociales intactas hasta que alguien se sirve antes o te quita el sombrero. («¡Ese gorro es mío!», dice otro residente, arrancando la boina azul. «¡No lo es!») Me parece estar viendo a niños de dos años en un cuarto de juegos, sólo que los niños de dos años son mucho más guapos. Los mofletes y los dedos rosas hacen más blanda nuestra visión de la conducta agresiva. Cuando una cara está llena de quistes peludos, hasta el más ilustrado de nosotros la encuentra menos adorable. Los ángeles de nieve parecen una mejor solución. Todos estos ancianos forrados de dinero están malgastando recursos que podrían dar de comer y educar a ciudades enteras. ¿Se trata de una buena decisión de la raza humana? Es fácil hacer esta pregunta, pero mucho más difícil responderla. Lo único que sé es que no voy a abandonar a Kitty en un témpano de hielo o empujarla a la nieve. A lo mejor este sitio existe para tranquilizar la conciencia de los parientes ricos y poderosos, pero con todo sigue siendo una maravilla. Los Warhol y Picasso y Erté son testigos de nuestra culpabilidad.
Y el director es nuestro sustituto, nuestro doble.
– ¿Sabes por qué nunca he tenido una aventura amorosa? -pregunta, retóricamente-. Estaría inscribiéndome en un hotel y alguien me vería y diría: «Hola, Jake, ¿cómo está tu madre?»
El menor de una familia numerosa, el maestro, es un cuidador nato, el que se ocupaba de su familia. Nadie tiene un trabajo así por casualidad. Es un virtuoso dirigiendo esa vasta sinfonía de culpabilidad, rechazo y provisión de fondos que hace que exista un lugar como éste.
– Muchos de ellos son incontinentes -dice-, sin embargo no huele a meados. ¿Cómo conseguimos eso? Fregamos todo el tiempo, por eso.
Y, en efecto, el sitio huele a limpio, tiene el olor del dinero. Como la voz de Daisy Buchanan, el Hogar Hebreo para Ancianos es un testamento de todo lo que puede conseguir el dinero. Estoy encantada de que exista un lugar así, y también me siento inquieta. Ni siquiera en el chocheo de la vejez hay igualdad. Especialmente no la hay entonces.
Vuelvo a casa con una carta de la residencia, prometiendo que admitirán a Kitty. Misión casi resuelta. Pero todavía queda por convencer el juez chino.
¿Qué recuerdo de tía Kitty antes de que su vida llegara a esta situación actual? Nunca permitieron que la viese mucho debido a la misteriosa enemistad entre ella y mi madre. Pero, a pesar de eso, recuerdo ciertas cosas.
Recuerdo ir a su soleado apartamento que daba a la West End Avenue, y mirar sus cosas: sus pequeños armazones para modelar en yeso, sus máscaras africanas y amuletos tallados, su biblioteca de libros fascinantes.
Fue Kitty quien me introdujo a la lectura de Colette, dándome Chéri y El final de Chéri cuando yo tenía quince años y era demasiado joven para entender la pasión de una mujer de cuarenta y nueve años por un hombre muy guapo de veinte y pico. Como muchas de las personas que no tienen hijos propios, Kitty no entendía de verdad a los niños. Pero eso también implicaba libertad. Me trataba como a una adulta, sin juzgarme y sin la mojigatería protectora de una madre. Años después, cuando yo había cumplido los cuarenta años y sufría debido al amor de un hombre muy joven, releí el ejemplar de Chéri y el de El final de Chéri que me había dado Kitty. Por fin, me sentí agradecida por el regalo. Tuvo que esperar mucho tiempo en mi estantería para que llegase el momento de mi vida en que lo entendiese, pero Kitty en cierto modo también lo debía de saber.
En la isla Fire, en East Hampton, en las casas que Kitty compartía con su amiga Maxine, siempre había algo extraño. No era sólo la desnudez, ni el hecho de que dos mujeres durmieran en la misma cama. Había muchos desnudos también en la casa donde crecí, pero lo que era más liberador de la casa de Kitty era la omnisexualidad ambiente. Encontrabas parejas de todo tipo. Mi madre murmuraba oscuramente sobre las «malas influencias», pero descubrí mi primer sabor a libertad en aquella casa. Era un mundo que no estaba gobernado por la reglas de la vida burguesa, un mundo donde los hombres coqueteaban con los hombres, las mujeres coqueteaban con las mujeres; un mundo donde la vida en cierto modo era más rica y estaba más cargada de posibilidades. Era un campamento de verano para adultos excéntricos; y aquello me sabía a libertad: libertad de las convenciones, libertad de los lazos familiares. Esa extrañeza me proporcionó una parte de mí misma, confirmada por mi anarquismo, sexual y de otro tipo.
Nunca me permití querer abiertamente a Kitty porque mi madre dejaba en claro que lo consideraba desleal. Con todo, el modo de vida de Kitty fue parte de mi educación. El modo en que vivía me reveló que había universos alternativos, otras voces, otros ámbitos.