Total, que el tribunal inició la vista. Yo estaba sentada con Kitty, cogiéndola de la mano mientras un psiquiatra, convocado como «testigo especialista», hablaba de su memoria, el diagnóstico del Alzheimer, la demencia senil y otros fenómenos relacionados.
– ¿Está hablando de mí? -preguntó Kitty-. ¿Por qué? ¿Dónde estamos?
Había venido directamente de Lenox Hill para asistir a esta vista. Y todavía estaba un poco drogada debido a los tranquilizantes que le habían dado, a falta de mejores ideas para atenderla. Aturdida por encontrarse en el juzgado, repetía sin cesar:
– ¿Están hablando de mí?
Debe de haber sido una pesadilla. Despertarse en el juzgado con la cordura de una misma en discusión y sin reconocer a nadie; de cosas así están hechas las novelas de Kafka. Pero ¿quién puede tomar una decisión por otra persona, incluso cuando ha perdido la memoria? Sin memoria, ¿quiénes somos? Kitty no estaba segura. Tampoco yo.
Lo cierto es que deberíamos haber sido capaces de atenderla sin tales trucos legales, pero como su pariente más próxima, mi madre, no intervenía, y como su anterior compañera de toda la vida no quería asumir la responsabilidad de meterla en un asilo, no había más elección que llevar la cuestión a los tribunales. La ley, por dura que sea tantas veces, a menudo es el único modo en que la gente se ve obligada a encarar lo que en caso contrarío se negaría a encarar. La ley por lo menos tiene la ventaja de reunir a todas las partes implicadas en la misma sala. Al conferir a la dudosa autoridad del Estado una cuestión familiar, a veces la familia se ve obligada a reclamar la propia autoridad, aunque sólo sea como rebeldía.
Y esto es lo que pasaba aquí. El juez, considerando por encima de todo la dignidad de los de más edad, pareció cerrar los oídos al testimonio del psiquiatra y ver únicamente el cuadro de un grupo de parientes sin aliento tratando de encarcelar a aquella vieja dama tan dulce.
Después de la declaración del psiquiatra vino la de Maxine. Dominada por la ansiedad y la culpabilidad, no dejaba de insistir en que ella no quería nada de Kitty. Esta insistencia volvió al juez desconfiado. Los abogados designados por la ciudad también fueron de poca ayuda. Primero el atildado abogado de pajarita dejó claro que consideraba a Kitty como si fuera su madre y no podía enfrentarse a su deterioro mental. Y la joven abogada designada para defender los derechos civiles de Kitty soltó una perorata inútil y no pareció dar la impresión de que se enterara del peligro en que se encontraba su cliente. Durante todo estos pesados procedimientos legales, yo estaba sentada con Kitty, contenta de que no se pudiera enterar de verdad de todo lo que se estaba diciendo sobre su identidad, con la jerga de los abogados y psiquiatras. Su único delito era haber perdido la memoria (y en consecuencia suponerse que había perdido la cabeza).
Los procedimientos legales llevan mucho tiempo, y los jueces tienden a ser puntuales con sus horas. La vista se aplazó hasta las cinco en punto y se me encargó que llevara a Kitty de vuelta a Lenox Hill. Maxine había desaparecido después de su declaración, pero los dos abogados se movían nerviosos, haciendo ruidos de abogados. La cuestión era que nadie estaba preparado por ocuparse de Kitty las veinticuatro horas del día. Maxine tenía negocios inmobiliarios. Frank trabajaba como constructor de parques y tenía un amante muriéndose de sida. Yo tenía una hija y un libro que entregar en una fecha fija; mi marido tenía otros casos de que ocuparse que, a diferencia de éste, pagarían sus gastos; mi padre tenía que volver a casa con mi madre y hacer como si no hubiera estado donde de hecho había estado porque mi madre, aunque había pasado mucho tiempo, todavía acusaba a su hermana de tratar de seducirle. ¡La sorpresa que se habría llevado de haber venido al juzgado! Mi tía no recordaba quién era mi padre. Ni siquiera era capaz de ponerle nombre a la cara que llevaba conociendo desde hacía sesenta y tres años.
De regreso del juzgado, acompañaba a Kitty en la furgoneta del hospital, en la que también iba su cuidadora.
– ¿No nos podemos parar a tomar una copa? -preguntó Kitty-. Por lo menos, podríamos cenar en algún sitio, ¿no? ¿Puedo ir contigo a tu casa?
Dentro de dos horas me esperaban en una cena de homenaje a un amigo, pero de repente sentí ganas de llevarme a Kitty conmigo o no asistir a la cena. Imposible. Kitty estaba agotada, confusa, y llevaba una ropa sin orden ni concierto que le había llevado Maxine (una blusa de seda con manchas, unos zapatos que no hacían juego, medias mal puestas, un abrigo de pieles apolillado). De modo que pasaría la noche en el hospital. Mañana la llevaría a su casa, buscaría a alguien que se ocupara de ella, y luego ya veríamos lo que pasaba.
De vuelta a la celda de seguridad (que Kitty no se daba cuenta de que era una celda), le quité los zapatos y le froté las doloridas plantas de los pies.
– Dios te bendiga -dijo. Y luego-: ¿Cómo se llama este hotel?
– El hotel de los corazones rotos -dije yo.
– Un nombre curioso -dijo Kitty.
– ¿Dónde está el teléfono? -le pregunté a la enfermera. Me miró como si yo estuviera loca,
– Esta es la zona de seguridad -dijo, impaciente.
– Pues a mí me parece la habitación de un hotel -dijo Kitty.
Por entonces yo ya me estaba retrasando, pero no me podía marchar.
– Vamos a tomar una copa -seguía diciendo Kitty una y otra vez y otra. Cada vez que lo decía, yo me reía. Me reí tanto que estaba a punto de llorar. Son las peticiones repetidas de los que no tienen memoria lo que los hace tan difíciles. Consideramos sus repeticiones como insultos, lo que es una estupidez nuestra. Si al menos pudiéramos librarnos del ego y vivir momento a momento como los muy viejos y los muy jóvenes. Imagínese que se existe en un estado donde uno repite y repite las cosas porque cada segundo no se relaciona con los demás.
– Vamos a tomar una copa -dijo Kitty, una vez más. Era su ritual de por las tardes, y se aferraba a él como a una balsa salvavidas cuando había desaparecido todo lo demás. Inútil decirle que la bebida había contribuido a destrozarle la memoria. No le importaría; ni siquiera recordaba lo que era tener memoria.
Cenamos en el nido del cuco. Los pacientes entraron en la cafetería a por sus bandejas.
– Hola, Kitty. ¿Cómo te va? -suelta un hombre de ojos enormes, cojo, con zapatillas de papel.
– Te presento a mi sobrina, la famosa escritora -les dice ella a todos y a nadie en concreto. Me hormiguean las mejillas de vergüenza. Hasta con la mente dañada, Kitty pedía reconocimiento de mi fama. Qué broma invocar algo tan voluble como la fama en medio de toda esta mutabilidad humana.
Nada nos salva de envejecer, pienso. Ni la fama, ni el talento, ni el encanto personal, ni la riqueza, ni el ingenio. Lo absurdo de la insistencia sobre mi fama en cierto modo me daba vergüenza. En esta casa de locos, me sentía unida a Kitty. Sus meteduras de pata eran también las mías.
Dios santo, qué tarde era. Mi amigo, mi hija, mi marido, todos me esperaban. Como de costumbre, estaba dividida entre exigencias encontradas, y notaba que no podría responder a ninguna de ellas adecuadamente.
En el ascensor, una mujer se puso a hablar conmigo, como a veces hacen las mujeres.
– Mi mejor amiga -dijo- tuvo otro ataque. Trató de suicidarse otra vez. La han vuelto a traer aquí.
– Mi tía -dije yo- tiene Alzheimer -la mujer asintió con la cabeza con simpatía. Aquí nadie era famoso. Sólo dos mujeres que se ocupan de otras dos mujeres, como tantas veces les pasa a las mujeres.
– Buena suerte -dijo ella.
– Lo mismo te digo -dije yo.
La luna estaba llena y la noche era gélida. Me envolví en la bufanda y el abrigo y bajé por Lexington Avenue hacia mi apartamento.
Era una mujer libre, pero ¿por cuánto tiempo? Algún día tampoco yo sería capaz de salir andando de un hospital. Y entonces, ¿qué sería de mí?
No quería pensar en eso.
Se suponía que el tribunal decidiría sobre el caso de Kitty al día siguiente, pero había otro caso más urgente. Eso me permitió llamar a Kitty al hospital y llevármela a casa. Muchas personas lo desaconsejan, pero encontré que tenía que mantener mi promesa y llevarla a casa, tanto si Kitty lo recordaba como si no.
Siempre es más fácil encontrarles residencia a las personas desde un hospital que desde casa. De modo que me pesaba mi promesa, pero muchas veces mantener las promesas supone problemas. Por la tarde, estaba de vuelta al hospital para liberar a Kitty, con su documentación, sus medicinas, sus andrajosas posesiones. La llevé a su casa de Chelsea con una rechoncha cuidadora haitiana que se llamaba Chloe.
La casa estaba hecha un lío, la cocina asquerosa, con espacios vacíos en las paredes donde habían estado los cuadros. Parecía que habían saqueado parcialmente el apartamento. Muebles desechados de mis padres, una estantería, el viejo caballete manchado de pintura de mi abuelo, estaban dispersos por la habitación. Los gigantescos y luminosos paisajes de Kitty que una vez habían dominado la casa, habían sido descolgados y muchos habían desaparecido. Kitty no se fijó en nada de eso. Estaba auténticamente contenta de encontrarse en un sitio que todavía identificaba como «mi casa».
Chloe se tumbó inmediatamente en un sofá al tiempo que encendía la tele, dejando en claro que ella no haría más que cumplir estrictamente con sus obligaciones. Sólo como broma, le pedí que fuera a por unas recetas de Kitty y me ayudara a limpiar la cocina. Se negó decididamente.
– No está previsto que hagamos esas cosas -dijo. Era como una canguro, nada más, aunque a una tarifa que haría enrojecer a una canguro.
Kitty andaba por allí dudando, con miedo a quitarse el abrigo. Hice que se sentara, que se pusiera un calzado cómodo -unas zapatillas chinas de tela- y que tomara una taza de té.
En ese momento Maxine irrumpió con Frank y el novio de éste, Adrián, y dos guapos atletas de los Hampton.
– Hola, querida -le dijo Maxine a Kitty-. Tenemos una furgoneta abajo. Vamos a coger algunos cuadros para poder hacer allí una exposición tuya -con eso, los dos atletas de los Hampton se pusieron a agarrar lienzos, portafolios, un león de tamaño natural que llevaba en el apartamento de Kitty desde que vivía allí. (Kitty es Leo, de modo que este león que rugía era su talismán.)
– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Kitty-. Ese león es mío.
– No, cariño, este león es mío -dijo Maxine-. Lo compré yo.