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– Por eso me pregunto, al final, si el fenómeno de Nechaev es una aberración del espíritu, tal como usted da a entender. Quizá solo sea en definitiva la vieja pugna entre padres e hijos, la que siempre ha existido, solo que en esta generación en particular adquiere una naturaleza más mortífera, más inexorable. En tal caso, quizá lo más sabio fuera también lo más simple, atrincherarse y aguantar más que ellos, esperar a que maduren. Al fin y al cabo, ya aguantamos antes a los decembristas, y después a los del 49. Ahora, los decembristas son ancianos, al menos los que siguen con vida. Estoy seguro de que el daimon que pudiera haberlos poseído huyó hace mucho tiempo. En cuanto a Petrashevski y sus amigos, ¿qué opinión le merecen? ¿Estaban Petrashevski y los suyos también poseídos por un daimon?

– ¡Petrashevski! ¿Por qué saca a colación a Petrashevski?

– No estoy de acuerdo. Lo que usted llama el fenómeno de Nechaev tiene una coloración propia. Nechaev es un sanguinario. Los hombres a los que estaba usted haciendo el honor de referirse eran idealistas, y fracasaron porque, hay que anotárselo en su haber, no fueron intrigantes, y mucho menos sanguinarios. Petrashevski, ya que usted menciona a Petrashevski, denunció desde el primer momento esa clase de jesuitismo que excusa los medios en nombre del fin que se pretende alcanzar. Nechaev es un jesuita, un jesuita laico que abiertamente defiende la doctrina de que el fin justifica los abusos más cínicos y el aprovechamiento más insensible de la energía que pongan sus seguidores a su disposición.

– En ese caso, hay algo que se me escapa. Explíqueme de nuevo: ¿por qué los soñadores, los poetas, los jóvenes inteligentes como su hijastro, se sienten atraídos por bandidos como Nechaev? Y es que, según su relación, Nechaev no pasa de ser eso: un bandido con un leve barniz de educación.

– No lo sé. Tal vez sea porque en los jóvenes hay algo que aún no se ha adormecido, algo a lo que apela el espíritu que habita en Nechaev. Quizá esté en todos nosotros: es algo que hemos pensado que lleva siglos amortajado, pero que solo estaba adormecido. Le repito que no lo sé. Soy incapaz de explicar en qué consiste y a qué se debe la conexión de mi hijastro con Nechaev. Para mí ha sido una sorpresa. Yo solo había venido a recoger los papeles de Pavel, que para mí son preciosos hasta un extremo que usted sin duda no alcanza a entender. Lo que yo quiero son esos papeles, nada más. Vuelvo a preguntárselo: ¿piensa devolvérmelos? Para usted no tienen ninguna utilidad. No le dirán por qué los jóvenes inteligentes caen bajo el dominio de los malhechores. Y es evidente que le dirán todavía menos, porque no sabe usted cómo leerlos. Mientras estuvo usted leyendo el relato de mi hijo, permítame que se lo diga, me percaté de que se mantenía usted a cierta distancia, de que erigía una barrera de ridiculización, como si esas palabras hubieran podido saltar de la página y estrangularlo.

Algo ha empezado a incendiarse en él mientras hablaba, y le satisface que así sea. Se inclina un poco, agarrándose a los brazos del sillón.

– ¿Qué es lo que tanto miedo le da, consejero Maximov? Mientras leía la historia de Karamzin, o de Karamzov, o como se llame, cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre usted con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. Si se lo preguntase, estoy seguro de que me respondería que está usted a la caza y captura de Nechaev, con el objeto de llevarlo a juicio, a un juicio como es debido, con los abogados de la defensa y los fiscales, etcétera, para encerrarlo después de por vida en una celda bien limpia y bien iluminada. Pero mírese bien, Maximov, y dígame si en el fondo es ese su auténtico deseo. ¿No preferiría antes bien cortarle la cabeza y chapotear en su sangre?

Se respalda, algo sonrojado.

– Es usted un hombre muy inteligente, Fiodor Mijailovich. Pero habla usted de la lectura como si fuera lo mismo que estar poseído por un daimon. Según esa medida y ese criterio, me temo que soy un pésimo lector, sin duda, un lector aburrido y pedestre. Sin embargo, me pregunto si en estos momentos no tendrá usted fiebre. Si pudiera verse en un espejo, estoy seguro de que entendería lo que le digo. Además, hemos tenido una larga conversación, desde luego que interesante, pero muy larga, y yo tengo numerosos asuntos que atender.

– Y yo le digo que los papeles que tan celosamente pretende guardar bien podrían estar escritos en arameo, por el escaso provecho que les va a sacar. ¡Devuélvamelos!

Maximov se ríe.

– Me ha dado usted las razones más benévolas y de mayor peso para no acceder a su solicitud, Fiodor Mijailovich. Se lo diré de otro modo: teniendo en cuenta el estado en que se encuentra, el espíritu de Nechaev podría saltar de la página y apoderarse por completo de usted. Ahora, hablando en serio, me dice usted que sabe cómo leer. En alguna fecha que ya precisaremos, ¿querría usted leerme estos papeles, todos ellos, los papeles de Nechaev, de los cuales este no es más que un cartapacio entre muchísimos mas?

– ¿Leérselos?

– Sí. Hacerme una lectura de ellos.

– ¿Por qué?

– Porque según dice usted, yo no sé leer. Hágame una demostración de cómo leer. Enséñeme a leer. Explíqueme estas ideas que no son ideas.

Por vez primera desde que recibió el telegrama en Dresde, se echa a reír: siente cómo se le quiebran las rígidas líneas de sus mejillas. La risa es áspera y no destila alegría.

– Siempre me han dicho -dice- que la policía constituye los ojos y los oídos de la sociedad, y ahora me viene usted con una petición: quiere que yo le ayude. No, no pienso hacerle una lectura.

Cruzando las manos sobre el regazo, con los ojos cerrados, más parecido que nunca a un Buda sin edad y sin sexo, Maximov asiente.

– Gracias -murmura-. Ahora, debe marcharse.

Se encuentra de nuevo en la antesala ¿Cuánto tiempo ha pasado encerrado con Maximov? ¿Una hora? ¿Más? El banco está lleno de gente, y hay más personas que esperan apoyadas de espaldas contra las paredes, hay gente en los pasillos, y el olor a pintura fresca sigue siendo asfixiante. Todas las conversaciones quedan en suspenso; todos los ojos se vuelven hacia él sin la menor simpatía. ¡Cuántos son los que buscan justicia, cuántos tienen una historia que contar!

Es casi mediodía. No soporta la idea de volver a su cuarto. Camina hacia el este por la calle Sadovaya. El cielo está bajo, gris, y sopla un aire frío; hay placas de hielo en algunos sitios, y las aceras están resbaladizas. Un día lúgubre, un día para caminar a duras penas, con la cabeza gacha. Sin embargo, no puede detenerse, y los ojos se le mueven incansables de una figura que pasa a la siguiente, en busca de la inclinación de unos hombros, de una manera de andar que pudieran pertenecer a su hijo perdido. Por sus andares le podrá reconocer: primero los andares, luego el perfil.

Intenta recordar con precisión la cara de Pavel, pero la cara que en cambio se le aparece, la cara que se le presenta con una sorprendente viveza, es la de un joven de cejas espesas y barba rala, de labios delgados y prietos. Es la cara de un joven que estuvo sentado detrás de Bakunin en la platea del Congreso por la Paz de hace dos años. Tiene la piel estropeada por cicatrices que resaltan más lívidas debido al frío. «¡Márchate!», dice intentando apartar de sí esa imagen. Pero la imagen no cede. «¡Pavel!», susurra, invocando en vano a su hijo.

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