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– Léalo dice con indolencia su antagonista.

Intenta leer, pero no puede concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija exclusivamente en los detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por las lágrimas. Se las seca con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen la página. «Desiertos de nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la redundancia del tópico. Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la cabeza y cierra el cuaderno.

Maximov lo alcanza y se lo quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final encuentra lo que busca; luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.

– Lea esta parte -le dice-, no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un joven condenado por conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de la prisión y logra llegar a la casa de un terrateniente, en donde una criada, una campesina, le ofrece refugio y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre ellos nacen sentimientos románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido retratado como un grosero que se entrega sin freno a todos los placeres de la sensualidad, intenta forzar a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.

De nuevo sacude la cabeza.

Maximov recupera el cuaderno.

– El joven no puede tolerar el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e interviene -comienza a leer en voz alta-. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la vuelta sobre los talones y soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?" Luego se fijó en el uniforme gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al tobillo "¡Aja, eres uno de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la vuelta y salió bamboleándose de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza, «bambolearse». Me gusta. El terrateniente es descrito como un bruto con cara de pequinés, de orejas peludas y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro héroe se sienta ofendido: ¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un hacha que encuentra junto a la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose, desplomó de un solo golpe el hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se le doblaron las rodillas bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan largo era sobre el suelo de la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos que por fin quedaron quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado en el sitio, con el hacha ensangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había hecho. En cambio, Marfa», que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no esperaba, agarró un paño húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la sangre no se derramase por todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?

»En fin, el resto del cuento es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura. Posiblemente, cuando ya no queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de nuestro autor comenzó a flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un pozo que no se usa desde hace años. Luego emprenden viaje en plena noche «absolutamente resueltos»; esa es la frase que usa. No está del todo claro que se propongan huir. Pero permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el arma del crimen, sino que se la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito textualmente su respuesta: «Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de defensa y nuestro medio de cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza del pueblo… La alusión no podría ser más diáfana, ¿no cree?

Mira a Maximov con incredulidad.

– No puedo creer lo que estoy oyendo -susurra- ¿De veras se propone instrumentar este escrito como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una fantasía, escrita en la privacidad de su cuarto!

– ¡Oh, no, Fiodor Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! -Maximov se arrellana en su sillón y menea la cabeza con aparente aflicción-. Está fuera de toda consideración el hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted antes). El caso está cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta fantasía, como usted mismo la llama, simplemente como indicación de lo muy profundamente que había caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que sabe el cielo a cuántos jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo aquí, en Petersburgo, casi todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es una auténtica epidemia esto del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.

– No, no tiene nada de moda. Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre ha existido en Rusia, aunque fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como el bandolerismo. Pero yo no he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He venido por una razón muy simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo llevar? Si no es así, ¿puedo retirarme?

– Puede retirarse, es usted libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el extranjero y ha regresado a Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que pueda llevar encima. Pero tiene usted total libertad para marcharse. Si sus acreedores se enteran de que está aquí en Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto, para dar los pasos que estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos y usted. Le repito que es muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le prevengo de que no puedo de ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie su treta. Doy por sentado que lo entiende.

– En este momento, para mí nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he de ser acosado por viejas deudas, así sea.

– Ha sufrido usted una grave pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta esa actitud. Lo entiendo perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que dependen por entero de usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted permitirse la insensatez de abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de devolución de estos papeles, con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues forman parte de un asunto policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de su hijastro con los partidarios de Nechaev.

– Muy bien. Antes de marcharme, permítame que cambie de opinión y que le diga tan solo una cosa sobre los partidarios de Nechaev. Y es que al menos he visto y he oído a Nechaev en persona, lo cual es más, corríjame si me equivoco, de lo que ha visto y ha oído usted.

Maximov levanta la cabeza con un gesto de interrogación.

– Proceda, se lo ruego.

– Nechaev no es un asunto policial. En definitiva, Nechaev no es un asunto que incumba a las autoridades en modo alguno, al menos en lo que respecta a las autoridades civiles.

– Siga.

– Puede que consigan ustedes seguir el rastro de Sergei Nechaev y encarcelarlo, pero eso no querrá decir que el nechaevismo haya sido borrado del mapa.

– Estoy de acuerdo, estoy totalmente de acuerdo. El nechaevismo no es más que una idea en el extranjero; el propio Nechaev no es más que su encarnación. El nechaevismo no será erradicado hasta que no cambien los tiempos que corren. Nuestro objetivo, por consiguiente, debe ser algo más modesto y bastante más práctico: se trata de impedir que se extienda esta idea, y allí donde ya se ha extendido, se trata de impedir que pase a la acción.

– Sigue usted sin comprenderme. El nechaevismo no es una idea. Desprecia las ideas, está fuera de la esfera de las ideas. Es un espíritu, y el propio Nechaev no es su encarnación, sino su anfitrión. Mejor dicho, está poseído por él.

La expresión de Maximov es inescrutable. Vuelve a la carga.

– Cuando vi por primera vez a Sergei Nechaev en Ginebra, se me antojó un joven poco atractivo, taciturno, intelectualmente mediocre, un joven normal y corriente. No creo que esa primera impresión estuviera equivocada. De todos modos, en ese vehículo tan improbable ha entrado un espíritu, un espíritu sombrío, resentido, asesino. En ese espíritu tampoco hay nada que sea digno de destacar. ¿Por qué ha optado por residir en ese joven en concreto? Yo no lo sé. Tal vez sea porque lo considera un anfitrión en el que es muy fácil entrar y salir. Pero que Nechaev tenga seguidores es debido a que el espíritu reside en él. Son seguidores de ese espíritu, no de ese hombre.

– ¿Y qué nombre es el que tiene ese espíritu, Fiodor Mijailovich?

Realiza el esfuerzo de imaginar a Sergei Nechaev, pero todo lo que logra ver es una cabeza, de buey, los ojos vitreos, la lengua que asoma, el cráneo partido por el hacha del carnicero. A su alrededor revolotea una nube de moscas. Se le ocurre un nombre, que en ese preciso instante pronuncia en voz alta.

– Baal.

– Qué interesante. Una metáfora, puede ser, no del todo clara, pero que vale la pena tener en consideración. Baal. Sin embargo, debo preguntarme si es realmente práctico hablar de espíritus y de posesiones del espíritu. ¿Es práctico hablar también de ideas que van por la tierra de un sitio a otro, como si las ideas tuvieran brazos y piernas? ¿Nos servirá esa manera de hablar para llevar a cabo nuestras tareas? ¿Servirá de ayuda para Rusia? Dice usted que no deberíamos encerrar a Nechaev porque está poseído por un daimon. ¿Le parece bien que lo llamemos daimon? Eso de espíritu suena a falsedad, me parece a mí. En tal caso, ¿qué hemos de hacer? Al fin y al cabo, no somos un orden meramente contemplativo, sino que pertenecemos al brazo encargado de investigar.

Se hace un silencio.

– De ningún modo pretendo descartar lo que dice usted. Maximov reanuda su exposición. Usted es un hombre de grandes facultades, un hombre dotado de una especial perspicacia, tal como sabía antes incluso de que nos conociéramos. Y esos conspiradores que en el fondo son simples niños, en comparación con sus predecesores son efectivamente harina de otro costal. Se tienen por inmortales. En ese sentido, esto es desde luego como luchar contra un daimon. Y son implacables. Llevan en la sangre, por así decir, el desearnos el mal a nuestra generación. Han nacido con ese impulso. Y no es fácil ser padre, ¿verdad que no? Yo también soy padre, aunque por fortuna solamente tengo hijas. En los tiempos que corren, no me gustaría haber tenido hijos. Claro que su padre de usted… ¿no tuvo algunos roces con su padre, o me engaña a mí la memoria?

Tras sus blancas pestañas, Maximov lanza una miradita de sorna antes de proseguir.

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