A medida que transcurrían las horas se fueron espaciando los disparos que venían de las montañas. Ahora eran relativamente aislados, pero mucho más peligrosos. Los tiradores apostados esperaban un descuido para abatir a alguno de los soldados. A lo largo de la tarde cayeron seis, dos muertos y cuatro malheridos. El cansancio hacía mella en todos, y especialmente en Andreu, después de día y medio sin dormir. Apoyado contra el parapeto, hacía esfuerzos ingentes por mantener la atención. La luz fue disminuyendo poco a poco, y al fin dejó de oírse el sonido exasperante de las detonaciones. Los soldados vieron a los hombres vestidos de pardo retirarse al otro lado de las montañas, y de acuerdo con las órdenes de los oficiales, nadie hizo por dificultarles el repliegue. Las señales que les hacían desde el barco transmitían noticias tranquilizadoras. Los núcleos enemigos se habían ido disolviendo durante la tarde, y a primera hora de la mañana les mandarían desde el campamento general un convoy de aprovisionamiento. El comandante ordenó que la mayor parte de la tropa se retirara a descansar. La barba que negreaba sobre sus mejillas le daba un aspecto avejentado.
– Parece que ésta ha pasado -confió su alivio al capitán segundo jefe.
Esa noche, en la tienda, reinaba una euforia apenas lastrada por la fatiga. Los que la sostenían tenían sobre todo dos motivos. El primero, vivir para contarlo. El segundo, que después de todo habían mantenido a raya a los moros.
– Demasiada tela para esos piojosos -decía uno.
– Y se creerían que iban a entrar -se reía otro-. Pero mira si se acojonaron cuando empezaron los cañonazos. Por mucho que griten, eso no lo arreglan. Sin artillería, no tienen nada que hacer.
Andreu estaba tumbado en su catre. Aunque no tenía ganas de hablar, la charla de los otros acabó provocándole.
– Está bien que nos animemos -concedió, sombríamente-. Pero ya veremos cuando lo intenten de verdad.
– Y qué más van a intentar -saltó al instante uno de los eufóricos-. Te digo que esos mamarrachos no entran aquí.
Andreu no contestó. Cerró los ojos y volvió a ver a los hombres de las chilabas pardas sobre la montaña deslumbrada por el sol. Volvió a ver también el cuerpo de Pulido, desangrado sobre la tierra amarilla. No había habido tiempo de enterrarlo. Junto a él yacían ahora otros once. También tendrían una madre, en un pueblo al que no iban a volver. Esa noche, Andreu quiso seguir creyendo que las balas sólo les daban a los otros. Lo quiso como nunca, porque de pronto sentía en el corazón la punzada caliente y rotunda del miedo. Lo mismo que el pobre Pulido. Al fin se durmió, y por primera vez desde que estaba en África, soñó que volvía a Barcelona y que paseaba sin prisa por las Ramblas. Era por la mañana. Una mañana gris y húmeda de invierno.