– Lo que usted ordene, mi teniente -dijo.
– ¿Cuánta gente te hace falta? -preguntó Rivas.
– Veinticinco -calculó Molina, al vuelo.
– Te dejo las dos ametralladoras. Aparte de eso, coge a todos los policías y a quince de los nuestros. Elige a los mejores y no te preocupes por la munición. Os dejamos la que me pidas.
– Treinta cartuchos por hombre. Si se dan prisa en bajar.
– Hay que sacar a un centenar, incluyendo a los heridos. Hay unos doscientos metros hasta el agua. No tenemos por qué tardar mucho.
Antes de separarse, Rivas le estrechó la mano al sargento. Sintió que en el fondo era injusto que aquel hombre pagara de aquella manera ser el mejor sargento de la posición. Pero Molina era un buen soldado y cumpliría su deber. No había pasado por ninguna academia, había llegado a África desde su pueblo para hacer el servicio militar y allí se había quedado quién sabía por qué extraña razón. Y sin embargo, Rivas, que sí había pasado por la academia y se enorgullecía de ser oficial, advertía que nunca llegaría a ser la mitad de militar que aquel sargento taciturno.
Al fin los tres buques de guerra fondearon frente a Afrau. Y para saludar a su guarnición, apenas unos minutos después de echar anclas, los tres soltaron al unísono una formidable andanada sobre las montañas donde pululaban los tiradores de la harka. Los proyectiles pasaron sobre la posición y estallaron entre los moros que se cernían sobre ella, levantando una cortina de alaridos y de miembros destrozados. Ante aquel espectáculo, los soldados de Afrau, recordando los negros momentos pasados, se abandonaron a un cruel sentimiento de desquite. Lo que aquellos cañonazos trizaban eran hombres como ellos, pero ninguno lo sentía ya así. A nadie le importaba ya si tenían razón o habían ido sin derecho a guerrear a aquella tierra, si la metralla de sus proyectiles hacía viudas y huérfanos y engendraba más odio que añadir al odio. Lo único que querían era salir de allí, y para ello alguien tenía que mantener a la bestia temible de la harka aplastada contra los montes. La segunda andanada levantó una alegría incontenible.
El Princesa, en funciones de buque insignia, envió tres destellos de heliógrafo. Desde la estación óptica vieron que los botes se hacían a la mar. El cabo de ingenieros interpretó lo único que podía interpretarse:
– Eso debe ser la señal. Vienen por nosotros.
Mandó a uno de los soldados a avisar al teniente, y con el otro empezó a destrozar a culatazos todo el material. Todos tenían la misma consigna: no dejar nada que pudiera ser útil a la harka.
Rivas, acogiendo por una vez las sugerencias de Andrade, había organizado cuidadosamente la evacuación. Saldría primero la vanguardia, con el sargento Páez al frente, después una sección de flanqueo, mandada por Andrade, y a continuación el grueso con otra sección y todos los heridos, conducidos por el otro alférez. Cerraría la marcha el propio Rivas con el resto de la fuerza, que aguardaría en la playa a que bajaran Molina y los suyos, cuando ya hubieran embarcado los demás. Con aquella distribución de los efectivos tenían quien abriera camino, quien guardara el costado, quien protegiera a los heridos y quien cubriera la retaguardia. Y como último cierre estaba la unidad de Molina, con los policías y las ametralladoras, lo más escogido de la guarnición. Al ver que Rivas se apresuraba a aceptar el plan, Andrade había sonreído satisfecho. No en vano había sido siempre el primero en táctica de infantería, en la academia. Allí había descubierto que no importaba lo que uno tuviera, sino cómo lo repartía. Y el reparto que había ideado para los restos de Afrau era una verdadera obra de arte. Andrade poseía, sin duda, un temperamento artístico. Sólo así se explicaba que convivieran en él aquellas dotes ordenadoras y una fatal propensión a la indisciplina.
Todavía lejos de allí, el alférez Veiga, en la popa de uno de los botes, escudriñaba con preocupación la línea de la costa. La barrera artillera parecía contundente, y mejor calculada que la que habían tenido en Sidi Dris. También parecía más favorable, por menos larga, la ruta de evacuación que debían seguir los sitiados. Y el cerco no daba la impresión de ser tan asfixiante como el que sufría la otra posición. Pero Veiga, como sus hombres, tenía demasiado reciente en la memoria el descalabro en que había parado su tentativa precedente. Apenas habían conseguido sacar a una docena de fugitivos, al precio de quince marineros caídos y un alférez, más dos botes reventados por un cañonazo. A los demás soldados los habían exterminado sobre la playa, y todavía había quedado mucha gente en la posición, que según todos los indicios había corrido la misma suerte. Al final el comandante de la flotilla había ordenado levar anclas y poner proa hacia
Afrau para tratar de salvar allí la honra de la Armada. Ésa era la labor que les incumbía ahora a Veiga y a otros tres oficiales y a los encogidos marineros que bogaban a sus órdenes. Los que habían participado en la expedición anterior tenían razones para justificar su miedo, y en los que se estrenaban en ésta pesaba el recuerdo de los compañeros acribillados que habían debido izar a bordo, al que se sumaba el testimonio espantado de los pocos infantes a los que habían podido rescatar. A aquellas alturas, todos sabían de la furia despiadada de los harqueños que los estaban esperando. El contramaestre Duarte, que iba en el mismo bote que Veiga, se esforzaba como ninguno por ahuyentar los malos pensamientos. Su bote había sido uno de los hundidos por el cañonazo frente a Sidi Dris, y todavía daba gracias a la fortuna que le había permitido escapar ileso del percance y alcanzar a nado una de las restantes embarcaciones. Él fue el único que se atrevió a romper el opresivo silencio que reinaba entre los marineros:
– Empiezan a bajar -dijo, señalando hacia la posición-.Y vienen sin perder el orden. Puede que esta vez salga bien, mi oficial.
– Dios te oiga, Duarte -deseó Veiga, con un hilo de voz.
En efecto, Rivas ya había dado la orden y la vanguardia de Páez había saltado fuera del parapeto. Tras ellos salieron los hombres de Andrade, que se desplegaron a toda prisa, empujados por las violentas imprecaciones del alférez. Desde las laderas vieron la maniobra e intensificaron el fuego. Los cañonazos de los barcos seguían removiendo la tierra de los montes y destrozando de cuando en cuando a alguno de los tiradores, pero la harka comprendió que la presa se le escapaba y no reparó en sacrificios. Cuando salió el grueso de la tropa, con los heridos, ya llegaban los primeros asaltantes al perímetro del parapeto. El cantinero, que en ese momento saltaba por el lado opuesto, se enganchó el pantalón en la alambrada y quedó atrapado allí un instante. No lograba zafarse y empezó a gritar, aterrado. Uno de los soldados le liberó con ayuda del machete y observó, con menosprecio:
– Si no estuvieras tan gordo, cabrón.
El cantinero llevaba un curioso acompañante: Luisito, el mono, que le había sido encomendado por Molina sin darle opción a oponerse. Los dos formaban la pareja más pintoresca de aquella apresurada comitiva. El mono se aferraba al cuello de su antiguo enemigo mientras miraba a todas partes con los ojos desorbitados. Cuando una bala pasaba cerca hundía la nuca con un espasmo y lanzaba un chillido. A1 final, Luisito tenía la suerte de los que se reservaban. A Macuto, el perro de la posición y su víctima preferida, no iba a ofrecérsele la ocasión de salir de allí. Yacía descompuesto junto al frente del oeste, donde le había encontrado una bala de la harka por acercarse a lamer el cadáver del cabo que solía darle las sobras del rancho.
Rivas y los suyos salieron también, y ya sólo quedaron Molina y los últimos para contener al enemigo. Las ametralladoras barrían el frente del parapeto, tumbando sobre las alambradas a los moros que intentaban traspasarlas. Los policías disparaban rítmicamente, consumiendo los peines de munición y reponiéndolos sin tregua. Los demás fusileros, veteranos que Molina había seleccionado expresamente, se mordían los labios, se tragaban su rencor hacia el sargento y colaboraban con pundonor. Molina y González, cada uno con su máuser, trataban de dar ejemplo y tiraban sin desmayo. Cuando Molina le había elegido, González sólo había dicho:
– Me quedo con usted de buena gana, mi sargento. Si alguien tiene que ser, quién mejor que yo, que me he jodido desde chico.
Los de las ametralladoras se quedaron en seguida sin munición. Las desmontaron de los soportes y echaron a correr sendero abajo, donde todavía tuvieron tiempo de unirse al grupo de Rivas. Su falta se notó inmediatamente. Primero fue uno, después dos los moros que consiguieron saltar el parapeto. Cayeron bajo el fuego de los policías, pero Molina comprendió que estaban al límite. Dio la única orden posible:
– ¡Calar bayonetas!
Los moros lo hicieron con frialdad, pero los europeos atinaron a duras penas a empotrar los machetes en la boca de los fusiles. La harka enviaba a su gente por oleadas, y los soldados podían distinguir bien los ojos incendiados de sus enemigos, su faz renegrida, la lana parda o marrón de sus chilabas y el blanco sucio de los turbantes. Ya no eran bultos en la distancia, sino hombres de fisonomía precisa que intentaban saltar sobre ellos. Aunque los cañones de la Armada batían a apenas diez metros del parapeto, eso no detenía a aquellos demonios homicidas, que veían morir a los suyos sin inmutarse y corrían hacia el frente como si el plomo y la metralla no fueran con ellos. Ya habían caído varios policías y un par de europeos y Molina temió que la defensa se iba a desmoronar de un momento a otro. Pero todavía no les habían dado aviso desde abajo. Ellos y su capacidad de resistencia eran la única oportunidad de sus compañeros, y aunque el sargento sentía el impulso de decirles a aquellos soldados que se estaban dejando matar que abandonaran y se salvaran como pudieran, pesó en su conciencia el deber contraído. Ésa era la desgracia que tenían aquellos hombres que estaban a sus órdenes, se dijo. Y ésa era también su propia desgracia, pero él, para colmo, nunca podría eludirla.
Mientras tanto, el grueso de la columna, con los heridos, había llegado ya a la playa. Los botes de la Armada se habían acercado también a la distancia suficiente y empezaron a embarcar a los fugitivos. Duarte, con un pelotón de marinería, acudió a apoyar a los infantes que cubrían la retirada, mientras Veiga disponía la distribución de los hombres en los botes. El fuego que caía sobre ellos, gracias a la labor de los cañones y de los que habían quedado en la posición, no era demasiado nutrido, y la operación pudo realizarse con relativo desahogo. Los botes que se iban llenando se alejaban en seguida: los marineros que iban a los remos golpeaban el agua con toda su alma, sin poder creer que se largaban tan pronto de aquel infierno.