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– Pues es curioso que no echo mucho de menos el pueblo -dijo-. Cuando salí de allí para venirme aquí me dije que no iba a volver. Pensaba irme a Argentina, ya ves tú el apego que le tenía. Además mi pueblo está entre montañas que se parecen a éstas, y que hasta huelen un poco igual. Por eso digo siempre que a mí no me cuesta andar por aquí, porque tengo la costumbre de andar por el campo que hay alrededor de mi pueblo.

– Pero en todos estos años habrá vuelto alguna vez.

– Un par de veces. Porque mis padres son viejos, que si no, ni esas pocas. Si alguna vez acaba esta guerra, iré donde vaya el regimiento, o quizá pida destino al regimiento que hay en Málaga, en la capital.

– ¿Y eso?

Molina bajó los ojos.

– Tengo una medio novia allí -explicó-. La conocí en Melilla, hará siete meses. Desde entonces nos carteamos cuando podemos. Dice que si la guerra no se hace eterna me espera. De eso dependerá que vaya a Málaga o no. Es una chica seria, pero tiene su chispa. El primer día que nos dimos conversación me dijo que era malagueña y trinitaria. Por el barrio de la Trinidad, en Málaga. Yo me reí, y ella se picó, porque resultaba que lo decía como un orgullo. Fue una contrariedad que su familia dejara Melilla para volverse a Málaga. En Melilla podía verla más de seguido.

Amador puso cara de no comprender.

– ¿Y por qué no pide destino ya? Lleva casi cinco años aquí. A otro seguro que no, pero a usted se lo darían.

– No puedo irme de aquí. No mientras sigan pegando tiros.

– ¿Por qué?

– Porque los soldaditos se quedan y hacen falta sargentos para que los moros no los maten como a conejos.

Amador sacudió la cabeza, alucinado.

– Nadie en su juicio pensaría así.

– Pues yo estoy en mi juicio, cabo. Y después de cinco años, hasta me gusta África, fíjate lo que te digo. Antes me preguntabas qué echo de menos y te dije que mi pueblo no. ¿Sabes qué lugar echo de menos? -No.

– Un lugar de aquí. No de esta parte, sino de la de Ceuta. Lo tomamos en otoño del año pasado, cuando yo todavía andaba por allí, justo antes de que me trasladaran a este regimiento. Se llama Xauen, que significa «los cuernos de la montaña». Está entre dos montañas, precisamente.

– ¿Esa que dicen que es una ciudad santa para los moros?

– La misma. Y cuando la ves lo entiendes, Amador. La estuvimos pretendiendo un buen tiempo, sin que los jefes se decidieran a asaltarla. Está muy alta y con los dos montes detrás no tienes más remedio que irle de frente, lo que habría sido una carnicería en toda regla. Al final un teniente coronel hizo una machada o una locura, que de las dos formas puedes llamarlo. Se disfrazó de carbonero y se metió en la ciudad para negociar con los jefes. Les dijo que si se rendían se respetarían sus privilegios y se los protegería, y que si no se rendían o no le dejaban volver nuestros cañones harían pedazos la ciudad. Los jefes de Xauen debieron pensar que alguien que estaba tan loco como aquel teniente coronel era bien capaz de convertir la ciudad en escombros, y se rindieron. Total, que entramos sin disparar un solo tiro, aunque eso no quiere decir que nos recibieran con los brazos abiertos.

– ¿Y cómo es? -preguntó Amador, intrigado.

– Es blanca y se arracima entre las montañas. En eso se parece un poco a mi pueblo, que también es blanco y está colgado de un monte. Pero Xauen es mucho más grande y las callejas de la medina, que son como un laberinto, están llenas de misterio. Lo encalan todo, hasta el suelo, que parece que hubiera siempre nieve. Por cierto que en invierno nieva de verdad. Aquella tierra no parece África, de la cantidad de verde y del agua que hay. Yendo hacia la parte más alta de Xauen tienen una plaza, la única un poco amplia, con una alcazaba y una mezquita, y desde esa plaza, y aún mejor desde algunas terrazas de la medina, hay una vista del valle que quita la respiración. La cosa más rara que tienen es un barrio judío donde hablan nuestro mismo idioma, pero más antiguo. Los moros encerraban por la noche con llave a los judíos, y durante el día sólo podían salir descalzos. Todo eso se acabó cuando llegamos nosotros. Podía hacer, qué sé yo, cientos de años que nadie entraba en la judería de Xauen. Muchos soldados perdían el sentido con las judías, porque llevaban la cara descubierta, no como las moras, y porque eran muy blancas y a veces hasta bonitas. A más de uno le valieron un arresto sus correrías nocturnas, y a otros el juego les salió todavía más caro.

– ¿Más caro?

– Meterse solo de noche en la medina era un peligro. Incluso ir de patrulla, con el chopo listo y la bayoneta calada. Los moros que te cruzabas se llevaban la mano al mango de la gumía, y si no andabas vivo, la utilizaban. Más de un amanecer ha descubierto a uno de los nuestros con el cuello rebanado, manchando de rojo la cal blanca de Xauen.

– Ya hay que tener hambre de hembra.

– O no. Yo mismo me he metido a pasear solo por allí. Era como si no pudieras evitarlo, algo que te atraía a pesar de saber a lo que te exponías. Según te decían, por aquellas calles no habían pasado durante siglos más cristianos que los prisioneros que quemaban en la plaza. Y lo más grande era que si cerrabas por un momento los ojos y los volvías a abrir, te parecía que estabas en un pueblo andaluz. Eso es lo que me hacía ir, sobre todo: no lo que tenía de extraño, sino lo que tenía de familiar. Creo que si echo de menos Xauen, como no echo de menos ningún otro lugar de África, es porque mientras andaba por sus callejas era como si ya hubiera vivido allí, pero a la vez notaba ese embrujo que nunca tiene lo que conoces de sobra.

El sargento se quedó callado y Amador trató de representarse la imagen de aquella ciudad misteriosa que estimulaba su fantasía. En su experiencia de África no había nada parecido, más bien se limitaba a una colección de poblados paupérrimos y de montes áridos, como los que ahora los rodeaban. Nunca había visto a esas judías pálidas, sino a las agrestes mujeres montañesas.

– Sí que parece un lugar digno de verse -observó.

– Y hasta de quedarse. Por eso yo sólo estuve allí un par de semanas -bromeó Molina-.Y tan a poco me supieron que muchas noches sueño que vuelvo. Pero en fin, no es tan malo tener algo que soñar. Yo sueño con Xauen y con la trinitaria, cuando se tercia. Y tú, ¿no sueñas con nadie?

Amador se encogió de hombros.

– No -respondió, sombrío-. A mí no me esperan. Dejé una novia en Madrid, pero hace meses que no me escribe. No era una novia muy buena, ésa es la verdad. Aunque tampoco la critico. Si yo fuera mujer, a buenas horas iba a esperar a un soldado de África. La mala suerte es como un hábito. Si la pruebas se te pega y ya no te la sacudes nunca.

– Tampoco es eso, hombre.

– Sí que lo es. Cuando estaba en Madrid y en los cafés oía hablar de la guerra, siempre pensaba en los pobres que tenían que pasarse tres años aquí y me parecían los parias de la historia. Lo mismo sentían los que hablaban, sobre todo los más viejos, que sabían que ya no podía tocarles esta mierda y largaban como con alivio. Hasta había una especie de crueldad, en la ligereza con que se referían a los muertos o en la rotundidad con que sentenciaban que fulano sí que tenía huevos y mengano no. Cuando supe que me venía a África, comprendí que en adelante yo era uno de los parias, y que con mi desgracia iban a pasar el rato tan ricamente los bocazas del café. Y me sentí en el mismo culo del mundo, qué quiere que le diga.

– El culo del mundo es muy grande -opinó Molina.

– Pero tiene sus barrios, y éste es de los peores.

– No estoy de acuerdo. Para mí, lo peor es cuando uno sabe que no está donde debe. Y entonces, ya puede estar en un palacio de mármol.

Amador vaciló un momento, antes de poner en palabras lo que pensaba. Si al final se atrevió, fue porque aquella noche el sargento le había abierto su corazón como no lo había hecho antes. Habló en voz queda:

– ¿Usted cree que estamos donde debemos?

Molina sopesó lentamente la pregunta.

– Tú quieres decir algo más de lo que has dicho, sindicalista.

– Y lo ha entendido usted, mi sargento. ¿No cree que deberíamos dejar a esta gente que viviera en paz o en guerra, como entre ellos se arreglen? ¿Quién nos manda venir a decirles lo que tienen que hacer? A mí me parece que aquí no pintamos nada, y así nos luce el pelo.

– Estamos aquí para ayudarles -dijo Molina, distante.

– ¿Para ayudarles a qué? Estamos para quitarles el hierro de las minas, o porque les conviene a las otras potencias o le conviene al Rey o les conviene a todos, menos a nosotros y a esos moros que tenemos enfrente.

– No grites esas cosas.

– Es un secreto a voces, mi sargento.

– Aunque lo sea, no las grites. No ganas nada con eso aquí, salvo envenenar a la tropa o echarte encima a los oficiales.

El sargento y el cabo permanecieron sin hablar durante unos tensos instantes. El cabo temió haber ido demasiado lejos. El hombre que le acompañaba aquella noche junto al parapeto de Afrau había hecho de aquella guerra su vida, y a las primeras de cambio él le escupía a la cara su injusticia y su sinsentido. Amador era lo bastante joven como para cometer un desliz de ese calibre, pero no tan inconsciente como para no lamentarlo. Al fin fue Molina, a quien si acaso correspondía, el que rompió el silencio:

– Puede que tengas razón, cabo -dijo, despacio-. No creas que yo mismo no lo he pensado más de una vez. Venimos, conquistamos sus pueblos, y después de todo eso ellos siguen siendo tan pobres como antes, pero tienen que soportar que los que mandamos seamos nosotros.

Amador no quiso cometer otra imprudencia. Preguntó tímidamente:

– Y si piensa eso, ¿cómo pudo quedarse en el ejército? Molina sonrió.

– Ya te digo, a pesar de todo me gusta África. Y además estoy convencido de que lo que tú no hagas siempre vendrá otro a hacerlo. A lo mejor no soy muy humilde, pero me dio la sensación de que esto yo no lo hacía mal del todo. Uno tiene que hacer lo que se le da bien, y si lo miras, bueno es que haya gente con ganas y afición de hacer bien lo que hace, hasta en el infierno. Si el matarife es bueno, la res no sufre tanto. Lo mismo pasa con el verdugo, y puede que pase lo mismo con los sargentos. Si esta guerra es tan injusta como tú crees, a lo mejor se puede hacer que lo sea menos, aunque no deje de serlo del todo. Si te vas, la guerra no se acaba más que para ti. Siempre hay alguien que se queda, pasándolas canutas. Y por mucho que te cagues en la guerra, a ése no le vas a arreglar. No es tan fácil, el asunto. No eliges nunca entre mejorar las cosas o no, sino cómo tratar de no empeorarlas. Y siempre hay idiotas como yo, que eligen quedarse.

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