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– Me decepcionáis, Oliverio -resopló la comadreja-. Si no lo traéis con vos, ¿para qué me habéis citado?

– Os lo explicaré: no sois el único que ambiciona ese tesoro, maestro Annio. Incluso la princesa d'Este lo deseó antes de perder la vida.

– ¡Eso es agua pasada! -protestó-. Sé que la muy ingenua recurrió a vos, pero ahora está muerta. ¿Qué os detiene, entonces?

– Hay alguien más, maestro.

– ¿Otro competidor? -La comadreja se encendió. El marchante parecía amedrentado-. ¿Qué es lo que queréis, Jacaranda? ¿Más dinero? ¿Es eso? ¿Os ha ofrecido más dinero y venís a subirme vuestros honorarios?

El español sacudió la cabeza. Su cara redonda y sus ojos amoratados denotaban una gravedad rara vez vista en él.

– No. No se trata de dinero.

– Entonces, ¿qué?

– Necesito saber a quién me enfrento. Quien busca vuestro tesoro está dispuesto a matar para conseguirlo.

– ¿A matar, decís?

– Hace casi diez días acabó con la vida de uno de mis intermediarios: el bibliotecario del monasterio de Santa María delle Grazie. ¿Y sabéis? El muy bastardo ha seguido eliminando a cuantos han mostrado interés por vuestra obra. Por eso he venido a veros: para que me aclaréis a quién me enfrento.

– Un asesino… -La comadreja dio un respingo.

– No es un criminal cualquiera. Es un hombre que firma sus crímenes; se burla de nosotros. En la iglesia de San Francesco ha terminado con la vida de varios peregrinos y siempre ha dejado con los cadáveres una baraja del tarot Visconti-Sforza a la que sólo le faltaba una carta.

– ¿Una carta?

– La sacerdotisa. ¿Lo entendéis ya?

Annio enmudeció.

– Así es, Nanni. El mismo naipe que tanto donna Beatrice como vos me entregasteis para llegar hasta vuestro tesoro.

Oliverio apuró un nuevo trago de su cerveza, que descendió veloz por su garganta, humedeciéndola. Luego prosiguió:

– ¿Sabéis lo que pienso? Que el asesino sabe de nuestro interés por el libro de la sacerdotisa. Creo que la elección de esa carta no es casual. Nos conoce, y nos eliminará también a nosotros si estorbamos en su camino.

– Está bien, está bien -la comadreja parecía turbada-. Decidme, Oliverio, ¿esos peregrinos asesinados en San Francesco también buscaban mi tesoro?

– He hecho algunas averiguaciones entre la policía del Moro y puedo aseguraros que no eran unos peregrinos cualesquiera.

– ¿Ah no?

– El último fue identificado como el hermano Giulio, un antiguo perfecto cátaro. Lo supe poco antes de partir a veros. La policía de Milán está desconcertada. Al parecer, ese Giulio fue rehabilitado por el Santo Oficio hace algunos años, después de que hubiera regentado una importante comunidad de perfectos en Concorezzo.

– ¿Concorezzo? ¿Estáis seguro?

Jacaranda asintió.

El anticuario no percibió el escalofrío que recorrió la espina dorsal del viejo maestro. El mercader ignoraba que aquella aldea situada a las afueras de Milán, al nordeste de la capital, había sido uno de los principales reductos cátaros de la Lombardía y el lugar en el que, según todas las fuentes, se había custodiado durante más de doscientos años el libro que Annio ambicionaba conseguir. Todo encajaba: las sospechas de Torriani sobre la filiación catara de Leonardo, los perfectos asesinados en Milán, la frase egipcia en el Cenacolo. Si no se engañaba, el origen de todo había que buscarlo en aquel tesoro: un texto de enorme valor teológico y mágico, preñado de referencias ocultas a las enseñanzas que Cristo entregó a la Magdalena tras su resurrección. Un legajo que evidenciaba los impresionantes paralelismos entre Jesús y Osiris, que resucitó gracias a la magia de su consorte Isis, la única que estuvo cerca de él en el momento de su regreso a la vida.

El Santo Oficio había invertido décadas en hacerse con semejante tratado. Lo más que pudieron determinar fue que una copia, tal vez incluso la única existente, debió salir de Concorezzo y acabar en las manos de Cosme el Viejo, durante el Concilio de Florencia de 1439. Y que jamás regresó. De hecho, sólo una oportuna indiscreción de Isabella d'Este, la hermana de donna Beatrice, durante los fastos de coronación del papa Alejandro en 1492 le hizo saber que el libro había estado en Florencia en poder de Marsilio Ficino, el traductor oficial de los Médicis, y que éste se lo regaló a Leonardo da Vinci poco antes de que partiera hacia Milán. No era, pues, improbable que los concorezzanos supieran también de esas noticias y quisieran recuperar su obra.

– Decidme entonces, padre Annio -preguntó Jacaranda sacando al prelado de sus reflexiones-, ¿por qué no me explicáis qué hace tan peligroso a ese libro?

Annio encontró la desesperación impresa en las arrugas de su viejo amigo y comprendió que no tenía elección.

– Es una obra extraordinaria -dijo al fin-. Recoge el diálogo que mantuvieron Juan y Cristo en los cielos acerca de los orígenes del mundo, la caída de los ángeles, la creación del hombre y las vías que tenemos los mortales para lograr la salvación de nuestra alma. Fue escrito justo después de la última visión que tuvo el discípulo amado antes de morir. Dicen que es una narración lúcida, intensa, que muestra detalles de la vida ultraterrena y el orden de lo creado a los que jamás accedió ningún otro mortal.

– ¿Y por qué creéis que una obra así ha interesado a Leonardo? Ese hombre es muy poco amigo de la teología…

La comadreja levantó su índice para callar a Jacaranda:

– El verdadero título del «libro azul», querido Oliverio, os lo dirá todo. Sólo debéis escucharme. Hace doscientos años, Anselmo de Alejandría lo reveló en sus escritos: lo llamó Interrogatio Johannis o La Cena Secreta. Y por la información de que dispongo, Leonardo ha utilizado los misterios contenidos en sus primeras páginas para ilustrar la pared del refectorio de los dominicos. Ni más, ni menos.

– ¿Y ése es el libro que aparece en el naipe de la sacerdotisa?

Nanni asintió.

– Y su secreto ha sido reducido por Leonardo a una sola frase que quiero que me traduzcáis.

– ¿Una frase?

– En egipcio antiguo. Dice: Mut-nem-a-los-noc. ¿La conocéis?

Oliverio sacudió la cabeza.

– No. Pero os la traduciré. Descuidad.

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