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– Por desgracia, así es. De hecho, tenemos razones para pensar que las pruebas de la existencia de una comunidad cátara en activo en Milán se esconden en el mural de La Ultima Cena que en estos momentos ultima Leonardo da Vinci. El mismo se ha retratado en su obra conversando con un apóstol que en realidad enmascara a Platón. Ya sabéis, el referente antiguo de esos malditos herejes.

La comadreja dio un brinco en su silla plegable.

– ¿Platón? ¿Estáis seguro de lo que decís?

– Por completo. Lo peor, padre Annio, es que ese vínculo no está exento de una lógica perversa. Como sabéis, Leonardo se formó en Florencia a las órdenes de Andrea del Verocchio, un artista poderoso, bien considerado entre los Médicis y muy cercano a la Academia que Cosme el Viejo puso bajo la dirección de cierto Marsilio Ficino. Y como sabéis también, esa Academia se creó para imitar la de Platón en Atenas.

– ¿Y bien? -El asistente de Alejandro VI torció el gesto, recelando de tanta erudición.

– Nuestra conclusión no puede ser más obvia, padre: si los cátaros compartieron con Platón muchas de sus doctrinas más dudosas, e incluso la Academia de Ficino aún practica costumbres cátaras como no ingerir carne de animal, ¿qué nos impide pensar que Leonardo esté utilizando su obra para transmitir doctrinas contrarias a Roma?

– ¿Y qué nos pedís? ¿Qué lo excomulguemos?

– Aún no. Necesitamos probar sin género de dudas que Leonardo ha introducido sus ideas en ese mural. Nuestro hombre en Milán trabaja para reunir esas evidencias. Después actuaremos.

– Pero, maestro Torriani -lo atajó el de Viterbo antes de que su discurso se encendiera-, muchos artistas como Botticelli o Pinturicchio se formaron en la Academia y sin embargo son excelentes cristianos.

– Sólo lo parecen, maestro Annio. Debéis desconfiar.

– ¡Los dominicos siempre tan suspicaces! Mirad a vuestro alrededor. Pinturicchio ha pintado estos frescos maravillosos para Su Santidad -replicó, señalando al techo-. ¿Acaso veis en ellos sombra de herejía? ¡Vamos! ¿La veis?

El dominico conocía bien aquella decoración. Betania había abierto en secreto un expediente sobre ella que nunca llegó a prosperar.

– No os conviene exaltaros, maestro Annio. Sobre todo porque, sin querer, me estáis dando la razón. Fijaos en la obra de ese Pinturicchio: dioses paganos, ninfas, animales exóticos y escenas que jamás encontraréis en la Biblia. Sólo a un seguidor de Platón, imbuido en viejas doctrinas paganas, se le ocurriría pintar algo así.

– ¡Es la historia de Isis y Osiris! -protestó la comadreja, casi fuera de sí-. Osiris, por si no lo sabéis, resucitó de entre los muertos como Nuestro Señor. Y su recuerdo, aunque pagano en la forma, nos renueva la esperanza en la salvación de la carne. Osiris aparece aquí como un toro, como toro es nuestro Santo Padre. ¿O es que nunca habéis visto el blasón de los Borgia? ¿No es obvia la relación entre esa figura mitológica, símbolo de fuerza y valor, y el astado que luce en su escudo de armas? ¡Los símbolos no son herejías, maestro!

Cuando fray Gioacchino Torriani iba a responder, la voz aterciopelada y cansina del Pontífice atajó la discusión:

– Lo que no entiendo muy bien -dijo, arrastrando sus palabras, como si aquella discusión lo aburriera- es dónde veis el pecado del Moro en todo esto…

– ¡Eso es porque no habéis examinado la obra de Leonardo, Santidad! -saltó Torriani-. El dux de Milán la está costeando en su totalidad y protege al artista de las recomendaciones de nuestros frailes. El prior de Santa María lleva meses intentando reconducir el esquema del mural hacia una estética más piadosa, pero es imposible. Es el Moro quien ha permitido a Leonardo que se retratara a sí mismo de espaldas a Cristo, entregado a una conversación con Platón.

– Ya, ya… -bostezó el Pontífice-. Habéis mencionado también a Ficino, ¿no?

Torriani asintió con la cabeza.

– ¿Y no es ese el hombre del que tantas veces me habéis hablado, querido Nanni?

– Así es, Santidad -asintió éste con falsa sonrisa-. Se trata de un personaje extraordinario. Único. No creo que sea un hereje como el que pretende pintarnos el maestro Torriani. Es canónigo de la catedral de Florencia que ahora debe rondar los sesenta y cuatro o sesenta y cinco años. Su espíritu iluminado os admiraría.

– ¿Espíritu iluminado? -El Pontífice tosió-. ¿No será otro como ese Savonarola, verdad? ¿O es que acaso ambos no son canónigos de la misma catedral?

El Papa guiñó un ojo a Torriani, que tembló al escuchar el nombre del exaltado dominico que predicaba la llegada del fin de la «Iglesia rica».

– Es verdad que comparten templo, Santidad -se excusó la comadreja, turbado-, pero son varones de personalidades opuestas. Ficino es un estudioso que merece todos nuestros respetos. Un sabio que ha traducido al latín innumerables textos antiguos, como los tratados egipcios que han servido a Pinturicchio para decorar estos techos.

– ¿De veras?

– Antes de trabajar en vuestros frescos, Pinturicchio leyó las obras de Hermes que Ficino acababa de traducir del griego. En ellas se narran estas hermosas escenas de amor entre Isis y Osiris…

– ¿Y Leonardo? -gruñó el Pontífice a Nanni-. ¿También él leyó a Ficino?

– Y trató con él, Santidad. Pinturicchio lo sabe. Ambos fueron discípulos suyos en el taller del Verocchio, y ambos siguieron sus explicaciones sobre Platón y su creencia en la inmortalidad del alma. ¿Puede haber algo más profundamente cristiano que esa idea?

Nanni pronunció aquella última frase desafiando las críticas del maestro Torriani. Sabía de sobra que la mayoría de los dominicos eran tomistas, defensores de la teología de Tomás de Aquino inspirada en Aristóteles, y enemigos de todo lo que significara rescatar a Platón del olvido. Mi maestro general entendió que tenía las de perder contra aquel interlocutor, porque enseguida bajó la mirada y anunció sumiso su despedida:

– Santidad. Venerable Annio -los saludó cortés-. Es inútil que sigamos especulando sobre las fuentes de inspiración de esa Última Cena de Milán, en tanto no concluyan nuestras averiguaciones. Si dais vuestra bendición, la investigación proseguirá tal como hasta ahora y determinará la clase de pecado que Leonardo está cometiendo contra nuestra doctrina.

– Si lo hubiere -matizó el de Viterbo.

El Papa devolvió el saludo a Torriani y, trazando la señal de la cruz en el aire, añadió:

– Os daré un consejo antes de que os retiréis, padre Torriani: en adelante, vigilad bien el terreno que pisáis.

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