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– Eso no va a poder ser…

Matteo susurró aquella frase temiendo importunar. Aunque ya se sentía más reconfortado, todavía no había terminado de contar lo que había visto en la Mercadería.

– ¿Cómo dices?

– Que ya no podréis detenerlo.

– ¿Y por qué, Matteo?

– Porque… -titubeó-, después de terminar el sermón, el hermano Giberto prendió fuego a sus hábitos y se quemó a la vista de todos.

– ¡Santo Dios! -El tuerto se tapó la boca horrorizado-. ¿Lo veis, prior? Ya no hay duda. El sacristán prefirió someterse a la endura antes que a nuestro juicio…

– ¿La endura?.

La duda del joven Matteo quedó sin respuesta, flotando en la enrarecida atmósfera de la biblioteca. Benedetto pidió permiso para retirarse a meditar aquello, y abandonó el recinto a toda prisa. Aquella mañana, impresionado por las revelaciones de Matteo, no tardó en venir a contarme que en Santa Maria delle Grazie habían vivido por lo menos dos bonhommes, que era como los antiguos cátaros se llamaban a sí mismos. Un inquisidor debía saberlo. Pero el tuerto puso el acento en un segundo descubrimiento que creyó más de mi incumbencia: por fin había logrado identificar al interlocutor del maestro Leonardo en la mesa pascual del Cenacolo. Ya sabía quién era realmente el hombre del manto blanco y las manos oferentes que distraía la atención de al menos dos discípulos de Cristo: Platón. Su oportuna confidencia llenó una laguna que no acertaba a comprender desde que me reuní con Oliverio Jacaranda.

La presencia del filósofo en el refectorio aclaraba por qué el maestro Da Vinci custodiaba en su biblioteca las obras completas del ateniense. Unos libros que, por cierto, a esas horas debían de estar en algún rincón del palacio de Jacaranda sin que nadie les prestara la atención que merecían.

El círculo, pues, se iba cerrando.

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