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– ¿Y qué hombre es ése? ¿Platón?

– No. Platón, no. -Sonrió-. Es alguien vivo. Quizá hayáis oído hablar de él: tradujo la Divini Platones Opera Omnia y lo llaman Marsilio Ficino. Una vez oí decir al maestro que cuando lo pintara en una de sus obras, sería la señal.

– ¿Señal? ¿Qué señal?

Forzetta dudó un instante antes de responder.

– Hace mucho que no hablo con el maestro, padre. Pero si cumplís vuestra promesa y me liberáis, lo averiguaré para vos. Os lo apalabro. Igual que ese acertijo que me habéis confiado. No os fallaré.

– Debes saber que te comprometes ante un inquisidor.

– Y os reitero mi palabra. Dadme la libertad y seré fiel a ella.

¿Qué podía perder? Aquella misma tarde, antes de la hora nona, Mario y yo abandonamos el palacio de los Jacaranda, ante la mirada desconfiada de María. Afuera, en la calle, el muchacho de cabellos negros y cicatriz en el rostro besó mi mano, se acarició sus muñecas libres y echó a correr hacia el centro de la ciudad. Fue curioso: nunca me pregunté si volvería a verlo. En el fondo, me importaba poco. Ya sabía más del Cenacolo que muchos de los frailes que compartían su mismo techo.

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