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– ¡ La Magdalena…!

– Es una de sus muchas representaciones, en efecto -prosiguió-. Los nudos en la cuerda que rodea su vientre hinchado lo evidencian. Pero son pocos, poquísimos, los que conocen el código.

– Continuad, por favor -le instó Bernardino.

– Como podréis imaginar, meser Luini, interpreté el hallazgo del naipe como una señal. Un aviso de que alguien trataba de cercarme. Intenté convencer a los soldados del dux de que el fraile se había suicidado. Quería ganar tiempo para hacer mis averiguaciones, pero la segunda muerte confirmó mis temores.

– ¿Qué temores? -Elena no pestañeó.

– Veréis, Elena, el otro también era un viejo amigo mío.

La condesita dio un respingo.

– ¿Los… conocíais?

– Así es. A los dos. Giulio, la segunda víctima, murió desangrado delante de la Maesta. Alguien le atravesó el corazón con una espada. No le robó dinero, ni ninguna pertenencia, salvo…

– ¿Salvo?

– … salvo el naipe de la franciscana que después encontrarían junto al fraile. Tengo la desagradable impresión de que el asesino quería que yo estuviera al corriente de sus crímenes. A fin de cuentas, la Maesta es obra mía y el fraile ahorcado pertenecía al convento de Santa María.

Aun temiendo importunar, Elena tomó de nuevo la palabra.

– Maestro, ¿y está eso relacionado con vuestro deseo de mostrar ahora el retrato de mi madre? ¿Tiene algo que ver con estas horribles noticias?

– Enseguida lo comprenderéis, Elena -respondió el maestro-. Vuestra madre no sólo posó para mí con ocasión de este retrato. Cuando era más joven, sirvió de modelo para la Virgen de la Maesta. Volví a recurrir a ella cuando la pinté de nuevo hace sólo unos meses. Cuando entregué ese encargo, hace diez días, los franciscanos lo sustituyeron por la vieja versión. Todo fue tan rápido, que no tuve tiempo de advertir a los Hermanos de su sustitución.

«¿Los Hermanos?» Esta vez Elena no lo interrumpió.

– Veo que el maestro Luini no os lo ha contado todo aún -susurró Leonardo-. Esa tabla es como un evangelio para ellos. Era su alivio espiritual, sobre todo después de que la Inquisición los desposeyera de sus libros sagrados. Venían a venerarla por decenas. Sin embargo, cuando los franciscanos se dieron cuenta y empezaron a litigar contra mí, me vi forzado a presentarles una nueva versión, desprovista de los símbolos que la hacían tan especial. He tardado diez años en cumplir con su encargo, pero ya no pude retrasarlo más. Por desgracia, no avisé a los Hermanos para que dejaran de ir a San Francesco a buscar su iluminación, y el último de ellos, mi querido Giulio, pagó con su vida el error. Alguien lo estaba esperando.

– ¿Tenéis idea de quién pudo ser?

– No, Bernardino. Pero su móvil fue el de siempre; el mismo que llevó a santo Domingo a fundar la Inquisición: acabar con los últimos cristianos puros. Pretenden sofocar por la fuerza lo que no consiguieron sofocar en Montségur aplastando a los cátaros.

– Entonces, meser, ¿adonde irán ahora los Hermanos a saciar su fe?

– Al Cenacolo, naturalmente. Pero eso será cuando esté acabado. ¿Por qué creéis que lo pinto sobre muro y no sobre tabla? ¿Acaso pensáis que es por el tamaño? Nada de eso. -Levantó su índice en señal de negación-. Es para que nadie pueda arrancarlo ni obligarme a rehacerlo. Sólo así los Hermanos encontrarán un lugar para su consuelo definitivo. A nadie se le ocurrirá buscarlos bajo las mismas barbas de los inquisidores.

– Es ingenioso, maestro… pero muy arriesgado.

Leonardo sonrió de nuevo:

– Entre los cristianos de Roma y nosotros hay una gran diferencia, Bernardino. Ellos necesitan sacramentos tangibles para sentirse bendecidos por Dios. Ingieren pan, se ungen con aceites o se sumergen en aguas benditas. Sin embargo, nuestros sacramentos son invisibles. Su fuerza radica en su abstracción. Quien llega a percibirlos dentro de sí, nota un golpe en el pecho y una alegría que lo inunda todo. Uno sabe que está salvado cuando siente esa corriente. Mi Última Cena les dispensará semejante privilegio. ¿Por qué creéis que Cristo no ostenta allí la hostia de los romanos? Porque su sacramento es otro…

– Maestro -Luini lo interrumpió-. Habláis ante Elena como si ella ya supiera de vuestra fe. Y lo cierto es que aún no conoce el alcance de cuanto decís.

– ¿Y bien?

– Espero que me concedáis una gracia: que me deis permiso para llevarla al Cenacolo e iniciarla allí en vuestro idioma. En vuestros símbolos. Tal vez así… -Bernardino dudó, como si midiera sus palabras-, tal vez podamos ambos purificarnos y merecer un nuevo lugar junto a vos. Ella así lo desea.

El toscano no pareció muy sorprendido.

– ¿Es eso cierto, Elena?

La joven asintió.

– Pues debes saber que el único modo de conocer mi obra es participar de ella. Y vos lo sabéis mejor que nadie, Bernardino -refunfuñó-. Yo soy el único Omega hacia el que deberéis, en adelante, dirigiros.

– Si vuestra intención es guiarla hacia vos, maestro, entonces, ¿por qué no la tomáis como modelo? Su madre os sirvió para vuestro evangelio de la Maestra. ¿Por qué no habría de serviros su hija para el mural que ultimáis?

Leonardo titubeó.

– ¿Para el Cenacolo?

– ¿Y por qué no? -respondió Luini-. ¿Acaso no precisáis de un modelo para el apóstol amado? ¿Creéis que vais a hallar un rostro más angelical que éste para terminar a Juan?

Elena bajó la mirada, complacida. Aquel santón de hábitos blancos acarició pensativo sus barbas espesas, mientras escrutaba de nuevo a la joven Crivelli. Después soltó una carcajada que retumbó por toda la habitación.

– Sí -tronó-. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, no imagino a nadie mejor que ella para ese destino.

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