Primera sangre.
– ¿Lo veis? -rugió satisfecho-. Dios ha hecho justicia con vuestras mentiras. Nunca más osaréis engañarme con falsas antigüedades. Nunca.
Entonces, dirigiéndose hacia donde me encontraba, complacido de ver mis hábitos blancos y mi caperuza negra entre los suyos, hizo una reverencia y añadió algo más para que todos lo oyeran:
– Este rufián ya tiene su justicia… -sentenció-. Aunque creo que aún no la hay para alguien tan notable como vos, ¿verdad, padre Leyre?
Me quedé mudo. El diabólico brillo de sus ojos me hizo recelar. ¿Quién era aquel individuo que sabía mi nombre? ¿A qué injusticia se refería?
– Los predicadores son siempre bienvenidos a esta casa dijo-. Aunque a vos os he mandado llamar porque deseo que juntos rehabilitemos el nombre de un amigo común.
– ¿Lo tenemos? -balbucí.
– Lo tuvimos -precisó-. ¿O acaso no os contáis vos entre quienes creen que algo raro se esconde tras la muerte de nuestro fray Alessandro Trivulzio?
El vencedor, que pronto supe se llamaba Oliverio Jacaranda, dejó el escenario del duelo y se me acercó, golpeando suavemente mi hombro en señal de amistad. Después se perdió palacio adentro. Mi acompañante me pidió que lo esperásemos. Pude ver así al pequeño ejército de servidores de Jacaranda entrar en acción: en poco más de diez minutos habían desmantelado el podio sobre el que se había realizado el duelo, y se habían llevado a aquel Forzetta, herido y maniatado, hasta algún lugar de los bajos del palacio. Al pasar junto a mí, pude ver que el desgraciado era casi un niño. Un joven de rostro redondo y ojos de esmeralda que, durante un instante fugaz, se clavaron en los míos implorando socorro.
– Los españoles son hombres de honor. -La mujer, que se había soltado su cabellera rubia y había colgado el cinturón con su estoque, me habló con amabilidad-: Oliverio es de Valencia, como el Papa. Y además, es su proveedor favorito.
– ¿Su proveedor?
– Es anticuario, padre. Una profesión nueva, muy rentable, que rescata del pasado los tesoros que dejaron enterrados quienes nos precedieron. ¡No os podéis ni imaginar lo que puede encontrarse en Roma con sólo arañar el suelo de las siete colinas!
– ¿Y vos, doncella, quién sois?
– Su hija. María Jacaranda, para serviros.
– ¿Y por qué quería vuestro padre que lo viera pelear con ese Forzetta? ¿Qué tiene que ver todo esto con la memoria del padre Trivulzio?
– Os lo explicara enseguida -respondió-. La culpa la tiene el negocio de los libros antiguos. No sé si sabéis que circulan por estas nenas volúmenes que valen más que el oro, y no faltan rateros como ese Forzetta que trafican con ellos o, aún peor, que pretenden hacer pasar libros modernos por antiguos, cobrando sumas desproporcionadas por ellos.
– ¿Y creéis de veras que ese tema es de mi incumbencia?
– Lo será -prometió enigmática.