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– Hay algo más -dijo-. Ocurre casi siempre en estos casos, pero hasta ahora poseemos una información deficiente. Una mujer, desde luego. Cantante o algo así. No sabemos nada de ella, ni el nombre, porque Andrade se cuidó de mantener esa debilidad suya en secreto.

– Yo los vi juntos varias veces -dijo el hombre que fumaba-. Al principio la tomé por su hija. Pero no iban a los sitios donde un padre llevaría a su hija.

– Sitios muy caros, Darman -precisó Bernal-. Bares de hoteles, restaurantes de lujo. Le compraba cosas, ya sabes. En los últimos tiempos vestía muy bien, siempre corbata y sombrero, zapatos limpios. A su mujer no le hemos dicho nada todavía. Nos conviene que averigües algo sobre eso en Madrid.

Sonreía para sí mirando a la mujer que bailaba sola en el centro de la pista, su falda que giraba, plana y oblicua desde arriba, brillando bajo la luz como un nenúfar. Pero a Bernal no lo conmovía la mujer con los hombros desnudos ni la sudorosa felicidad de su cara. La miraba, pero no parecía que pensara en ella, sino en el otro, en Andrade, en su manera de obedecer las normas canónicas de la traición y la infamia, de la debilidad, del deseo. Encerrado en una habitación frente a un puñado de papeles, sin más auxilio que una pequeña lámpara insomne y una botella de agua, Bernal lo había averiguado todo tan solitariamente como resuelve un matemático un enigma no formulado hasta entonces, y eso le hacía conocer un orgullo más duradero y más intenso que la contrariedad de la traición. Al cabo de tantos años de inventar conspiraciones y enviar mensajeros a un país en el que no vivía desde su juventud, es posible que sólo concediera a la realidad una importancia secundaria: tenía un ensimismamiento de jugador de ajedrez, los hombros encogidos, la mirada fija, cruzada de rápidas adivinaciones y sospechas. Me había tendido sobre la mesa la foto de Andrade como ejecutando en el tablero un movimiento inflexible, ofreciéndome una prueba que yo no podría rebatir: nadie cambia ni elige, pensaría, en aquella foto ya estaban delatados los rasgos de un traidor. Andrade sonreía en ella, calvo y tímido, con un aire inescrutable de fragilidad y coraje, pasando un brazo sobre los hombros de una mujer corpulenta que no sospecharía su infidelidad, mirando de soslayo a una niña de nueve o diez años peinada con tirabuzones que se parece a él en la expresión de la boca, en la sonrisa débil, en una innata predisposición al desamparo.

Todavía guardo la foto. Miro la cara de Andrade, que no es de traidor ni de héroe, y sé que con los años irá cobrando una actitud de profecía, será la cara en la que estaba contenido no sólo su destino, corno suponía Bernal, sino también el de cada uno de nosotros, sus verdugos, sus víctimas, sus perseguidores, los acreedores y jueces lejanos de sus actos. Aquella noche, cuando vi la foto por primera vez, cuando Bernal la empujó hacia mí con sus cortos dedos de joyero, fui inmediatamente poseído por el deseo de saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del desconsuelo, porque era la mirada de un hombre extraviado para siempre en la melancolía, intoxicado por ella, ajeno a todo, a la mujer que abrazaba, a su hija, en la que acaso se reconocía con menos ternura que remordimiento, a la distancia plana del mar. Tal vez mientras miraba a la cámara estaba pensando en su traición, temiendo que la fotografía reflejara los rasgos de un impostor, o se acordaba de una mujer muy joven que lo estaría esperando en Madrid, y aceptaba el peligro de volver por la impaciencia y la necesidad de verla.

También yo iba a volver. Entre la muchedumbre de rostros de Madrid se perfilaba uno solo. Guardé la foto, el dinero, los pasajes de avión, el pasaporte falso de Andrade. Dije que no era preciso que me llevaran al hotel. Afablemente, Bernal desconfió: Luque apareció nuevamente a mi lado, como si recobrara con sigilo su cuerpo después de haberse diluido en la sombra, y me condujo de regreso por las bibliotecas y el salón de billar hasta la escalinata que bajaba al vestíbulo. Ahora había en ella grandes cubos de basura. Era muy tarde, casi las dos de la madrugada, y las cortinas del salón de baile estaban descorridas. Con aire de desaliento, con las pajaritas de los smokings desceñidas, los músicos guardaban sus instrumentos en baúles con ángulos de metal. Mire hacia arriba y vi casi a la altura del techo la ventana semicircular a la que estuve asomado unos minutos antes. Bernal aún estaría mirando, y también el otro, el más alto, el que fumaba cigarrillos. Sentada al filo del escenario, una mujer se ponía con dificultad unos zapatos blancos de tacón, muy inclinada, con el pelo sobre la cara, tocándose los pies con una lenta caricia, porque tenía enrojecidos los talones. La reconocí por los hombros desnudos, y cuando alzó la cabeza y se quedó mirándome -los músicos se habían ido, y no quedaba nadie más en el salón-, me sorprendió la súbita intensidad de mi deseo, y el dolor que había en él. Como suele ocurrirme cuando estoy recién llegado a un lugar extranjero, su cara me recordó la de alguien a quien yo no lograba identificar. Tenía el pelo casi azulado de tan negro, la piel muy blanca, rosa en los tobillos y en los talones, los ojos verdes y atentos, tenía uno de esos rostros italianos de líneas excesivas que parecen concebidos para el perfil de una moneda. Terminó de ajustarse uno de los zapatos blancos con un gesto que era al mismo tiempo de dolor y de alivio y me preguntó en italiano algo que no comprendí. Me miraba apoyando el otro pie sobre una rodilla desnuda, moviendo entre las dos manos el talón y los dedos con las breves uñas pintadas del mismo rojo que sus labios. Me di cuenta entonces, con melancolía y asombro, casi con estupor, de que habían pasado muchos años desde la última vez que fui verdaderamente traspasado por la violencia pura del deseo, por esa ciega necesidad de perderle y morir o estar vivo durante una fugaz eternidad en los brazos de alguien. Yo era nadie, un muerto prematuro que todavía no sabe que lo es, una sombra que cruzaba ciudades y ocupaba en los hoteles habitaciones desiertas, leyendo, cuando se desvelaba, las instrucciones a seguir en el caso de un incendio. Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a buscarlo.

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