Bajé del escenario, guardando el destornillador en el bolsillo como una absurda herramienta, queriendo imaginar, sin resultado alguno, a ese desconocido al que invocaban las palabras del hombre que preparaba las bebidas, y entonces, cuando el reflector azul ya no me cegó, vi el palco desde donde miraba solitariamente cada noche el comisario Ugarte, el hermetismo de sus cortinas cerradas, y entendí sin motivo y sin vacilación por dónde había desaparecido ella y cuál era el camino que debía seguir para encontrarla.
Fue un vertiginoso instante de clarividencia que el hombre de la espalda torcida no dejó de advertir. Debajo del palco, junto a la pared, había una pequeña escalera portátil. Él la había reclamado desde la cóncava oscuridad y ella había acudido, poseída por la fascinación de la brasa roja de sus cigarrillos, dócil como una ciega, entregada, tan de antemano rendida como cuando yo la arrojé sobre la cama del hotel de una bofetada, tan vulnerable como Andrade, la otra víctima, la otra presencia abolida en la boîte Tabú. Cuando estaba conmigo en el hotel ella ya sabía que tenía que obedecer la llamada del comisario Ugarte, y se habría vestido como para la culminación de una ceremonia, destinada al sacrificio, resignada a subir esos tres o cuatro peldaños de madera que la llevarían al otro lado de las cortinas del palco, fugitiva y presa para siempre, caminando por sótanos y habitaciones vacías hacia el otro extremo de la manzana de casas, hacia el Universal Cinema, el secreto centro del mundo y del pasado, del laberinto donde aquel hombre insomne que fumaba tejía su telaraña de predestinación. Me quedé mirando las cortinas rojas y me pareció que se movían y que también a mí me llamaban, y el hombre de la espalda torcida dejó de fingir y olvidó las copas y la coctelera y vino hacia mí diciéndome que no subiera, que no había nada en ese palco vacío. Se paró delante de mí, empujándome con su pecho abombado, dijo que si yo entraba ya no sabría volver y que en cuanto diera unos pasos iba a perderme en la oscuridad, ahora repetía muerto de miedo esa palabra como si aludiera a una divinidad vengativa, la oscuridad, decía, «no entre ahí, capitán», casi implorándome, chocando contra mí, despavorido, queriendo retorcerme los brazos con la furiosa energía de un estrangulamiento, «si entra ya no podrá volver, no habrá perdón», se sofocaba queriendo derribarme, como si impulsara sus hombros contra un estatua o un muro, y yo tropecé y caí sobre una silla tirando al suelo una lámpara y cuando me puse otra vez en pie él seguía encorvado ante la cortina del palco, defendiéndola, las dos manos caídas y oscilantes a lo largo del cuerpo, fijo en mí como un perro guardián, como un perro viejo y asfixiado que desafía a un intruso.
Fui hacia él cerrando los dedos de la mano derecha en torno al puño del destornillador y al saber sin ninguna sombra de duda que estaba a punto de matarlo sentí piedad de su pecho deforme y de su cabeza sin cuello y lo vi desarmado por el terror y resignándose a la fatalidad de morir, mirando el agudo filo de metal que yo agitaba ante él para inducirlo a que se apartara, pero no se movía, se había subido al primer peldaño de la escalera y me esperaba allí, con su boca de máscara, con su chaleco ceñido como un corsé ortopédico y su pañuelo azul sobresaliendo junto a la solapa. Yo tenía que saltar al otro lado del palco y él sabía que estaba perdido si me lo permitía y también que le era imposible impedírmelo. Cayó sobre mí y se abrazó a mi cintura casi levantándome, golpeándome el estómago con su dura y roma cabeza, murmurando palabras entre los dientes apretados, y cuando le clavé el destornillador en la espina dorsal y sentí la resistencia del hueso se encogió blandamente contra mí y hundió la cara en mi pecho como si buscara un refugio, quieto ya, sin respirar, apacible, todavía abrazándome, cayendo muy despacio a mis pies en una actitud como de pleitesía. Me desprendí de él, abrí las cortinas del palco y salté al interior. Desde el escenario la mujer gorda me miraba con sus ojos de pulpo, tapándose la boca.