Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Estarás muerta, Menchu, ¿no es verdad?, ¿No es cierto que ahora lo notas? ¿No has dormido nada, nada?

Carmen no responde. Valentina le apremia. Falta un cuarto de hora para las ocho. Mientras se arregla, llegan Bene y Esther. Parece un té de los jueves. Entre todas la arrastran a la misa de alma. Cuando regresan, la casa es un jubileo. La mente de Carmen conecta con otra etapa anterior que ahora se le antoja remotísima. "No sabes qué impresión me ha hecho." "Tan joven, mujer." "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." Los cantos de su mano derecha se resienten a los primeros apretones. Se inclina, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho. Siente los labios como dormidos, emperezados para besar. Así y todo, besa y besa sin tregua. Esther la lee la necrología de "El Correo". "Descanse en paz el hombre bueno que antepuso…" "Bueno ¿para quién?" "En una época materializada como la nuestra, Mario Diez Collado, dio con sus escritos y con su ejemplo…" "Le retrata, ¿eh?" "Muy sentida." "Lo dicho. Yo espero abajo." "Salud para encomendar su alma." "Tú no tienes la culpa, Carmen. He venido por ti." "Gracias, Josechu, no sabes cuantísimo te lo agradezco." Los bultos tienen hoy los ojos mates y hundidos, como atornillados, pero responden a unos mismos estímulos y son locuaces o lacónicos a rachas. "¿La importa que pase un momento?" "Después debes acostarte, Menchu. Del cuerpo no se debe abusar." "Al contrario." "No está descompuesto; no ha perdido siquiera el color." "Yo espero abajo." Silencio. Mario con su suéter de mezclilla, Menchu y Álvaro, merodean como perdidos entre los grupos. Van y vienen sin encontrar un sitio. "El corazón es muy traicionero, ya se sabe." Suspiros. "A Charo que no la esperes. Se ha quedado con Encarna." "No irás al cementerio ¿verdad? No te lo aconsejo, mona, hazme caso, fíjate que a mí…" "¿Sabes si han dormido bien los niños?" Cada vez suben más bultos y el desagüe parece atascado. "Bertrán, ¿le importa esperar en la calle? Aquí no podemos ni rebullirnos." "De un tirón, hija, felices ellos." "Por favor, Doro, diga a la portera y a toda esa gente que pasen a la cocina." Carmen se inclina, primero del lado izquierdo; luego del derecho y besa al aire, a la nada, tal vez a algún cabello suelto. "Me imagino cómo estarás ¡pobre! Todavía no puedo creerlo." "Salud para encomendar su alma." "Pero si yo misma… Anoche… anteanoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas. ¿Cómo iba a imaginar una cosa así?" Los bultos ya no caben, ni aun apretándose, en el despacho y el comedor. Van aglomerándose en el pequeño vestíbulo. "No somos nadie." "A mí estas muertes repentinas me descomponen."' "¿Quiere correrse un poquito?"

Cuando llegan los muchachos de Carón, acrece el dinamismo. Carmen, Mario, Valentina y Esther, van y vienen, abren y cierran, pero algún bulto rezagado, aún retiene a Carmen inoportunamente; "Me he enterado por el periódico; de pura casualidad." "Gracias, Higinio. No sabes cuantísimo te lo agradezco." Higinio Oyarzun se queda en el vestíbulo, junto a Arronde, el boticario. No trae gabán aunque es temprano y todavía hace fresco. Del despacho, cuya puerta está abierta, llegan suspiros y sollozos. "No le había más bueno." "Quién lo iba a decir." "No somos nadie." Higinio Oyarzun observa a Moyano dentro de su barba rabínica. También Arronde le mira de refilón y, luego, se agacha y le dice a Oyarzun tenuemente: "Un revolucionario." "Ja", Oyarzun se ríe o hace que se ríe. Después susurra: "Esas revoluciones me las conozco. Ese quiere quitarme a mí para ponerse él. Revoluciones positivas para uno pero de eficacia general muy limitada. Somos todos unos sinvergüenzas." "El corazón es muy traicionero." "Ni tiempo de confesarse tuvo." "¡Pobrecito!" Moyano ladea un poco la cabeza. Tiene los ojos húmedos y la nuez, sobre el suéter oscuro, sin camisa, le sube y le baja cada vez más deprisa. "Ha muerto un hombre íntegro", le dice a Aróstegui, pero apenas ha terminado de decirlo cuando Oyarzun, aunque no va con él, le replica ásperamente desde atrás, empinando su corta estatura sobre el hombro de Arronde: "¿Integro? ¡Ja! Ese señor no era íntegro por serlo sino para gozarse echándonos en cara a los demás que no lo éramos. Era un Tartufo." Moyano se vuelve fuera de sí: "Nazi asqueroso", dice. Y Oyarzun aparta a Arronde que intenta sujetarlo y vocea ya sin circunloquios: "¡Suelta! ¡A ese tipo le rompo yo la cara! ¡A ese…!"

La cabeza de Vicente asoma por la puerta del despacho:

– ¡Chist! -sisea-. Por favor, que sacan el cadáver.

Se hace el silencio. Los muchachos de Carón con el féretro en hombros se abren calle entre los asistentes y detrás, enmarcada por el dintel, se ve un momento a Carmen. No llora. Se estira el suéter de los sobacos y mansamente deja que Valentina la pase un brazo por los hombros y la atraiga hacia sí.

32
{"b":"87762","o":1}