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– Cría cuervos.

– Calla; ahora descansa.

Pío Tello se había conmovido. Mario, desde luego, tenía un gran cartel entre la gente baja. La pena fue lo del ilustrísimo señor. Parece que no, pero un encabezamiento así, total dos palabras, viste a una esquela, Valen, no digas. "Lo dicho". "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan". "Cuando me lo dijeron no podía creerlo, te lo prometo". "Pero si yo misma…" Encarna la desbancó. La irrupción de Encarna fue un acto bárbaro y sin sentido. "Lo dicho". "Gracias, mona". Carmen se inclinaba y ambas cruzaban sus cabezas, primero del lado izquierdo; luego del lado derecho, y una y otra notaban los leves estallidos de los besos convencionales pero no su calor. Instintivamente ella aborrecía las esquelas funerarias, que yo no pensaba ponerla en el portal, entiéndeme, que me horrorizan, que me parece de un gusto pésimo, pero ya ves, a la hora que ha sido, a la fuerza ahorcan, el caso es que la gente se entere, porque por él, ya lo sé, qué me vas a decir a mí, como un perro, bueno era, pero hay que guardar las apariencias, Valen, porque con que mañana salga "El Correo", con que el entierro es a las diez, no vas a adelantar nada, que muchos que van deprisa y corriendo a la oficina, ni enterarse, tenlo por seguro, total que le encargué media docena, una para aquí, otra en el Instituto, en "El Correo" y algún otro sitio, eso sin perjuicio de que lo anuncie la emisora después del Diario Hablado.

Carmen sabía positivamente que el rescate de las últimas horas de Mario dependía de ella. El libro yacía allí, sobre la mesilla de noche y, bajo sus tapas, los últimos pensamientos de Mario, como enlatados. Cuando lograse liberarse de aquellos bultos pegajosos, Carmen se reuniría con él. Encarna constituía el obstáculo principal, pero Charo se la había llevado. Charo no aportó por allí hasta que los pequeños regresaron del Colegio. Había ido a buscarles. Borja llegó gritando: "¡Yo quiero que se muera papá todos los días para no ir al colegio!" Le dolía la mano. Carmen no sabía si por la paliza o por los insistentes apretones de los bultos despiadados. Tenía los labios tumefactos de tanto besar. "Lo dicho". "¿Quién iba a figurarse una cosa así?" "¿A qué hora es mañana la conducción?" Pero Encarna, no. Encarna no había cambiado. Penetró como un torbellino, braceando entre los asistentes. Y voceaba: "Dios mío, que éste también se me ha ido. ¡Éste también!" Y los grupos oscuros se aplastaban y miraban y cuchicheaban y Encarna ponía a todos por testigos de su soledad. Como una loca. "Una mirada demencial", había dicho Antonio. Y, luego, cuando se arrodilló, exclamó: "¿Qué he hecho yo, Señor, para merecer este castigo?" Y los grupos se abrían y se cerraban, se plegaban y se desplegaban. Cuchicheaban: "¿Quién es?". Y el sentimentalismo acomodaticio de las pupilas se trocaba ahora en avidez, se empinaban para verlo mejor, les fascinaba el espectáculo. Pero de nada valieron las razones. "Para don Mario, ni hablar". Carmen insistía: "¿Cómo no voy a pagarle las esquelas?" "No porfíe, señora, don Mario defendió a los pobres sin hacerse rico, y esto, desengáñese, tiene un valor". Ella cedió, aunque sabía que a Pío Tello no le iban bien las cosas, en el húmedo sótano, con el viejo chivalete de "El Correo", componiendo a mano esquelas y pasquines. "No le hubo más bueno que nuestro señor y ¡mírele ahí…!" Carmen la había cortado en seco: "No quiero escenas, Doro, ¡guárdese las lágrimas para mejor ocasión!" Resultaba inmoral que le llorasen las criadas y los cajistas y no le llorasen sus hijos: "¡No quiero escenas, Doro! ¿Es que no me oye?" Y la Doro se retiró a la cocina sonándose ruidosamente y secándose los ojos. El rumor crecía como el del mar cuando se embravece. Las conversaciones se entrecruzaban y el humo de los cigarros les sumergía en un ambiente viciado. "Hace calor". "¿Les parece que abramos un poco?" "La atmósfera está muy cargada". "No le había mejor". "Abra". "Así, que no se forme corriente". "Es muy mala la corriente". "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". "Yo le tengo miedo a la corriente". "Pues a mi padre, ya ve, una corriente, no hubo más, que no es porque yo lo diga pero en la vida había estado enfermo". "Lo dicho". "Salud para encomendar su alma, doña Carmen". Carmen se inclinaba, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho, fruncía los labios y dejaba volar el beso, de manera que la otra sintiera su breve estallido pero no su efusión. Yo pienso que la hice daño, pero no lo siento, ¿tú crees, Valen, con la mano en el corazón, que una hija puede dejar marchar así a su padre, sin despedirse siquiera? Porque ella no hacía mas que chillar, como una histérica, lo mismo, "¡por favor, que me horroriza, dejadme!", pero la Doro y yo, con todas nuestras fuerzas, que la hicimos abrir los ojos y todo, estaría bueno, que algún día me lo agradecerá".

Carmen no sabía si rezaba o qué. Permanecía inmóvil, levemente encorvado, al pie de la caja y miraba a su padre con un implorante gesto de conmiseración. Fue Aróstegui quien dijo: "Era un hombre bueno" y, entonces, don Nicolás se volvió súbitamente hacia él: "Bueno ¿para quién?" Y Moyano, entre sus sucias barbas, murmuró: "No es un muerto; es un ahogado". Don Nicolás reparó en ella: "Disculpe, Carmen, ¿estaba usted ahí?" Pero ella no dijo nada porque aquellos hombres hablaban en clave y no les comprendía, ni Mario, en vida, se tomó la molestia de explicarle su lenguaje. "¿Le importa volver un poco la ventana?" "Así, gracias". "Ya se conoce el relente". "Ayer hacía frío". "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan". "La atmósfera está muy cargada". Cuando me lo dijeron no podía creerlo, si le vi ayer". "Pero si yo misma…" A Pío Tello le dijo: "Tome nota. ¿Ya? Rogad a Dios en caridad…" Por un momento Carmen tuvo la debilidad de sentirse protagonista y pensó: "por doña Carmen Sotillo", pero se rehizo a tiempo: "¿Sigo?" Pío dijo: "¿Es que no tenía don Mario tratamiento?" "No, ya ve. Sólo los directores". La voz del auricular sonaba irritada: "Otros con menos merecimientos los tienen". "Ya ve, las cosas, ¿qué quiere que yo le haga?" Pío Tello anotaba lentamente. Al terminar, Carmen insistió: "Una orla bien negra, Pío, por favor". "Descuide". Tan sólo el sentimiento fanático del luto y el libro sobre la mesilla de noche, la ligaban ahora a Mario. ¡Ah! y su cadáver. "No está descolorido. Si usted no lo dice, no me creo que esté muerto, se lo juro por mi madre". "¿Le importa volver un poco más la ventana?" "Hace verdadero frío". "Así, gracias".

– ¿Está ahí el libro, Valen?

– ¡Chist! Aquí está. No te preocupes, bobina. Ahora relájate, anda, te lo pido por lo que más quieras. Nadie te lo va a quitar.

Valentina se incorpora, le pone una mano en la nuca y le ayuda a tenderse de nuevo; luego, le cubre con la colcha blanca suavemente. Permanece de pie, Valentina, y observa en derredor, los lacios grabados de flores, el crucifijo sobre la cama y, a sus pies, la raída alfombra llena de huellas del tiempo, cubriendo un rectángulo de entarimado. Avanza despacio, silenciosamente por ella y se analiza, a la media luz de la habitación, en la luna del armario, primero de frente, luego de perfil, palpándose por tres veces el vientre levísimamente combado. Sus labios dibujan un gesto de desagrado. Al volverse, sus ojos tropiezan de nuevo con el libro, el tubo de Nasopit, el frasco de Sedanil, el pequeño manojo de llaves, el monedero y el viejo despertador. Suspira imperceptiblemente. Carmen ha vuelto a cubrirse los ojos con el antebrazo blanquísimo. Se sienta de nuevo:

– ¿Estás ahí, Valen?

– Sí, mona, descuida, no me moveré de tu lado, te lo prometo, pero ahora relájate. Haz un esfuerzo, anda.

La Doro, con los párpados y la nariz enrojecidos denegaba obstinadamente: "¿Ni plástico ni nada le va a poner usted a nuestro señor?" "¡Huy madre, así parece cualquier cosa! En mi pueblo ni el más pobre, como lo oye. Y, ya ve, a don Porfirio, el Amo, le disfrazaron de franciscano". Carmen se enfureció con ella. Tenía por principio no aceptar lecciones de las criadas. Todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea. "Me da gusto, Menchu, verte tan entera". Lo de Mario era excesivo. ¿Cómo casar la orla negra de seis cíceros de Pío Tello con su suéter azul? Los amigos se escondían en su hombro y le palmeaban la espalda sin miramientos, como si quisieran sacarle el polvo a su suéter azul. "Cierre del todo. Es mejor que cierre del todo". "Hace frío". "Es muy mala la corriente". "Así, gracias". "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". "Lo dicho". "Una orla bien negra, Pío, por favor". Y no es que la agradasen las esquelas pero de perdidos, al río. Y se me quedó plantado, delante, como haciéndome cara, te lo juro, que me asustó, "¿quién ha vuelto los libros?", "pues yo", le dije, y él dijo: "los libros eran él", ya ves qué salida, que así, tan llamativos, con esas pastas, no son luto ni cosa parecida, porque tú ya sabes, Valen, cómo hacen ahora los libros, que parecen cualquier cosa, cajas de bombones o algo así, que dan más ganas de comerlos que de leerlos, ésta es la verdad, que vivimos la época de los envases, hija, no me digas, que en todas las cosas vale más lo de fuera que lo de dentro, que es una engañifa y una vergüenza, figúrate en un caso así, tú dirás, con un muerto en casa y todo rodeado de colorines, al demonio se le ocurre, que yo, ya me conoces, tuve la santa paciencia de volver libro por libro, menos mal que los paños negros tapaban la mayoría, que si no, la mañana entera, como lo oyes, menuda trabajina, si no se ve no se cree. Y hay que ver las manos que me puse, la porquería que almacenan, para eso es para lo que sirven los libros, como yo digo, que lo que siento es no haberme dado cuenta a tiempo, que si me ayudan los chicos de la funeraria, figúrate, en un santiamén, claro que qué vas a pedir a esa gente, ni enterarse, a ver, natural, de detalles, cero, ellos atienden su oficio y adiós muy buenas, si te he visto no me acuerdo. "En la vida he visto un muerto así se lo aseguro. ¡Pero si ni siquiera ha perdido el color!" "¿No quieres pasar a verle, Valen? Te advierto que no impone nada". "De veras que no, bobina. Prefiero guardar un recuerdo de Mario vivo".

Los bultos llegaban y salían. El desagüe era permanente; una renovación higiénica. "No se puede parar del humo". "Podían guardar un poco más de respeto". "Lo dicho". Carmen se inclinaba, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y besuqueaba sin el menor fervor, rutinariamente. "Gracias, mona, te lo agradezco en el alma". Los bultos traían unos ojos desorbitados, enloquecidos, pero cuando algún otro bulto, sentado, suspiraba ruidosamente y murmuraba: "El corazón es muy traicionero, ya se sabe", los bultos recién llegados y sus ojos se serenaban y se uniformaban con los bultos y los ojos que rodeaban el cadáver. Pero a pesar del buen color -Mario es el muerto más saludable que fabricaron manos humanas- Mario no era Mario. Carmen lo había advertido después de asearle. No se parecía. Ella vacilaba. El muerto era un muerto potable, conforme, incluso más grueso, pero no era Mario. Repentinamente, como si alguien, compadecido, la hubiera depositado en su cabeza, le había asaltado la idea: ¡Las gafas! Carmen fue a por ellas y se las puso. Entonces advirtió la rígida palidez de las orejas. Complacida aún por la lucidez de su idea, se alejó cuatro pasos buscando una perspectiva favorable. Pero no. La Doro caminaba tras ella como un perro humillado: "O le abre los ojos o le quita las gafas a nuestro señor. ¿Quiere decirme para qué van a servirle con los ojos cerrados?" Los bultos se empinaban y erguían los pescuezos: "¡Mírame, Mario! ¡Estoy sola! ¡Otra vez sola! ¡Toda la vida sola! ¿Te das cuenta? ¿Qué es lo que he hecho yo, Señor, para merecer este castigo?" Y los grupos bullían y cuchicheaban: "¿Quién es?"; "Menuda"; "Lo mismo es la querindonga"; "Por lo visto es su cuñada"; "No sé, no sé". Encarna estaba arrodillada y, a cada frase, vaciaba de aire sus pulmones. "Cierre del todo, casi es preferible". "¡Madre, qué voces!" Carmen no sabía qué hacer. "Así, gracias". Vacilaba: "¡Qué humareda!" Le quitó las gafas. "Tal vez tengas razón, hija. No se parece". Mario ya no estaba allí. Estaba en el libro y en el suéter negro que reventaban sus pechos agresivos, no me digas, Valen, estos pechos míos son un descaro, no son pechos de viuda, ¿a que no?, y en la orla negra de la esquela de Pío Tello y quizá en la iglesia, ni tiempo de confesarse tuvo, ¡fíjate qué horror! Antonio, el director, se adelantó del grupo y tomó a Encarna por las axilas. Ella se retorcía. Forcejearon. "Ayúdenme. Hay que sacarla de aquí. Esta mujer está muy afectada". Figúrate ¡qué bochorno! ¡Ni que fuera ella la viuda! Que Encarna desde que murió Elviro andaba tras él, eso no hay quien me lo saque de la cabeza. Al fin se la llevaron. Luis marchó con ella y Esther le ayudó a ponerla una inyección. Luego pidieron un taxi por teléfono y se fueron a casa de Charo. Vicente marchó con ellos. Poco a poco, Carmen volvía a sentirse viuda. "Lo dicho". "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan'. "Abra siquiera una rendijita; aquí no se puede ni respirar". Los bultos entraban y salían. Carmen estrechaba manos fofas y manos nerviosas. Se inclinaba primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y besaba al aire, al vacío, al buen tuntún. "Gracias, querida, no sabes cuantísimo te lo agradezco".

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