– ¿No han llamado?
Valentina posa una mano sobre las manos de Carmen, que están frías y cruzadas sobre el regazo, agitadas de movimientos nerviosos:
– No te preocupes, bobina. Yo te avisaré. Ahora descansa. Relájate. Procura relajarte. Vicente aún no ha vuelto.
Luis permaneció cerca de un cuarto de hora encerrado con él. Yo como si le estuviera confesando, y para mí que le estuvo haciendo el boca a boca, tú me dirás, tanto tiempo, que inclusive llegué a tener ciertas esperanzas, que me decía, "lo mismo no está muerto", bobadas, figúrate. "No me parece un muerto. Talmente está como dormido. Ni siquiera le ha bajado el color". Pero, al cabo, salió Luis y dijo: "Un infarto. Debe haber ocurrido sobre las cinco de la madrugada. Es raro en un temperamento asténico como el de Mario", me parece que dijo asténico, ¿eh?, no me hagas mucho caso, que ya sabes que yo para eso de las palabras soy un desastre, pero, hija, Luis con los ojos rojos, como de haber llorado, que me emocionó, a ver, dime tú si no es de agradecer una cosa así, que los médicos, por regla general, ni sienten ni padecen, como suele decirse, están acostumbrados. "¿Le importa volver un poco la ventana?" "Salud para encomendar su alma, doña Carmen". "Ya se nota el relente". "Así, gracias". "Lo dicho". "Señora, un telegrama". Carmen notó afluir el agua a la ternilla de la nariz. Rasgó nerviosamente con el dedo uno de los dobleces y, al leer el texto, sollozó. Valentina la besó en la mejilla, directa, efusivamente, de forma que ella sintiera el estallido del beso y también su calor: "Sé valiente. No te vayas a derrumbar ahora". Carmen la tendió el papel azul: "Es de papá. ¡Pobre, qué rato estará pasando! No lo quiero ni pensar". Los bultos, con los ojos ya más sosegados, iban marchando, pero aún quedaban algunos aferrados al ataúd como las moscas al papel matamoscas. "Lo dicho". "¿A qué hora es mañana la conducción?". "Salud para encomendarle". "¿Le importa abrir un poco la ventana?; aquí no se puede parar". Humo y murmullos. "¡Otra vez sola! ¡Toda la vida sola! ¿Qué es lo que he hecho yo para merecer este castigo?" "Eso son convencionalismos, mamá; conmigo no cuentes". "Tome nota: Rogad a Dios en caridad…'" ¿Por Carmen Sotillo? Todavía me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea. "Lo dicho". Carmen se inclinaba, primero al lado izquierdo; luego, al lado derecho. Le dolían los labios y las mejillas de tanto besar. También le dolían los cantos de la mano derecha. Casi no podía reprimir un estremecimiento cada vez que se la estrechaban. Aunque siempre le repugnaron las manos fofas, ahora las agradecía, se entregaba a ellas con envilecedora fruición, como en adulterio. "¿Le importa volver un poco la ventana?" Para mí que le estuvo haciendo el boca a boca, tú me dirás. "Así, gracias. Me he agarrado un catarro que para qué". "Se mueren los buenos y quedamos los malos". "Bueno, ¿para quién?" "No es un muerto; es un ahogado". Con los ojos rojos, como de haber llorado, que me emocionó, a ver, dime tú si no es de agradecer una cosa así. "A don Porfirio, el Amo, le disfrazaron de franciscano, ya ve", instintivamente notan que se ahogan y se vuelven… "Lo dicho". "Menchu, mona, qué gusto me da verte tan entera". "Te prometo que no impone nada", ni luto por su padre, ¿quieres más? "Salud para encomendar su alma…" Los libros en definitiva no sirven más que para almacenar polvo… "Está muy cargada la atmósfera aquí". "¿Le importa…?" que los médicos, por regla general ni sienten ni padecen, como suele decirse… "Lo dicho…" "que yo me figuro como los peces cuando los sacan del agua…" "Salud para encomendar su alma…"
Carmen se incorpora de golpe, tan violentamente que Valentina se asusta:
– Ahora sí que han llamado, no digas que no, Valen, lo he oído perfectamente.
– Bueno, mujer, ten calma. Será Vicente. Enseguida te vamos a dejar sola. No te alteres.
Carmen baja las piernas de la cama y al hacerlo se la recogen las faldas, y muestra unas rodillas demasiado redondas y acolchadas. Tantea con los pies sin agacharse y se calza los zapatos. Luego se atusa la cabeza, introduciendo los dedos de ambas manos abiertos entre los cabellos, ahuecándolos. Al concluir, se estira el suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho. Menea la cabeza enérgicamente, denegando:
– No tengo pechos de viuda, ¿verdad que no, Valen? -dice desalentada-. No me engañes.
Del recibidor llega un murmullo amortiguado de voces varoniles. Valentina se pone de pie:
– Mujer, no seas pesada -se vuelve hacia la mesilla de noche, hacia el libro y el tubo de Nasopit y el frasco de Sedanil y añade-: ¿Puedes decirme qué significa esta farmacia?
Carmen sonríe evasivamente:
– Mario. Ya le conocías -dice-. Muy bueno pero lleno de complejos. Si no se tomaba una píldora y se embadurnaba las narices, como yo digo, una y otra vez, no se dormía. Manías. Con decirte, que no te lo querrás creer, que una noche se levantó a las tres de la madrugada a buscar una farmacia de guardia, está dicho todo.
Valentina alza de golpe la cabeza con lo que la ráfaga albina de su cabello destella un momento como una estrella fugaz. Sonríe a su vez:
– Pobre -dice-. Mario era un hombre de lo más original.
Carmen se ha incorporado y se observa en el espejo. Se tira por dos veces, con rabia, del suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho:
– Estoy hecha una facha -murmura-. Con sujetador negro y con sujetador blanco estos pechos míos no son luto ni cosa que se le parezca. Valentina no la escucha. Ha tomado el libro de la mesilla de noche y lo está hojeando:
– La Biblia -dice-. No me digas que también Mario leía la Biblia -reinicia su sonrisa y lee en voz alta-: "Marchad con paso firme por el recto camino: a fin de que alguno por andar claudicando en la fe no se descamine de ella, sino antes bien se corrija".
Carmen la observa con la cabeza gacha, como si asistiese a una inspección humillante. De vez en cuando, en un movimiento mecánico, se estira con los dedos el jersey negro por debajo de los pechos. Cuando habla, lo hace como excusándose:
– Él decía que la Biblia le fecundaba y le serenaba.
Valentina lanza una risita:
– ¿Eso decía? ¡Qué divertido! Fecundarle, nunca oí una cosa tan graciosa, Menchu, te lo prometo. ¿Y los subrayados?
Carmen carraspea; se siente cada vez más empequeñecida. Agrega:
– Manías. Mario leía sobre leído, sólo lo señalado, ¿comprendes? Yo ahora -se la ablandan los ojos pero, paradójicamente, su voz se va afirmando-, cogeré el libro y será como volver a estar con él. Son sus últimas horas, ¿te das cuenta?
Valentina cierra el libro de golpe y se lo entrega a Carmen. El murmullo de voces crece en el vestíbulo. De improviso, cesa y, tras unos segundos de silencio, se oyen unos discretos golpecitos en la puerta de la habitación.
– Ya va -dice Carmen. E, instintivamente, se estira el suéter bajo los sobacos.
Se oye la voz de Mario:
– Es Vicente.
– Voy -dice Valentina-. Ya voy. Se aproxima a Carmen y la toma por la cintura: -¿De veras, bobina, que no quieres que me quede contigo?
– De veras, Valen, prefiero estar sola, si no te lo diría igual, ya me conoces.
Valentina se inclina, y ambas cruzan las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho y besan con indolencia al aire, a la nada, de forma que una y otra sientan los estallidos de los besos pero no su calor.
En el pequeño vestíbulo, Vicente espera con el gabán puesto. Mario está a su lado, enfundado en su suéter azul. Carmen ayuda a Valentina a ponerse el abrigo y, luego, entre las dos, buscan la cartera a juego. Vuelven a cruzar las cabezas y a besar al aire, al vacío. "Adiós, mona, mañana a primera hora estaré aquí. ¿De veras que no quieres que me quede contigo?" "De veras, Valen, gracias por todo -se vuelve a Vicente-: ¿Y Encarna?"
Vicente carraspea. Los duelos no son su elemento. Se encuentra desplazado:
– Se durmió -dice-. Al fin terminó por dormirse. Luis dice que no despertará hasta mañana. Estaba imposible. Nunca he visto una cosa igual.
Mario mira a uno y a otra como si hablaran un idioma extraño y la traducción le resultase demasiado penosa. Al darle la mano, Valentina dice:
– Tienes cara de cansancio, Mario. Debes acostarte.
Mario no responde. Lo hace Carmen por él:
– Ahora se acostará -dice-. Ya están todos acostados.
– ¿Y papá?
– Yo voy a quedarme con él.
Al fin marchan Valentina y Vicente y durante un buen rato se oyen los cautos tacones de Valentina descendiendo las escaleras y el adormecedor murmullo de la voz de Vicente. Carmen se encara con su hijo y le muestra el libro:
– Mario -dice-, acuéstate, te lo suplico. Quiero quedarme a solas con tu padre. Es la última vez.
Mario vacila:
– Como quieras -dice-, pero si necesitas algo, avísame; yo no podré dormirme.
Espontáneamente se inclina y besa francamente la mejilla derecha de Carmen. Ella siente una tibia, súbita humedad en los vértices de los ojos. Levanta los brazos y durante unos segundos le oprime contra sí. Al cabo dice:
– Hasta mañana, Mario.
Mario se va pasillo adelante. Tiene unos andares extraños, entre cansinos y atléticos, como si le costase dominar su propia fuerza. Carmen se vuelve y entra en el despacho. Vacía los ceniceros en la papelera y la saca al pasillo. Con todo, huele a colillas allí, pero no la importa. Cierra la puerta y se sienta en la descalzadora. Ha apagado todas las luces menos la lámpara de pie que inunda de luz el libro que ella acaba de abrir sobre su regazo y cuyo radio alcanza hasta los pies del cadáver.