Salí de la ciudad con instrucciones dentro de un sobre. No era mucho lo que tenía que viajar, tal vez 17 o 20 kilómetros hacia el sur, por la carretera de la costa. Debía comenzar las pesquisas en los alrededores de un pueblo turístico que poco a poco había ido albergando en sus barrios suburbanos a trabajadores llegados de otras partes. Algunos tenían, en efecto, trabajos en la gran ciudad; otros no. Los lugares que debía visitar eran los de siempre: un par de hoteles, el camping, la comisaría de policía, la gasolinera, el restaurante. Más tarde probablemente visitaría otros sitios. El sol batía con fuerza las ventanas de mi coche, algo poco común si se tiene en cuenta que era octubre. Pero el aire era frío y la autopista estaba casi vacía. Dejé atrás el primer cordón de fábricas. Después un cuartel de artillería por cuyos portones abiertos pude ver a un grupo de reclutas fumando en actitud poco marcial. A los diez kilómetros de marcha me interné en una especie de bosque roto a tramos por chalets y edificios de apartamentos. Estacioné el coche detrás del camping. Anduve un rato, mientras terminaba el cigarrillo, sin saber qué haría. A unos doscientos metros, justo frente a mí, apareció el tren. Era un tren de color azul y cuatro vagones a lo sumo. Iba casi vacío. Desanduve el camino. Toqué varias veces el claxon pero nadie salió a abrirme la barrera. Dejé el coche en el bordillo del camino de entrada y pasé por debajo de la barrera. El camino de entrada era de gravilla, sombreado por altos pinos; a los lados había tiendas y roulottes camufladas por la vegetación. Recuerdo haber pensado en su similitud con la selva aunque yo nunca había estado en la selva. Al final del camino, en un recodo, se movió algo, después apareció un cubo de basura sobre una carretilla y un viejo empujándola. Le hice una seña con la mano. Al principio aparentó no verme, después se acercó sin soltar la carretilla y con gesto de resignación. Soy policía, dije. Me juró que jamás en su vida había visto a la persona que buscaba. ¿Está seguro?, le pregunté mientras le alargaba un cigarrillo. Dijo que estaba completamente seguro. Más o menos ésa fue la respuesta que me dieron todos. El anochecer me encontró dentro del coche aparcado en el Paseo Marítimo. Saqué del sobre las instrucciones. No funcionaba la luz, así que tuve que utilizar el encendedor para poder leerlas. Un par de hojas escritas a máquina con algunas correcciones hechas a mano. En ninguna parte se decía lo que yo debía hacer allí. Junto a las hojas encontré algunas fotos en blanco y negro. Las estudié con cuidado: era el mismo tramo del Paseo Marítimo en donde yo me encontraba, tal vez con un poco más de luz. «Nuestras historias son muy tristes, sargento, no intente comprenderlas»… «Nunca hemos hecho mal a nadie»… «No intente comprenderlas»… «El mar»… Arrugué las hojas y las arrojé por la ventanilla. Por el espejo retrovisor creí ver cómo el viento las arrastraba hasta desaparecer. Encendí la radio, un programa musical de la ciudad; la apagué. Me puse a fumar. Cerré la ventanilla sin dejar de observar, delante de mí, la calle solitaria y los chalets cerrados. Me pasó por la cabeza la idea de vivir en uno de ellos durante la temporada de invierno. Seguramente serían más baratos, me dije sin poder evitar los temblores.