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– ¿Dónde los posicionarías políticamente?

– Por lo que hablan, estarían en el lado izquierdo del partido demócrata. Y salvando las distancias, me recuerdan mucho a los masones de obediencia francesa.

– Interesante. Ellos también son humanistas, aunque laicos, y creen que el hombre nace bueno.

– Sí, pero también tienen su parte hermética, y algunas coincidencias notables con los cátaros.

– ¿Cuáles?

– El origen francés. Dubois es descendiente directo de franceses, y los focos históricos más importantes del catarismo se dieron en el sur de Francia. -Se notaba que, como de costumbre, el pretoriano había investigado mucho más de lo que Davis le había pedido-. También coinciden en la aceptación de los plenos derechos de la mujer. Entre los cátaros, la mujer puede alcanzar el máximo nivel de sacerdocio, y entre los masones de obediencia francesa la mujer también puede llegar a ejercer de Gran Maestra.

»Ambos predican la tolerancia, la libertad, la fraternidad, y finalmente los cátaros sólo aceptan el Evangelio de san Juan, y las reuniones masónicas siempre están presididas por la Biblia abierta en el Evangelio de san Juan.

– Interesante. ¿Crees que están relacionados?

– Quizá.

– ¿Podrían los cátaros estar infiltrando sus secuaces en la Corporación tal como insinúa Beck?

– Es muy probable; Kepler mostró un gran interés cuando nuestro hombre comentó que trabajaba para nosotros, interrogándole sobre la naturaleza de su trabajo.

– ¿Ha identificado tu hombre a algún empleado nuestro? -El viejo, evidenciando su interés, se incorporó en su sillón.

– No por ahora, pero recuerde que la gran masa de sus creyentes permanece en el anonimato.

– ¿Crees que podrían estar implicados en el asesinato de Steve?

– Proclaman la no violencia; un asesinato parece contrario a su discurso. Pero no sabemos qué objetivos persigue la parte hermética de su estructura y si está relacionada o no con otras sociedades herméticas progresistas.

»Y si es cierto que sus amigos del gobierno lo consideran a usted incómodo, quizá no quieran usar los servicios secretos para "retirarle", sino a una organización religiosa que ellos controlen, quizá a los cátaros.

Davis miró los reflejos de su vaso, y a Gutierres a través de él.

– No; no lo creo. Si fuera así, Beck no nos hubiera puesto sobre su pista.

– Beck sugiere que hay varias sectas más, presentes y activas en la Corporación. Y por lo que voy investigando sobre él, parece que tiene en su agenda un programa distinto al del senador McAllen.

– Puede ser. No lo pierdas de vista. A pesar de lo que le dije a McAllen, me resisto a creer que desde el gobierno se apoyen acciones en mi contra. Soy amigo. Incómodo pero amigo. Y en cuanto a esos cátaros, no parecen el tipo de gente que pondría bombas. -Al rato murmuró pensativo-: ¿O sí? -Luego, arrastrando las palabras continuó con tono de repente brusco e imperativo-. Mantén a tu hombre vigilante; identifica a toda costa a nuestros empleados cátaros. ¡Quiero saber quiénes son!

Sus miradas se clavaron, intensas, en las pupilas del otro por un largo instante. Luego Gutierres apuró su vaso de un trago.

77

Como si de un espectador externo al drama se tratara, Jaime notó el golpe del retroceso del revólver en su brazo, mientras un gran estampido resonaba en el salón y la maldita sonrisa de Kevin desaparecía.

Pero justo una fracción de segundo antes sintió otro golpe en su mano; Ricardo había desviado el tiro, que impactó en el techo.

Sacudiéndose de encima a Ricardo, que intentaba quitarle el arma, encañonó de nuevo a Kevin. Éste permanecía inmóvil, su pene estaba ahora caído, y verlo así le proporcionó un gran placer.

Ricardo agarró con su mano izquierda la derecha de Jaime, desviando la dirección de la pistola y, guardando con rapidez su propia arma en la chaqueta, le propinó un fuerte puñetazo seco en la boca del estómago.

Jaime se dobló sobre sí mismo, oyendo el ruido de fuelle que emitía el aire saliendo de sus pulmones, y bendijo el dolor físico, que mitigaba la lacerante pena que le comía el alma. Al arrebatarle Ricardo el arma, él no opuso resistencia.

Lo que sintió entonces era imposible de describir; el hundimiento de un mundo, una catástrofe irreparable, un dolor como jamás antes vivió y que le conduciría a la locura. Y a matar a aquel hombre. Pero el odio por su rival se trocaba rápidamente en una pena que le rompía las entrañas.

– Vamos -Ricardo le empujó hacia la entrada secreta, que continuaba entreabierta. Obedeciéndole lanzó un último vistazo a la escena al salir. Nadie se había movido. Karen continuaba acurrucada en el sofá de espaldas, y Kevin de pie, con su insultante pene ya caído, empequeñecido y humillado.

Ricardo lo guió a través del pasadizo hacia el coche; él se dejaba llevar, tropezando, moviéndose como un autómata. Luego su amigo tomó las llaves del vehículo y condujo en silencio por Mulholland Drive hasta la San Diego Freeway.

– ¡Chin, mano! Lo siento, Jaime. -Al fin, luego de un largo silencio, Ricardo habló-. Pero ya sabes, eso pasa a menudo. Las mujeres son así. Y nosotros, peores.

Jaime no contestó. Tenía la vista perdida en las luces de los coches. Todas sus esperanzas, todas sus ilusiones, todo había girado alrededor de esa mujer y nunca podría superar el golpe. Él jamás había amado como amó a Karen. Como la amaba aún. ¡Dios! ¡Ella también debía de amarle a él! Porque su amor había durado siglos; ella era Corba. Su amada y amante en el siglo XIII y él era Pedro, el rey, el amor antiguo de Corba. Ella lo buscó y lo encontró al fin. ¿Cómo podía Karen destruirlo todo; el pasado, el presente y el futuro de un amor intemporal? Era ridículo, impensable.

A no ser que lo de sus vidas anteriores fuera mentira. Una gran patraña, una manipulación, un engaño. Cerró los ojos y se le escapó un suspiro.

– Vamos, hombre. -Ricardo interrumpió sus pensamientos-. Tranquilo; todo parecerá distinto mañana. Hoy es tragedia, mañana será comedia. Vamos a tomar unos tragos y hablamos.

– Es fácil para ti decir eso -dijo Jaime arrastrando las palabras-. Tú hubieras matado a aquel comemierdas.

Ricardo soltó una carcajada.

– No, estás equivocado. Ricardo Ramos jamás mataría a un hombre por una mujer. O mato al hombre porque se lo merece él, o a la mujer porque es ella quien se lo merece. Si ella es la que te traiciona, el otro no tiene la culpa.

»Tampoco merece la pena matarla a ella, ya se morirá por sí sola después de una vida aburrida y miserable lejos de mí. Si tiene tan mal gusto, no es una mujer que me merezca. Pegar tiros y matar gente son cosas muy serias. No soy de los que se echan la soga al cuello por un asunto amoroso.

Jaime sintió de nuevo que Ricardo era Hug de Mataplana, el guerrero, el trovador, el cínico. Su amigo desde hacía cientos de años. Y que su discurso tenía sentido, que le ayudaba a mitigar el dolor, que le salvaba de la desesperación más profunda.

Ricardo continuó con su parloteo, lanzándole preguntas para obligarle a contestar y romper el hilo de su pensamiento. Jaime no respondía la mayor parte de las veces y a su mente acudía una y otra vez la mirada de Karen y la arrogancia de Kevin. Para su sorpresa se dio cuenta de que le dolía mucho más perder a aquella mujer que la ofensa que le había causado. Pensar que nunca más la tendría en sus brazos le producía una angustia extrema.

Al cabo de un rato Jaime sintió que recuperaba algo de su lucidez y se dirigió a su amigo.

– Gracias, Ricardo -dijo casi en un susurro-. Perdí la razón. Ese individuo estaba jodiendo a mi chica y encima me provoco. Quise matarle; gracias por evitarlo, pero me alegro de haberle dado un buen susto y que se arrugara.

Era cerca de la medianoche cuando llegaron al club, y Ricardo insistía en invitarle a unos tragos y hablar; luego le llevaría a casa. Pero después de una larga discusión en la que Jaime le convenció de que no haría ninguna estupidez, Ricardo le dejó ir.

– De acuerdo, si así lo quieres -dijo enseñándole el revólver que le había quitado en Montsegur-. Pero esto no te lo devuelvo hasta que tú y yo hayamos hablado un buen rato. -Ricardo le despidió dándole un abrazo-. Te espero aquí antes de que termine la noche.

70
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