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– Gracias. Hasta la vista -le dijo él al despedirse, y salió acelerando todo lo que le permitía el corto trayecto desde el aparcamiento hasta la garita del guarda.

Tomó la Ventura Freeway este. Iba a demasiada velocidad. Lo sabía. ¿Había sido real lo vivido? ¿O era algún tipo de hipnosis, por la cual los cátaros habían introducido en su mente una vivencia enlatada? ¿Realidad virtual a base de sugestión? ¿Cómo podía ser un sueño tan real? ¿Cuántos antes que él habrían pasado por la misma experiencia creyéndose el rey Pedro II de Aragón? ¿Dominaban Dubois y sus amigos una técnica de sugestión tan sofisticada? Y si era así, ¡qué poderosa arma para ganar el control de voluntades ajenas!

Además, sentía que dependía de Karen, y no sólo por un ardiente deseo sexual. Mucho peor. Quizá estaba enamorado. Y muy enamorado. Se sabía indefenso. Muy indefenso. Y ella. ¿Le querría realmente o sólo lo usaba en su beneficio personal y en el de la secta? Ahora ella podría utilizar la relación de ambos como arma contra él dentro de la Corporación. Tendría todas las pruebas que quisiera de que se habían acostado juntos. Como hizo Linda con el infeliz de Douglas. Linda. Estaba seguro de que Linda también era cátara. Karen no había querido confesárselo. ¿Por qué Linda había acabado profesionalmente con Douglas denunciándolo por acoso sexual en lugar de limitarse a cortar la relación? Estaba seguro de que los cátaros tenían que ver con ello. ¿Pretendían controlar la Corporación? Karen le había preguntado si ahora, sin Douglas haciéndole competencia, sería él el sucesor de su jefe. Él contestó que muy probablemente sí. Entonces, de desaparecer White de la escena, como lo hizo el pobre Steve Kurth en su vuelo desde la planta 31 al suelo, él, Jaime Berenguer, sería presidente de Auditoría.

Sometiéndole a él, cuya misión era auditar lo que ocurría dentro de la Corporación, los cátaros infiltrados en ésta podrían hacer muchas cosas con impunidad. Sería un paso importante para tomar el control, y dicho control representaba mucho poder. Podrían influir a millones de mentes en Estados Unidos y en el resto del mundo. Quizá miles de millones. Expandirían poco a poco sus ideas con los poderosísimos medios que aquella colosal máquina de propaganda, la Corporación, poseía. Y luego, con el campo abonado, sería fácil hacer florecer su credo. Era una razón suficiente para matar.

¿Podía él consentir tal cosa? La tradición familiar de búsqueda de libertad, su propia estima. ¡Dios! Qué indigno e inseguro se sentía ahora. ¿Cambiaría su dignidad por el amor de Karen? Temía la respuesta.

Unas luces detrás de él le alertaron. Sí, era a él. Redujo la velocidad y se detuvo en el arcén de la autovía. Un coche de la policía paró detrás del suyo. ¡Mierda! ¡Sabía que iba demasiado aprisa! Los documentos. La prueba de alcoholemia. Suerte que había bebido poco y había transcurrido ya algún tiempo. Dio cercano al límite pero sin sobrepasarlo.

Jaime pasó la tarde cantando a las aguas azules del océano Pacífico, que podía ver más allá de las palmeras del jardín. Entre sorbo y sorbo de brandy, acariciando las curvas femeninas de su amiga guitarra, rumiando y analizando lo ocurrido, le vino el sueño.

Despertó cuando el sol se ocultaba en el océano. Fue una buena siesta, se sentía fresco y despierto. Había soñado, pero no recordaba qué, y se dijo que no le importaba. Su ánimo había cambiado, tenía aún muchas preguntas pendientes, pero ya no le agobiaban. ¿Qué haría por la noche? Sabía que Karen le esperaba, que podría ayudarle en sus inquietudes, y deseaba estar con ella.

Pero ahora sentía que era tiempo de sacar sus raíces del suelo y vestir sus alas. Karen se estaba apoderando de él, lo dominaba, lo controlaba, lo absorbía; acudir a ella era como plantar para siempre sus raíces en una maceta. Y aquella noche quería volar, quería sentir su libertad.

Tomó una ducha, se vistió y se lanzó a la noche. Sentía su antiguo espíritu de la aventura, y la noche le atraía, brillante con sus luces y fascinante por lo que éstas podían esconder. Sin embargo, su corazón guardaba un pequeño pesar. Y él sabía que ese dolorcillo tenía un nombre. Se llamaba Karen. Quería vencer esa pequeña pena. Quería romper la dependencia. Quería recuperar la libertad que había perdido casi sin darse cuenta. Quería a otra mujer para probar que Karen podía ser sustituida.

Recordó un restaurante japonés con gran personalidad y una excelente barra de sushi. La cena estaba resuelta. Luego iría a Ricardo's y quizá la noche se mostrara propicia.

35

Karen sintió aquella ansiedad antigua, que le apretaba los intestinos como una mano de hierro. Allí estaba de nuevo, en su mente, en el centro de la plazoleta del pueblo asediado y encaramado en la cumbre de un monte de los Pirineos. Allí estaba la aparición, de pie, fantasmal, inmóvil en medio de su camino.

Como tantas veces antes, su angustia iba a crecer cuando la presencia viniera hacia ella y su corazón se aceleraría para sentir como un golpe en él. Aquél era el momento en que despertaba de su sueño, de su recuerdo, y todo se desvanecía.

Pero hoy era distinto; estaba dispuesta a continuar hasta el final. La aparición empezó a acercarse saliendo de la tenue luz que provenía del caserón y penetrando en la zona de oscuridad que los separaba. Su corazón, acelerado, le golpeaba el pecho, y tragando saliva aguantó. Con las estrellas por única luz, notaba, más que veía, la cercanía de la silueta a pocos metros.

El contorno blanco se difuminaba en la oscuridad hasta casi desaparecer. ¡Y avanzaba, ahora oculto, hacia ella! Deseó dar un paso atrás, huir. Sentía que aquello ocultaba algo terrible. Era el preludio de la muerte. El ángel que la anunciaba. Un terror incontrolable la estaba abrumando, pero debía aguantar. Debía llegar al fin. Y el fin era la muerte de aquella vida. Si no resistía, se rompería la vivencia otra vez y la pesadilla se repetiría mil veces más. Su cuerpo temblaba mientras aquello, con lentitud, en un tiempo inacabable, se deslizaba hacia ella.

Sentía que ya llegaba, y su cuerpo, en tensión límite, se preparó para recibir el último golpe, o para que su corazón, simplemente, reventara de miedo. Pero aguantó. El contorno se perfilaba, la silueta cobraba sentido. ¡Ya estaba allí! Entonces lo reconoció.

– Dios esté contigo hermana -saludó el fantasma.

– Dios esté contigo, Buen Hombre -dijo ella, sintiendo de repente un alivio infinito y cómo sus músculos se relajaban. Necesito tiempo para que su corazón se recuperara. ¿Por qué aquel pánico frente a su mejor amigo?

Era Bertrand Martí, obispo de Montsegur, un hombre alto y delgado, que mantenía la cabeza descubierta a pesar del frío. Su abundante cabello cano se agitaba con las ráfagas de aire. ¿Por qué aquel terror frente al único que podía ayudarla? ¿Era que, por primera vez, ella pretendía hoy mentirle, ocultarle algo? ¿Era su culpabilidad?

Karen se acercó e, inclinando la cabeza, le cogió las manos para besarle los guantes; él depositó con ternura un beso en la capucha de ella.

– ¿Qué hacéis levantada a estas horas, dama Corba? -preguntó con su voz profunda.

– No podía dormir, Bertrand -dijo ella sin soltarle las manos-, y me he levantado para ver despuntar el alba.

Bertrand no dijo nada, persistiendo en el apretón de manos. Ella notaba a través de la oscuridad la penetrante mirada del viejo. Bertrand transmitía una paz que calentaba el corazón y hacía olvidar el frío.

– ¿Qué hacéis vos aquí? -El no contestó-. ¿Habéis consolado a los moribundos? No me digáis quién ha muerto esta noche, no quiero saberlo, Bertrand.

– Os esperaba a vos, señora.

– ¿A mí? ¿Por qué? -preguntó ella apartando las manos con un sobresalto.

Bertrand callaba, y ella sentía su mirada y su paz a través de la oscuridad.

– ¿Cuánto más podremos resistir? -continuó ella al rato, sin esperar respuesta.

– Lo sabéis mejor que yo, señora. Nada. Hemos terminado la leña y también los alimentos, nuestra gente está agotada. Y las catapultas de nuestros enemigos lo destruyen todo.

– ¿Alguna esperanza de que nos llegue ayuda?

– Ninguna. Ni del emperador Federico II, ni del rey aragonés, ni del conde de Tolosa. Nadie nos ayudará.

– ¡Oh, mi Dios bueno! Somos los últimos y con nosotros morirá la civilización occitana. Matarán nuestra lengua de oc y nuestra religión cátara. La cultura de la tolerancia, de la poesía y del trovador desaparecerá para siempre. ¿Por qué nos persiguen, asesinan y queman en las hogueras? ¿No les enseñó Cristo como a nosotros a amar y respetar a su prójimo? ¿Por qué el Dios bueno permite esta victoria al diablo y que las obras del Creador maligno, del mal Dios, se impongan en la tierra?

– No desesperéis, mi señora, no todo termina aquí. Sabéis que hace unas semanas Pere Bonet consiguió, junto con otros hermanos, burlar el cerco y puso nuestro tesoro a salvo. Con él se salvaron los escritos de nuestra fe y el tapiz de la herradura que vos y vuestras damas bordasteis. Nuestra verdad, nuestro mensaje no desaparecerán con nosotros para siempre en las hogueras de los inquisidores. Pere triunfará en su misión y las generaciones futuras recibirán nuestro pensamiento. -Bertrand hizo una pausa, como cansado, y luego reemprendió su discurso-. Hoy, en nuestros oscuros tiempos dominados por el diablo, hay dos Iglesias. Una que huye y perdona; la nuestra. Otra que roba, persigue y despelleja; la suya. Pero los que nos persiguen también verán en el futuro la luz del Dios bueno y se unirán a su causa, y el Dios del odio será derrotado para siempre. -Bertrand le volvió a coger las manos- Ahora, mi señora, serenad vuestro ánimo. No temáis por la vida de los que amáis ni temáis vuestra muerte. La muerte es sólo un paso necesario.

– No temo a la muerte, Buen Hombre, pero sí a la rendición. Montsegur debe resistir hasta el fin. Los católicos sólo podrán pisar esta tierra sagrada cuando haya muerto el último defensor.

– No es posible, señora. Los soldados que nos defienden son en su mayoría católicos y sobreviven aún niños inocentes que sólo han empezado a vivir el ciclo de esta vida y deben terminarlo.

– Pero harán renegar a los niños del catarismo y perderán el mensaje del Dios bueno. No, Bertrand, más vale que mueran aquí, con nosotros, a que caigan en sus manos.

– No, señora; no podemos decidir por ellos y terminar contra natura este ciclo de su vida. ¿No veis que, de hacer eso, os pondríais al nivel de nuestros perseguidores? ¿También creéis tener la única verdad y el derecho de decidir la vida de inocentes? Deben vivir, no os preocupéis por sus almas; ellas seguirán el camino hasta llegar al Dios bueno.

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