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XVI

Tres días después de los desafortunados sucesos del refugio Astreo, de los que los medios de comunicación difundieron una noticia tergiversada y parcial, y que no incluía la presencia del Invicto Vencedor de la Falera, Ígur recibió una notificación de la Agonía del Laberinto haciéndole saber que se había iniciado un contencioso contra su persona, con recomendación de abrirse un proceso legal si el departamento correspondiente lo consideraba oportuno, en base al incumplimiento del Protocolo del Laberinto, y sin perjuicio de las acciones que por el mismo motivo pudiera promover el Principado Bruijma. Las heridas físicas de Ígur mejoraban, y ya se había quitado las vendas de la cabeza.

La responsabilidad de lo que le había pasado a Fei le pesaba tan monstruosamente que lo que pudieran hacerle los de la Agonía del Laberinto o los sicarios del Príncipe le parecían estupideces. Lo malo era que la historia de Fei estaba condenada a ser una carga secreta, además de una amenaza difícil de prever. ¿A quién se atrevería a explicar que la Guardia Imperial lo había pillado en un refugio de rebeldes Astreos? ¿A quién, por ejemplo la Conti, se atrevería a explicar que Fei había caído malherida a manos de sus perseguidores porque él había sido lo suficientemente imprudente como para ir a buscarla contra toda advertencia razonable? ¿Y cómo, dónde y hasta cuándo debía esperar a que Milana utilizara en su contra el haberlo encontrado con los Astreos? ¿Y de la revelación de Sadó, cómo podía hacerla responsable, si él había sido igual de temerario? Y por otra parte ¿hasta qué punto Sadó había actuado con ligereza diciéndole dónde podía encontrar a Fei, y hasta qué punto había actuado con la mala intención que Madame Conti debía de temer al prevenirlo? Los días anteriores, cuando Ígur aún guardaba cama por la conmoción, Sadó lo había ido a visitar de improviso. Como pasa a veces, Ígur la había encontrado menos bella, y la consecuente fluctuación del deseo le había hecho encontrarla más alcanzable, le había parecido que podía dominar todo el pesar que le generaba, e incluso (como si el hecho de que ella no estuviera en forma la incapacitase objetivamente -es sabido cómo un amante superpone subjetivo y objetivo- para hacer algo que pudiera herirlo), completamente tranquilo en ese aspecto, porque el recuerdo de Fei lo abrumaba, había llegado a preguntarse cómo había sido capaz de llegar a ese extremo de obsesión en cuestiones más propias de un adolescente confuso. ¡Pero cómo cantar victoria, si ya había recaído otras veces, y en cada nueva ocasión ya no tan sólo, como antes, el impensado retroceso de la serenidad le había hecho ver amantes rivales en cualquier situación explícitamente propicia, sino que ya espoleado quizá únicamente por una frase, por un gesto, o incluso por observaciones sin relación con la vida sentimental, por ejemplo sobre la manera de vestir de la temporada pasada, o sobre una determinada escuela gastronómica, y que Ígur convertía de inmediato en materia de celos, el vértigo de la provocación renacía otro día hablando, quién sabe, de una época que ya daba por salvada, más fuerte que nunca, como una fiera que quisiera recuperar el terreno olvidado! ¡Ay, cuánto le quedaba aún por sufrir en los encuentros que él retrasaba porque tenía demasiadas ganas, complacido en aplazar para recrearse en la espera, en las conversaciones repetidas que tenía presentes con precisión sangrante y que ella, cuando otro día olvidaba o rectificaba, le hacía saber así una vez más hasta qué punto no les concedía ninguna importancia! Obcecación contra inteligencia, ése era el desastre, la parálisis mental que permitía al cuerpo convertirse en un torrente de sensaciones incontroladas que, al final, revertían en él hasta formar un estado agotador incluso cuando, como entonces, predominaban otras preocupaciones tanto más graves. Porque, por desgracia, la parálisis no era completa, y la chispa de la razón aumentaba su magnitud ya no funesta, sino más bien ridícula. Ígur era consciente de que la situación le confería a Sadó un poder desmedido sobre su equilibrio, que ella, que había demostrado una visión tan inteligente de las cosas de la vida en otras ocasiones, por fuerza debía de notar, por más que su actuación frívola y desinteresada lo cuestionase, que lo destrozaba día a día. Hasta le dolía que no fuera así en mayor medida, porque todo lo habría dado por bien empleado de haber servido para que ella permaneciera a su lado. ¡Qué más hubiera deseado que ser objeto de una furia deliberada para herirlo! Habría aceptado como las más encendidas manifestaciones de amor los despechos más salvajes si hubieran procedido de una rabia con urgencia propia en lugar de una ignorancia risueña, de una pasión particular hacia su persona que habría significado que a ella su relación no le era tan indiferente como por omisión exhibía. Pero ¿y si era precisamente esa alegría insultante que lo hería, como hiere el exceso irresponsable del adolescente, lo que alimentaba su pasión? ¿Y si tener a Sadó vencida y dispuesta a la renuncia y a la fidelidad hubiera matado el fervor que lo mantenía vivo?

Ígur salió de casa y tomó el transporte hacia la Agonía de la Cabeza Profética, consciente de la cantidad ingente de tiempo y esfuerzos que dedicaba al resquemor por Sadó, que nunca se parecería tan inútilmente al odio, y ahora a la autorrecriminación por Fei, que tan sólo el olvido o el desprecio a sí mismo podría jamás mitigar, pensaba en la entrada del Palacio de la Agonía. Allí el lujo indicaba la pujanza de la institución en contraste con la Biblioteca. En la recepción, Ígur hizo valer los méritos del Vencedor del Laberinto, y obtuvo la comparecencia del Maestro de Ceremonias; pero cuando el dignatario llegó, Ígur se llevó una sorpresa, porque no era aquel con el que siempre había tratado.

– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor -dijo con altivez-. ¿En qué puedo serviros?

– Quisiera hacerle una consulta a la Cabeza Profética.

– Me temo que eso no sea posible.

De hecho, a Ígur ya le había llamado la atención no ver la habitual aglomeración de público en la entrada,, y había interpretado el cartel que decía que la entrada de consultas a la Cabeza estaba cerrada como una disposición transitoria sin importancia.

– ¿Puedo saber por qué?

El Maestro lo miró como si evaluase desfavorablemente la importancia de la ocasión.

– Tened la bondad de acompañarme.

Lo llevó por los pasillos en dirección a la Cabeza Profética, y por el camino Ígur se sorprendió recapitulando acerca de las expectativas reales de su presencia en aquel lugar. Si él nunca había creído en el fenómeno oracular, ¿a qué se debía esa decepción? ¿En qué manipulación oculta estaba dispuesto a creer en lugar de creer en el destino? Y, aún peor, ¿estaba dispuesto a considerarla? Entraron en el recinto central, completamente solitario y con una iluminación más tenue. La Cabeza de Turudia estaba en silencio, no presa de la ronca melopea inconclusa habitual.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no está en condiciones? -preguntó Ígur.

– No, como podéis ver -dijo el dignatario con una cierta complacencia-; es la evolución natural de las Cabezas Proféticas. Los nervios se secan, los conductos se vacían y se obturan con residuos, en fin, los circuitos se rompen. Pero no os preocupéis, las virtudes augúrales pueden reconstruirse. Yo mismo os puedo servir -y rió por primera vez, mostrando una dentadura tenebrosa.

– ¿Vos mismo?

Ígur se acercó a la Cabeza hasta donde la disposición de la vitrina lo permitía. La testa, que hacía pensar en un viejo desnutrido, tenía los ojos en blanco, un blanco que más bien era de una opacidad marronácea y resquebrajada. Las orejas, la nariz y los párpados habían perdido la ternura nacarada de antes, y eran la pura translucidez del pergamino más inerte. La boca era un agujero sin gesto.

– ¿Qué pasa? ¿Qué os preocupa? -recriminó el Maestro con una suavidad envenenada.

– Yo, realmente, me había hecho a la idea…

– Ya lo veo. Qué le vamos a hacer.

Ígur rodeó la Cabeza. Desconfiaba, a esas alturas, de una nueva estratagema. Allí donde en otros tiempos no se hubiera atrevido a fijar la vista sin un sobrecogimiento, no sintió horror sacro alguno al hacerlo desde cualquier ángulo; lo había reemplazado el vacío que sigue a la náusea.

– Espero que tengáis conciencia de lo inusual del procedimiento -advirtió el Maestro cuando él miraba a la Cabeza por la parte posterior-, del favor que os es otorgado con esta confianza…

Ígur recordó la discusión con el antecesor del dignatario y, a partir de la conveniencia de no indisponerlo, se le ocurrió que el hombre que tenía delante fuera un subalterno que el otro, aún en el cargo, le enviaba para quitárselo de encima.

– Entonces sus virtudes…

– La garantía es la misma. ¿Qué queréis saber?

Ígur contempló la Cabeza. Nunca había visto algo más muerto, una ausencia más estatuaria. Incluso dudaba de su procedencia. ¿Era la cabeza de Frima Kumaiaski, o la del primer paria sin nombre que habían encontrado en el depósito de cadáveres? Pero en realidad, ¿qué importancia tenía? Allí no había razón en conflicto ni pánico del futuro, no había resonancias que interpretar; no había nada de nada.

– Da igual, gracias de todas formas.

– Como queráis -dijo cortante el Maestro.

De camino hacia la salida, en silencio, a Ígur se le ocurrió la posible relación entre el estado actual de la Cabeza Profética y la resolución del Ultimo Laberinto, y se preguntó a qué inalcanzables y recónditos intereses había servido su afán de éxito y reconocimiento.

– Agradezco vuestra atención -dijo al Maestro en el vestíbulo-. ¿Puedo haceros una última pregunta? -El dignatario esbozó un gesto de disponibilidad-. Si ahora la Cabeza se ha, ¿cómo dijisteis?, secado, ¿qué pasará con la institución?

El Maestro sonrió.

– No seáis ingenuo. Caballero. Las instituciones no dependen de objetos, y menos aún de un trozo de carne reciclada. Seca la Cabeza Profética se pensará en otra cosa… quizá se busque otra. -Le miró con atención la frente y el occipital y sonrió-. Vos mismo tendríais buena estampa.

– ¿Creéis que tanto se van a torcer las cosas que no conservaré mucho tiempo la cabeza sobre los hombros?

– Al contrario, Caballero -respondió el Maestro melifluamente-, estoy seguro de que vuestra cabeza permanecerá muchos años en el lugar donde está ahora, quizá incluso más de los que vos mismo quisierais -se rió de la expresión de Ígur-. ¡Ya os he dicho que las virtudes oraculares no se acaban con la desecación de la Cabeza! En cualquier caso, ¡qué os importa a vos lo que yo pueda decir! Perdonadme la libertad que me he tomado hace un instante, y perdonad si os he confundido, no era mi intención. Siempre me cuesta recordar que aquí tenemos una medida de las expectativas y del tiempo sustancialmente más extensa.

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