QUIEN MANTIENE LA IRA, MANTIENE LA ESPERANZA
Tal era la inscripción que presidía la puerta principal de la Prisión Mayor del Imperio, frente a la cual, tal y como corresponde a las instituciones mayores, figuraba un Agon autónomo, y que tan sólo los autores de delitos de prestigio, con un valor social de cambio reconocido, o bien los que por su rango disfrutan de ciertos honores protocolarios, tienen el privilegio de cruzar por su propio pie; así Ígur Neblí, enturbiado aún por los paralizantes y sedativos administrados primero con los fusiles de la Guardia en Airobani, que piadosamente había querido cargados de munición ordinaria de combate y, al despertarse, se había hundido en el desconsuelo y la rabia del suicida frustrado, después en el helicóptero que, broma suprema del destino, lo había conducido hasta Gorhgró esposado a pocos metros del féretro de su peor enemigo que, muerto a sus manos, podía ahora rememorar en el espléndido compañero de juegos adolescentes, como el estímulo de sus inicios como Acólitos, después como Aspirantes y finalmente como Crisálidas, hasta que aquel Combate sin fortuna los había separado para siempre, cada cual contra sus ambiciones y sus iras, resentimiento de uno, recelo en el otro, que ahora, cruzada la puerta con la inscripción, enfrentaban a Ígur a una resolución que, por autodefensa (su interior luchaba por creer que no era por miedo), se resistía a creer definitiva.
– Caballero Neblí -dijo el Canónico Mayor de la Prisión-, Su Excelencia el Agon me encarga que os dé la más benévola bienvenida a esta estancia que libremente habéis escogido -Ígur rió con desgana-, con el deseo de que os sea leve, y que vuestra colaboración permita hacerla fácil y corta.
Vigilado, no protegido, por más Guardias armados que si fuera el Emperador en persona, Ígur cumplió con las formalidades de identificación por las huellas digitales, por el fondo de ojo y por la voz y, obligado a depositar el sello de Caballero, tuvo que asistir al proceso de recodificación.
– Cámara de descompresión previa -indicó el técnico, Ígur pasó por las ecografías y los tacs-. Todo en orden, señor.
– Muy bien -dijo el Canónico-. Ahora, Caballero, si tenéis la bondad de venir conmigo, os enseñaré las dependencias de la casa. -Y como Ígur mostrara en su cara extrañeza, se rió-. Es privilegio de los que han pasado por la Puerta Grande… además, vos sois experto en cruzar puertas, quién sabe, quizá ésta no sea la última… ya lo sabéis, no se teme más que lo que se desconoce, por tanto si sabéis qué os espera, siempre podréis sopesar pros y contras y posibilidades con más armas morales. -Entraron por un pasillo, uno junto al otro, y detrás, armados como para una misión de guerra, un par de Guardias de complexión gigantesca-. Aquí tenemos, en primer lugar -pasaron a una sala con biblioteca ocupada por lo que parecían sillas de barbería o de dentista, con diversos aparatos de sujeción y demás usos más o menos fáciles de identificar-, la sala de los recursos clásicos; hace años que están en desuso, en realidad se conservan por pura curiosidad cultural. No tiene, en realidad, valor ni tan siquiera persuasivo, porque las técnicas de resistencia a la presión convencional han evolucionado hasta extremos que, en fin -se detuvo ante Ígur-, veamos, Caballero, ¿qué pensáis de la máxima pena, exceptuando la muerte, que no es en realidad la máxima pena como ya tendréis ocasión de comprobar, que se puede aplicar al máximo delito? ¿Os parece que es física, o moral?
– Tal y como lo decís, supongo que tengo que responder moral -dijo Ígur sin demasiado interés-; pero eso lleva a imaginar que también el máximo delito ha de ser moral y no de hecho.
– Muy bien, Caballero -dijo el Canónico-, en realidad, aplicando los conceptos con rigor, no tendría por qué ser así, pero vuestra observación demuestra una gran perspicacia. Y puesto que estáis dentro, ¿por qué no intentáis imaginar cuál puede ser? -rió-, como si se tratara de un Juego, claro.
– Vamos a ver -dijo Ígur-: ¡Me cago en el Emperador! -El Canónico arrugó la nariz riendo-. No, claro, eso es infantil… Volvamos a probar: ¡el Emperador no existe!
– ¡Ah, mejor! Pero eso es contingente -dijo el Canónico con gesto de animarlo a continuar.
– ¡Da lo mismo que la población sospeche que el Emperador no existe!
– ¡Otra vez! -dijo el Canónico.
– Da igual que el Emperador exista o no exista -se hizo un silencio, Ígur prosiguió-: Da lo mismo que la mayoría de la población se dé cuenta de que da igual que el Emperador exista o que no exista.
El Canónico retomó el camino, mirando al suelo con una sonrisa sibilina.
– En estas salas -dijo con aire doctoral- se documenta la evolución del Arte Inquisitorial, dentro del cual la Ejemplificología y la Interrogatística son las facetas más conocidas. Como ya sabéis, el Arte Inquisitorial evoluciona a partir del Renacimiento Tecnológico en dos ramas importantes: la primera, ligada a la Apotropía General de Juegos, es el aspecto público, digamos catártico, de la administración y propaganda de la justicia, y la otra, menos prestigiosa tanto desde el punto de vista público como interno, ha acabado reducida a un puro método informativo…
– Que me imagino que es de lo que en realidad no queréis perder el control -dijo Ígur.
El Canónico se detuvo a mirarlo.
– ¿Por qué no os conformabais, Caballero? -le puso la mano en el hombro con un gesto de reprimenda afable, como a un hijo querido-, ¿por qué quisisteis más? Ahora no estaríais entre nosotros si no lo hubierais querido todo, ¿cómo diría yo?, de la forma en que lo habéis querido -Ígur se encogió de hombros-, sí, ya sé lo que es la Primavera, Caballero, no soy tan viejo como creéis… -prosiguieron hacia otra sala-. Aquí es donde se documenta la evolución de cada paciente, y se traza la línea de tratamiento adecuada: bio-psicología, aislamiento dirigido, escenificación, terapia de grupo, terapia discursiva, reflejos condicionados -mostraba con fruición oscilante los diversos departamentos-, quimiopresión, radiotensión, gimnotracción, centrifugado intestinal. Esta sala -entraron en un quirófano aséptico, con una extensa colección de jeringas conectadas a consolas con controles y pantallas- es la de sintetización de ilusiones sensitivas, como veréis, la última palabra en depuración de la persuasión -se dirigió a uno de los Guardias-, creo que una demostración práctica sería lo más adecuado. -El Guardia se metió por una puerta, y entre dos enfermeros hicieron entrar a un individuo con una camisa de fuerza, lo sentaron en una silla ortopédica y, atado, le colocaron unos pequeños auriculares.
– Yo, que llevo todavía aún en la sangre la ira de los tifones de Júpiter… -cantó el condenado.
– ¡Silencio! -dijo uno de los enfermeros.
Pusieron en marcha los registros, y diversos esquemas con números aparecieron en las pantallas; el Canónico se dirigió a Ígur.
– Aquí es posible recorrer y tocar todos los lugares del cuerpo que pueden doler, y llegar más lejos: inventar un cuerpo percepcional mucho más extenso que el verdadero, ¡imaginad el dolor no de veinte uñas arrancadas, sino de cien uñas arrancadas, de mil uñas! ¡No de un esfínter empalado, sino de doscientos esfínteres empalados! Descubrir las regiones del hasta ahora malversado cerebro que pueden ser inauguralmente estimuladas, exhumar las más recónditas respuestas, explorar todas las terminales nerviosas y, por combinación, inventar otras nuevas -el condenado se estremeció con toda la furia que las ataduras le permitían-, hasta el último rincón, hasta la gloria de reencuentro más hiriente. -Ígur consideraba que tenía que afectarse, pero ¿qué era todo eso en comparación con lo que había pasado? Entre tanto, el condenado temblaba como una hoja-. Porque no tan sólo podemos multiplicar elementos ya existentes, uñas, esfínteres y otras variedades, sino extender el espectro percepcional a cualquier objeto. Imaginad un condenado que no tan sólo sienta dolor en su cuerpo, imaginad que pueda empezar a dolerle todo: ¡la ropa, los zapatos, la silla donde se sienta, las paredes de la habitación, todo el edificio! Toda la ciudad de Gorhgró le duele, le duele de forma insoportable todo el planeta y el sistema solar, todo eso hasta que distingue dentro del descontrol de su desesperación, como una joya en el ojo del tifón, que el tiempo tiene direcciones y volúmenes igual que el espacio y, como el espacio, tiene una alteridad y un absurdo que la especulación podrá manipular sobre el papel, pero que el cuerpo nunca podrá habitar; ¿o quizá sí? -El Canónico sorprendió una ligera sonrisa en los labios de Ígur, y se detuvo-. Debéis pensar que en el momento en que el condenado soporta el sufrimiento de todo el universo, si fuera posible ir tan lejos, que hay quien dice que sí es posible, la calidad de la sensación no importa, y lo que cuenta es haber llegado a la fusión con el todo, sea por la vía de la piedad o por la del horror -rió-. A lo mejor aún me diréis que os gustaría probarlo.
– Muchas gracias -dijo Ígur.
– Naturalmente, el trastorno nervioso que genera el proceso está controlado, porque al principio del método la mayor parte morían fulminados en el primer minuto.
– Entonces -dijo Ígur, sintiéndose obligado por la amabilidad del anfitrión-, se trata de un invento relativamente reciente.
– En cierta manera -dijo el Canónico con aire doctoral-. Siempre se ha trabajado en la aparición de nuevas sensaciones, y no tan sólo con finalidades inquisitoriales, sino, sobre todo, para obtener nuevos placeres -sonrió-; de hecho, todo esto también sirve para obtener las delicias más inimaginables. -Ígur miró de nuevo los sobrecogimientos sordos del preso-. Igual que en la vida, los mecanismos son los mismos; pero, volviendo a la historia, hay documentaciones antiquísimas acerca de la producción de nuevas sustancias, de nuevas mixturas y superposiciones de sensaciones ya existentes, a partir de la necesidad de un nuevo orden social. Pensad que ése y ninguno más ha sido el objetivo de centenares de castas. Pues bien, aquí hemos refinado definitivamente la pureza de la sensación por una parte, y por otra la suma de la variedad, pero, por desgracia, lo utilizamos al servicio de la coacción y del castigo -hizo un gesto a los enfermeros-, no os preocupéis por él, es un paciente sin valor social. -Un enfermero manipuló los controles, y el condenado modificó con violencia el ritmo y la intensidad de las convulsiones, y sangró profusamente por la nariz y los oídos-, ya lo veis: pánicos insólitos, malestares inidentificables, horrores recónditos, náuseas sorprendentes, vértigos imparables, desasosiegos sin localización, temblores indescifrables, terribles alteraciones de conceptos, espasmos insospechados, desorientaciones inacabables, inexplicables oscilaciones de carácter, súbitos desconocimientos de todo y de uno mismo, y al final, todo a la vez, ya lo veis.