– Hace días que no nos dirigimos la palabra -murmuró Fulvia-, es más, creo que ayer no lo vi en todo el día.
– Yo hablé con él ayer -dijo Bitiana.
El sol matinal aún no era lo bastante fuerte como para resultar insoportable en el porche interior del Palacio Gudemann.
– ¿Y qué?
Fornidos y silenciosos masajistas manipulaban las adiposas espaldas desnudas.
– La obsesión le va en aumento. Está convencido de que el aparato de seguridad imperial en pleno está comprometido en ocultar a la opinión pública todo lo referente al Ultimo Anillo de Laberintos.
– ¡Pobre Ígur!
– Lo malo es que Brosmana parece que se divierta, y de vez en cuando se dedica a hurgar en su desazón.
La presión de las manos en la parte alta del tórax dificultaba la articulación oral de Fulvia.
– No importa lo que le digas -dijo-. Cuando he querido distraerle del asunto, ha sido peor. ¿Sabes qué ha llegado a decirme? -La otra dejó en silencio la respuesta-. Que el Quinto Laberinto existe, y que algún día vendrán a buscarlo para guiar al Entrador.
Rieron sin entusiasmo. Bitiana se volvió boca arriba, y el masajista prosiguió, empezando por los pies.
– ¿Sabes de dónde saca todo eso? De la fijación legalista. Considera que la Administración se ha portado muy mal con él, y ha solicitado el título de Magisterpraedi.
– ¿Para qué? Mientras Idania lo mantenga, y Brosmana ya ha dicho que si el Palacio cae en sus manos la situación de Ígur no cambiará, no tiene problemas de subsistencia.
– No se trata de la pensión del Magisterpraedi, sino del reconocimiento; del honor, podríamos decir. Claro que no entiendo qué valor puede tener para él el honor otorgado por el Imperio, después de cómo lo han tratado…
– ¿No le basta con el sello de Caballero?
Bitiana se incorporó ligeramente para responder.
– ¿Tú lo has visto, el sello?
Fulvia hizo un gesto de obviedad.
– Es de suponer que se lo enviaron de Gorhgró, si no ya lo habría reclamado. O, en todo caso, sin el sello de la Capilla no se le ocurriría reclamar la Magisterpraedicatura. -La otra continuaba interrogando con la mirada, y Fulvia se impacientó y se volvió siguiendo la presión del masajista, que había pasado a moverse entre sus nalgas-. No, no lo he visto.
Bitiana sonrió con satisfacción.
– Alguien que mezcla los hechos como él, es capaz de cualquier invención. ¿Sabes que Idania un día tuvo que llamarle la atención?
– No. ¿Por qué?
– Imagínate: se ve que para demostrar sus teorías estaba empeñado en contactar con grupos residuales de La Muta en Gorhgró y en Bracaberbría -rieron-, incluso utilizó el Cuantificador del Palacio. Lo malo es que la conversación parecía una conspiración de verdad -Fulvia soltó una carcajada-, y, claro, Idania tuvo que hacerle comprender que nos comprometía a todos sin motivo.
– ¿Sin motivo? -preguntó Fulvia maliciosamente.
Bitiana le dio algunas indicaciones al masajista, y al acabar se volvió de nuevo.
– ¿Sabes por quién acabó por preguntarme? -Dejó un silencio retórico-. Imagínatelo. Por la Golring.
– ¿Y qué le dijiste?
– La verdad. Pobre hombre, ¡aún decía que si era la amante del Emperador! Le conté la boda con el Príncipe Gimdrail, que tienen dos hijos, y demás.
Se hizo un silencio.
– Por cierto, ¿qué se sabe de la Golring? Acostumbrada a la vida de Gorhgró… -dijo Fulvia; Bitiana hizo un gesto de desgana.
– El Príncipe es un hombre de mediana edad apartado de la política, gran mecenas y propietario rural poderoso; el Palacio en el que viven, en un bosque cerca de Taidra, es uno de los más imponentes de todo el Imperio, y la Golring es como la reina de un imperio apartado.
– ¿En qué sentido? -preguntó Fulvia, y la otra rió.
– No en el que te imaginas. La Golring ha llegado a un punto perfectamente respetable -sonrieron con inclinaciones diferentes-, está tranquila, es feliz… su vida es menos brillante que en Gorhgró o en Silnarad, y se habla mucho menos de ella, en fin, que teóricamente ha perdido poder, si es eso lo que querías que dijera, pero lo que ha ganado en estabilidad no va en detrimento de su calidad social -levantó las cejas-. Por cierto, cuando se lo conté a Ígur, parecía decepcionado.
– Supongo que le ha decepcionado que el Emperador se casara con la Princesa de La Valaira.
Rieron.
– Imagínate, para él, qué delicuescencia, ¡la Golring Emperatriz!
Después de un silencio, Fulvia dejó caer los brazos fuera de la litera y le dio una nueva indicación al masajista.
– ¿Crees que lo harán Magisterpraedi?
Bitiana esbozó un gesto de lástima displicente.
– Antes me harán a mí peluquera de la Capilla del Emperador.
Soltaron grandes carcajadas, y cada cual en su postura preferida ordenaron a los masajistas que acabaran su trabajo de acuerdo con la tradición.
Un mediodía, en el comedor de otoño del Palacio Gudemann de Lauriayan.
– ¿Dónde está hoy el Caballero? -preguntó la Condesa Brosmana, que presidía la mesa.
– Demasiado ocupado con los cálculos de calendario -dijo el joven Torli-. Ya lo sabéis: ahora hace justo el doble desde que llegó de la capital, que el tiempo transcurrido desde que lo metieron en la Prisión hasta que le pegaron siete cuchilladas al pie del Laberinto…
Hubo risas de cortesía.
– No creo que quiera celebrarlo con nosotros -dijo Madame Enoldia.
– Por lo menos -dijo Brosmana-, algo hemos ganado. Ahora ya no quiere recomponer ninguna secta -rieron-, ¡ya podemos dejar de temer que nos acusen de conspirar contra el Imperio!
– ¡Ojo, no es que la política no le interese! -precisó Torli-. ¡La lucha entre Reinjart y Timieus por la primacía de los Príncipes le ocupa horas!
– Sí -dijo el amigo de Torli, un tal Minteus-, pero tiene una visión de las cosas muy particular. Pretende ignorar que Cruiaña es la cuna de los Astreos negros.
– De hecho -dijo Brosmana-, no deja de tener lógica: ya que los Astreos negros están en el poder, ¿por qué tiene que vivir exiliado si él es uno de ellos? Lo curioso del caso es que no reniega de nada, tiene muy presente el viejo dicho: te vayan las cosas como te vayan, no caigas en la ridicula vanidad de considerar que has dilapidado tu existencia, y aún menos de ofrecerla como una muestra de serenidad y sabiduría… Ya lo veis, ¡vive lleno de esperanzas!
Los seis tomaron impulso a la vez para hablar, y se hizo un silencio y una sonrisa cortés.
– Del hecho de que nadie lo haya venido a buscar para entrar en el Quinto Laberinto -dijo Minteus- ha deducido que cabe la posibilidad de que tal Laberinto no exista, pero en ese caso el círculo de Perighart, Eraji, Bracaberbría y Gorhgró queda incompleto, y ya que él no es el escogido para guiar al Entrador del Último Laberinto y, naturalmente, morir dentro tal y como manda la tradición, ha sido llamado a rendir cuentas de su responsabilidad histórica como constructor.
– Ya veis lo que pasa por abusar de las Demeterinas -dijo Enoldia.
– ¡No -dijo Brosmana-, lo que lo ha vuelto loco ha sido la geometría!
– A mí me ha dicho que cualquier día lo vendrán a buscar, pero no me ha hablado para nada de construir el Quinto Laberinto, sino de entrar en él -dijo Torli.
– Sí -dijo Brosmana-, depende de cómo le dé; un día me dijo que él es el último peldaño de una Fonotontina Cubierta Traspuesta que los Príncipes juegan sin participar como pacientes: tan sólo mueven las piezas y cobran las ganancias, y las piezas son los Laberintos, las grandes damas y los Caballeros. -Hubo risas-. Invocó la Escala de Debrel, y me dijo que hiciera saber a la instancia pertinente que está dispuesto a colaborar. -La interrumpieron sonoras carcajadas-. ¡Lo ha reiterado a menudo! -Se dirigió al comensal de la derecha-. Señor Cotom, hacía tiempo que no nos visitabais. ¿Cómo encontráis al Caballero? -El viejo enano se encogió de hombros-. ¿Creéis que se puede cambiar el pasado?
– ¡Claro! -dijo el enano riendo-. El pasado, al revés de lo que la gente cree, es lo más fácil de cambiar. Si no lo consigues, si no convences, siempre queda el recurso de confundir, y cuando a algo tan esencialmente confuso como el pasado le añades confusión, el éxito está garantizado. -Se hizo un silencio expectante-. La última vez que vi al Caballero, cuando aún se podía hablar con él, se lo dije. Ofiuco no era zodiacal cuando la Polar era la Alfa del Dragón, sino que lo era el Escorpión, en los tiempos en que la Cruz del Sur era visible desde buena parte del Hemisferio Norte. La precesión no tan sólo modifica los Polos y, por supuesto, la posición relativa del sol respecto de las estaciones, sino también la eclíptica, eso es de geometría elemental. Este, y no la victoria de aristotélicos sobre platónicos, es el sentido que tiene la caída del Águila, que como constelación nunca será, ciertamente, zodiacal, y en cualquier caso nunca lo sería en detrimento del Escorpión, sino del Sagitario. Le dije que quien había intentado convencerle de eso, por fuerza tenía que intentar justificarlo en un terreno diferente al de la astronomía, donde era insostenible. Sí, pero, me dijo, ¿en cuál? Le dije, atención Caballero, que los contrarios no resuelven el mundo, la lógica del contraelemento complementario no excluye en la realidad al resto del mundo tan bien como lo hace sobre el papel; ni hoy en día se identifica comúnmente hermético con egipcíaco, ni lo contrario de Egopatía es Ludopatía, y porque os mantengáis en tan malsano abrevaje de las incertidumbres de la personalidad en la complacencia en el azar que se extrae de los Juegos, no podréis justificaros ante nadie como hebefrénico, y aún menos ante vos mismo. Acusó de corruptos y traidores no queráis saber a quién, y le dije que Sadó no se había enamorado de nadie más que de Fei, y despechada por su rechazo se empleó a fondo para desbancarla del corazón de la Conti para empezar, que se volcaba en Fei más que en nadie, y cuando vio que no lo conseguía, atacó corazones más débiles, o por lo menos más arrepentidos y asequibles. Le dije, el odio es en vos más fuerte que el amor, porque si no, habríais salvado a Fei.
El silencio unificaba expectaciones.
– ¿Y qué os dijo?
– Creo que conseguí que sintiera más allá de sí mismo, pero cuando se dio cuenta de que por ese lado podía reacceder al Laberinto, lo encaminó todo en esa dirección, y ya no lo pude sacar de ahí.
– ¿Qué hicisteis? -insistió Brosmana.