Los Caballeros se aproximaron a Ígur, sin duda, pensó, movidos por la curiosidad; por primera vez se atrevió a mirarlos fijamente. Uno de ellos, vestido de negro de pies a cabeza, parecía ejercer cierta preeminencia. Los demás le abrieron paso.
– En ausencia del Apótropo de la Capilla -anunció el Secretario-, el Decano Maraís Vega os conferirá mañana los atributos que acabáis de ganar.
Ígur miró con temor y complacencia al hombre enlutado, de apenas cincuenta años, de pelo muy corto y entrecano, que se le acercaba. Así pues aquél era el legendario flagelo de los Perseguidores y los Fonóctonos, el Guardián del Resplandor Imperial, uno de los tres que jamás había sido vencido en Combate de entre los aún vivos.
– Bienvenido a la Capilla en nombre de todos los Fidai -le dijo, y sus ojos bondadosos y transparentes le helaron inexplicablemente-, y que tu servicio se mantenga siempre tan eficaz como hoy lo ha sido sobre tu deseo.
Lo abrazó, Ígur sintió que se le aflojaban las piernas. El Caballero se hizo a un lado, y los demás felicitaron a Ígur con un breve abrazo, en un orden que no parecía casual. El nuevo Caballero de Capilla intentó retener las facciones, la mayoría de rasgos raciales diferenciados, con una cierta predominancia de los arios de Eyrenod y de los semíticos de la Oybiria Inferior. La mayor parte aparentaban entre treinta y cuarenta años, y había unos tres o cuatro algo más jóvenes; pero ninguno tanto como Ígur.
– Excepto tres que están fuera de Gorhgró -le hizo saber Vega, que había permanecido a su lado-, todos los Fidai en activo han querido estar presentes en tu Combate.
Ígur se volvió a contemplar al mito viviente, conmovido por la encantadora familiaridad que le dispensaba, y también por el sonido de aquella palabra mágica, Fidai, el nombre utilizado por los Caballeros de Capilla para referirse a sí mismos, y que nadie más, ni tan siquiera el Apótropo tiene derecho a utilizar, salvo el propio Emperador. Se le ocurrió que acababa de adquirir ese derecho, y se extrañó de que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Y ahora era su momento… La obsesión de saborear el triunfo a menudo lo priva, porque el triunfo conlleva un desconcierto y una confusión inexplicables. Ígur buscó a Mongrius con la mirada, y lo vio solo, cerca de la salida.
– Estáis convocados mañana a las siete de la tarde en la Capilla del Emperador -anunció el Secretario, y los asistentes iniciaron un movimiento hacia la salida.
– Imagino -dijo Vega plácidamente- que querrás estar con tus amigos -con un gesto le impidió cualquier excusa-; tendremos más horas de las que imaginas para charlar. -Y se retiró.
Ígur y Mongrius se dirigieron juntos a la salida del edificio, y en la puerta les esperaba el Secretario Ifact con un transporte. De allí fueron en silencio hasta la Equemitía. Ígur no acababa de saber qué comportamiento se esperaba de él, y de reojo miraba a sus taciturnos compañeros de viaje. Ifact parecía absorto en pensamientos inaplazables, y Mongrius le dedicaba una discreta sonrisa cada vez que se notaba observado. Al final del camino relajó los nervios y pudo sentir el dolor de las heridas de garfio en su espalda.
Una vez en su despacho, el Secretario se dirigió a Ígur Neblí.
– Puedo anticiparte la complacencia del poder de esta Equemitía por tu victoria -sonrió-; no contábamos con un Caballero de Capilla en este momento. Esta misma noche informaré al Equemitor, que seguramente querrá conocerte; convendría que estuvieras dispuesto. -Dejó una pausa para el asentimiento de Ígur-. El primer día te dije que quedabas exento del servicio regular, y disponible para misiones especiales; huelga decir que, si bien sustancialmente eso no va a variar, la naturaleza y las dimensiones de la contingencia no son las mismas. Para empezar, tu sueldo ha de adecuarse a tu nueva categoría; se te asignan sesenta mil créditos al año, si estás de acuerdo. -Ígur asintió antes de que Ifact acabase la frase, pensando que seguro que podría conseguir más si quisiera, y de inmediato se sintió como un imbécil, porque el conformismo se podía asimilar a la falta de ambición o de autoestima, a la cobardía o, si la cantidad estaba por debajo de lo exigible, a un imperdonable desconocimiento de los baremos de la Administración; el Secretario prosiguió-: Por otra parte, a ninguno de los dos se os debe escapar que las relaciones entre vosotros se han visto alteradas en el aspecto jerárquico; aun así, si me permitís una opinión, creo que, atendiendo a la circunstancia de la falta de experiencia del Caballero Neblí en las cuestiones de Estado, sería interesante encontrar una fórmula transitoria para que el Caballero Mongrius te guiara por donde a ti…
– Excusadme, Señor -intervino Mongrius aprovechando una pausa insinuadoramente dilatada de Ifact-, no nos engañemos acerca de la situación; el Caballero Neblí está hoy jerárquicamente por encima de mí, pero eso es así en el espíritu de los Caballeros desde el día en que en esta misma sala demostró ser mejor luchador que yo; por lo tanto, estoy a su servicio, así como lo estoy al vuestro, para todas las indicaciones que en el terreno que él juzgue conveniente yo pueda proporcionarle, y sin la menor ambigüedad ni vacilación en lo que respecta a las prerrogativas.
Ígur se sentía violento por Mongrius y complacido por el Secretario, que de repente le inspiraba un profundo desprecio. Ifact los miró.
– La actitud de los Caballeros es siempre generosa -dijo sin inflexiones de voz-; Caballero Neblí, convendrá que estéis preparado, puesto que se avecinan cambios sustanciales en el Imperio y muy pronto necesitaremos de vuestros servicios -Ígur se inclinó-, ¿conocéis los usos de la resolución de un Juicio de Capilla cuando el vencido ha sobrevivido?
Puesto que Ígur negara con un gesto, Ifact con la mirada invitó a Mongrius a explicárselo.
– Es costumbre -dijo el Caballero de Preludio- que el nuevo Caballero de Capilla que ha dejado al contrincante vencido con vida y en posesión de una segunda prerrogativa, lo acoja bajo su padrinazgo y se ocupe personalmente del progreso de tal prerrogativa.
– Y si está herido, que le visite y le ayude en la recuperación -añadió el Secretario.
– Naturalmente -dijo Ígur-, iré mañana mismo.
Ifact miró los relojes.
– El hospital de los Caballeros está siempre abierto, y seguro que Lamborga no ha permitido inductores al sueño. Seguro que lo encontraréis despierto.
– ¿Queréis decir que vaya ahora mismo? -se sorprendió Ígur.
– Sería conveniente -dijo Mongrius-; si quieres te acompaño y te espero en el vestíbulo.
El Secretario se levantó.
– Y después podéis ir a cumplir con la celebración ritual del nuevo Caballero de Capilla -añadió Ifact, ya en el umbral de la puerta, y él y Mongrius se sonrieron brevemente.
– Se refiere -le aclaró Mongrius- a ir a visitar a Madame Conti.
Al anunciarle la visita de Ígur Neblí, Kuvinur Lamborga mandó a todos sus acompañantes de habitación en el hospital que se retiraran, para entrevistarse sin testigos con el vencedor, que se encontró ante un hombre con el torso vendado, que le dirigía una mirada inquisitiva, en nada perdida ni para la dignidad ni para la tristeza.
– He venido -dijo Ígur- a cumplir con la tradición, pero quiero que sepas que la consideración de tus cualidades me habría guiado aquí exactamente igual sin que me obligase uso consagrado alguno.
– Te lo agradezco de corazón -dijo Lamborga-, aunque no debes ignorar que la frase que acabas de pronunciar también pertenece a la obligación de las costumbres -se rió, Ígur percibió sus facciones armoniosas y agradables-; la Capilla juzga a sus aspirantes, y no te guardo rencor; para demostrártelo, estoy dispuesto a corresponder a la generosidad que me has dispensado en toda ocasión guiándote por los intrincados pasadizos del Imperio, por donde, si no me equivoco, no vas demasiado bien orientado.
Ígur se inclinó en señal de agradecimiento, pero las últimas palabras le habían molestado.
– ¿Qué te hace suponer que no voy bien orientado por los pasadizos del Imperio?
Lamborga se movió sin reflejar ningún gesto de dolor.
– Quizá sí vas; y en ese caso admiro tu valor. Pocos hubieran hecho como tú con todas las cuantificaciones en contra.
– ¿Las cuantificaciones? ¿De qué estás hablando?
Lamborga lo miró incrédulo.
– ¿No te notificaron los porcentajes de posibilidades que te otorgaban en el Combate los Cuantificadores? -se detuvo-; quizá el Cuantificador de la Equemitía se rija por otros parámetros -y le dirigió a Ígur una mirada de desconfianza-; quizá no te lo dijeran para que no te arrepintieras…
– ¿Y se puede saber qué me otorgaban las cuantificaciones? -preguntó Ígur, ya recuperado de la sorpresa inicial; Lamborga le contestó en tono de excusa.
– Comprende que, viniendo de una provincia periférica y sin ningún Combate importante como antecedente…
– ¿Cuál era el porcentaje? -preguntó Ígur secamente, imaginándose el baile de informes sobre su persona en manos de los Meditadores.
– Tenías un noventa y ocho por ciento de posibilidades de ser derrotado.
Lamborga calló, y se desató de una tensión extraña. Ígur empezó a preocuparse.
– ¿Qué más decía el Cuantificador?
– Ya debes saber que después de lo de hoy tu cabeza no vale ni cinco -el zumbido del acondicionador ambiental parecía de repente más maligno.
– ¿Y si te llego a matar?
– Hubiera dado lo mismo -rió-; tú y yo combatíamos, pero sólo éramos armas guiadas por otros. De hecho, que el Equemitor te haya autorizado el Combate, significa que cualquier resultado posible era de su conveniencia.
– ¿Y cómo hubiera podido impedírmelo? -dijo Ígur con insolencia; en la mirada de Lamborga se reflejaba una sorpresa mal disimulada, y acabó echándose a reír.
– Empiezo a creer que es verdad que bajas de las montañas. -Y puesto que Ígur le aguantaba la mirada con gravedad, se explicó-: La única salida que tienes es adquirir compromisos, y deprisa.
– Creía que ya lo había hecho. Soy Caballero de Capilla.
– Los Caballeros de Capilla también sangran cuando los hieren. Debes tener algún otro objetivo.
– Entrar en el Laberinto.
Lamborga puso cara de haber esperado esa respuesta.
– Todo el mundo quiere entrar en el Laberinto, pero nadie ha sabido construir las condiciones externas objetivas para poder conseguirlo. Antes de entrar en el Laberinto hay que modificar el mundo, y el mundo está tan bien montado que no cambia si no es por una equivocación; o bien por el error extendido y continuado de muchos, o bien por el error fulgurante y notorio de uno.