– No me correspondía la ofensiva.
El Magisterpraedi hizo un ademán de impaciencia.
– Te arriesgabas a llegar a los tres minutos sin cerrar el ocho.
– No podía romper la orientación; descalificarse significa perder el año siguiente, siempre me lo habéis recalcado.
Se observaron con calma. Aquél también era un momento perdido.
– Continúo creyendo que una estancia previa en Eraji o en Aleña te resultaría muy provechosa.
– Estoy como siempre a vuestra disposición -dijo Ígur en el tono más neutro, y fijó la mirada en un punto inmaterial ante la faz del dignatario. Dejaron pasar los instantes; era como aguantar la respiración, para ambos más difícil cada vez, pero con el tiempo jugando a favor del más fuerte. Y el más fuerte era el más joven.
– De acuerdo -dijo el Magisterpraedi-, es prerrogativa del Caballero elegir su destino. Como puedes ver, no tenía dudas: te he asignado al Secretario del Equemitor Noldera, que ya está sobre aviso de tu llegada; aquí tienes una carta para él.
Ígur la cogió con una inclinación, y resistió el impulso de mirar el nombre.
– Daré lo mejor de mí para dejar mis orígenes en buen lugar.
– No hace falta que te recuerde que Gorhgró no es Cruiaña, y que a partir de ahora te enfrentarás a adversarios a los que aun con el beneficio del sorteo no vencerás como a Sari Milana; si no me equivoco ahora tienes ventiún años… si no cometes equivocaciones, en un año puedes llegar a Caballero de Cámara, y a los veinticuatro puedes ser Caballero de Preludio; y de ahí a Caballero de Capilla ya es cuestión de suerte y de política…
– Como muy bien decís, es cuestión de suerte y de política; pero si a la suerte y a la política se le añade la dedicación y la voluntad, espero ser Caballero de Capilla sin necesidad de categorías intermedias, y antes de un año.
El Magisterpraedi rió por primera vez en la entrevista, en parte para ahorrarse el tener que responder a la impertinencia del discípulo; él no sólo había tenido que acogerse a las categorías intermedias, sino que había visto cómo los mejores perdían cuatro Combates de Juicio de Acceso antes de llegar a la Capilla, el grado más elevado de los Caballeros.
– Conformarse no es bueno -dijo, nostálgico-, pero quererlo todo demasiado aprisa expone a peligros imprevistos.
– Quería pediros una cosa más -dijo Ígur, y el dignatario levantó las cejas-; me gustaría librarme de la advocación -Ígur se vio obligado a explicarse-, el Cangrejo no ha sido nunca de mi devoción: el depósito de los muertos, los dos asnos que comen en el pesebre… la coraza, el retroceso… no deja de ser un emblema de transición, un trópico perdido.
– Tienes derecho a tomar la defensa de tu adversario si lo deseas, las reglas lo permiten; pero un Caballero de Pórtico no puede cambiar la obligación emblemática.
– Lo sé, pero no quiero estar atrapado por la defensa, y vos sois el único que puede levantarme la obligación.
Omolpus miró con atención al joven que tenía delante, y se le ocurrió que no tenía un físico tan imponente como para que se le abrieran las puertas con su sola presencia: no demasiado alto, más bien delgado, la agilidad y la fuerza más intuibles que evidentes, de facciones agraciadas pero con unos ojos demasiado melancólicos para triunfar tanto en los salones como en las plataformas de Combate o en las alcobas, iba a necesitar todas las ocasiones posibles para demostrar quién era.
– No puedo librarte del amarillo, pero sí, si es lo que quieres, de sus obligaciones. Serás un amarillo abierto, es decir, que tu amarillo será independiente de Cáncer y tan sólo te obligará al emblema en tu próximo Combate Canónico -a Ígur se le iluminó la cara, y el Magisterpraedi levantó un brazo-; pero no olvides que a partir de ahora, y para siempre, será un amarillo con marco y horizontes negros.
Abandonaron el despacho para ir a la sala del ceremonial, él delante del Magisterpraedi, como es tradición, y ambos precedidos por seis maceres. Ígur tuvo tiempo de mirar el nombre y la dirección del papel que el maestro le había dado: Peer Ifact, Secretario de Gabinete de la Equemitía de Recursos Primordiales. Una vez en la sala, Ígur ocupó el sitio que le había sido asignado, siguiendo los requisitos de orientación y distancia que correspondían a su emblema, su color y a la época del año, y el Magisterpraedi formuló a los auxiliares en voz baja las indicaciones pertinentes sobre el escudo y el color que había acordado con el nuevo Caballero de Pórtico. A continuación, sin que ninguna de las operaciones precedentes fuera acompañada por manifestaciones por parte de la asistencia, formada por los condiscípulos y los amigos de Ígur, ni por la presidencia, que ocupaban delegados del Gobernador de la provincia de Cruiaña y del Mayor de la ciudad, el Magisterpraedi pronunció un pequeño discurso para la ocasión.
– Decimos hoy adiós a Ígur Neblí, nuestro bienamado hijo, que ha destacado por su prudente habilidad, bondad de juicio y piadoso equilibrio de aspiraciones, y lo destinamos como Caballero de Pórtico al servicio del Equemitía de Gorhgró que inspira nuestros designios. Con nosotros, Ígur, has aprendido historia, el manejo de las armas, las disciplinas del cuerpo y el control del espíritu; eso te servirá para que en Gorhgró te enseñen economía, política y geometría, para poder completar así la perfecta oblicuidad de tu mundo interior; porque es preciso que la luz incida tamizada o lateral para que la naturaleza de los objetos sea perceptible; es la adecuada combinación de luz y tiniebla lo que proporciona la mirada y la comprensión de las cosas, y todo desequilibrio admite ciertos márgenes. Pero, como tú bien sabes, de igual forma que una luz demasiado débil dificulta el acceso a los detalles o a una sutileza, el exceso de luz, si bien en sentido contrario, produce el mismo efecto sobre el contraste de donde se ha de extraer todo conocimiento. Llevada la vía al extremo, la totalidad iluminadora equivale a la oscuridad.
Omolpus hizo una pausa. Como la fiesta era en su honor, Ígur aplacó los pensamientos despectivos que le producían aquel tipo de discursos; y aunque no logró salvar las distancias, al menos supo no indignarse como le pasaba cuando el destinatario era otro. El Magisterpraedi procedió al ritual del nombramiento.
– Ígur Neblí -dijo, mientras ponía en sus manos el sello que los auxiliares acababan de confeccionar siguiendo sus instrucciones-, a partir de ahora eres Caballero de Pórtico en la advocación provisional de Cáncer, que te será sustituida por la que corresponda a tu próximo Combate Canónico, y te confiero con carácter definitivo el amarillo con marco y horizonte negros.
Acabada la ceremonia, hubo una celebración con la presencia de amigos y condiscípulos, y todos quisieron ver (puesto que tocar no estaba permitido) el sello del nuevo Caballero, reducto de las antiguas toserás Oybirias, en el caso de Ígur un rectángulo de 5 X 8,09 centímetros, amarillo puro brillante, con el contorno negro y en medio, en vertical, la figura de un hacha doble negra también.
Al día siguiente, Ígur Neblí preparó todo para el viaje, y al otro se fue a Gorhgró, la capital del Imperio.
En aquellos tiempos, el mundo superviviente había llegado al extremo de la desconfiguración nacional, y el advenimiento del Imperio Universal, acogido trescientos años atrás como la superación de las fobias y las filias étnicas presuntamente ejercidas como un primitivismo estéril, no había conseguido resolver los enfrentamientos de cariz religioso o regional para, tal y como era el objetivo de los humanistas que lo propugnaban, dedicar urgentemente los esfuerzos de la humanidad a resolver los dos grandes problemas indefectibles que la amenazaban, no las guerras, sino el hambre, y no la aniquilación del mundo por la vía nuclear sino por la destrucción medioambiental; pero tanto los enfrentamientos xenófobos como la degradación de la naturaleza habían continuado bajo ritmos y parámetros diferentes: en lo que se refiere al segundo, el mundo habitable se había reducido a un residuo rodeado de terrenos, inhóspito por diferentes causas de las cuales se hablará más adelante, y en lo que se refiere al primero, el proceso del gobierno único mundial había obligado a divisiones del poder en vertical en lugar de horizontalmente, es decir, en parcelaciones departamentales en lugar de naciones, dentro de las cuales lo que específicamente es el poder político (la administración pública, el mantenimiento del orden y la hacienda) se fragmentó asimismo en un nuevo grano de delegaciones y subdelegaciones de control, fruto del antiguo concepto viciado de soberanía, y entonces las ciudades adquirieron un relieve inesperado. El viejo ideal panhumanista del Imperio Mundial acabó colapsado en un espejismo en cuyo nombre se justificaban las arbitrariedades históricas habituales de los muchos sobre los pocos y, en el caso contrario, de los fuertes sobre los débiles. Esa dialéctica parecía que podría romperse, al principio, en las llamadas villas, pequeñas aglomeraciones rurales en cierta forma independizadas del Imperio, que afrontaban los servicios como algo propio y no como instrumento de extorsión; pero en la época de Ígur Neblí la vida en la villas tampoco era idílica: los problemas internos acababan en terribles baños de sangre que no contenía autoridad superior alguna, y que se resolvían con el exterminio de una, o de todas menos una, de las facciones en litigio; a menudo los problemas de seguridad frente a la rapiña de las bandas nómadas, formadas sobre todo por desertores de la antigua Guardia Imperial, obligaba a cerrar las villas, o a ponerlas bajo la protección de mercenarios que acababan ellos mismos el expolio, y sus habitantes pasaban a engrosar las filas de indigentes de Perighart, Eraji y Gorhgró.
Había llegado un momento en el que en las ciudades solamente vivían los ambiciosos, los pobres y los locos. La proximidad física, y sobre todo emocional, del Imperio había llevado a que, lejos de cualquier vestigio de conciencia cívica, y más lejos aún de cualquier romanticismo democrático, nadie viera el Imperio como un conjunto de instituciones al servicio del ciudadano o, como en momentos ya más lejanos y del dominio de la leyenda, de mayor exaltación colectiva, pertenecientes al ciudadano, sino como el enemigo a batir. El grueso de la población de las grandes ciudades lo formaban los desvalidos acogidos en asilos, seguidos de los funcionarios, los rufianes y los rentistas.
Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, la capital del Imperio era el paradigma de la concentración urbana terminal, pero aún conservaba cierta extraña vitalidad, la del enfermo en pleno delirio, febril y enardecido por una medicación brutal, que la convertía en terriblemente atractiva para un joven llegado de la montaña. La ciudad tenía una configuración anular en torno a un peñón rocoso, perforado por varias obras de ingeniería, de un diámetro medio de cuarenta kilómetros, y el conjunto de uno de setenta y cinco. Gorhgró ocupaba la cuenca de una montaña, además de parte de la montaña y parte de la planicie que se extendía a sus pies, y la cruzaba un meandro del río Sarca, que en esa zona, caudaloso como era, a causa de la configuración accidentada del terreno, cruzaba en forma de rápidos y cascadas por entre las cuales quedaban residuos de tierra ocupados a su vez por edificaciones, y con una proliferación desigual de puentes, cavidades y plataformas. El centro de Gorhgró, si se le puede llamar centro al círculo que rodeaba la roca central, vulgarmente llamada la Falera, lo ocupaba principalmente un núcleo comercial y los edificios públicos; en la zona intermedia estaban los palacios de los próceres, y el núcleo exterior era un densísimo cinturón dormitorio, sitiado sin transición por la zona suburbial, ajena ya a cualquier garantía civil. La configuración de Gorhgró, condicionada por la naturaleza abrupta y montañosa del terreno, y por los inviernos duros y profusos en nieves, contrastaba poderosamente con la de la antigua capital, Bracaberbría, diez veces más extensa, pero mucho menos compacta. Gorhgró, cuando Ígur Neblí llegó, era el centro de la administración, y también el centro del Juego y del vicio; pero, sobre todo, era la ciudad del Último Laberinto.