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En la litera mural 5995-66-18 de la Sección 22, 28.a planta del Hospital General de Gorhgró, el Paciente no identificado se recuperaba lentamente de las graves heridas de arma blanca que unos desconocidos le habían infligido antes de abandonarlo. Había renunciado a reivindicar su identidad para no complicar la situación. Dos de los vigilantes nocturnos de los almacenes de la Bruijmathron amp; Co. habían presentado un comportamiento anómalo durante un transporte de excedentes a las Cavas Centrales de Gorhgró, uno de ellos había sido muerto por la Guardia, al otro lo habían dado por desaparecido. Así pues, estaban cerrados los expedientes de los ciudadanos Ore Enui y Tibu Cónola, y el ocupante de la litera 5995-66-18 de la sección correspondiente se había registrado con un número, tal como corresponde a los indigentes indocumentados.

A medida que se recuperaba, su objetivo primordial era la discreción. Exhibir una conducta llamativa, ya fuera por arrogancia y agresividad, o simplemente ansiosa, corría el peligro de atraer a los vigilantes civiles que lo convertirían en carne de experimentos biológicos o en víctima propiciatoria en los papeles de alto riesgo, cuando no de destrucción segura, de los espectáculos de la Apotropía General de Juegos del Imperio.

El desamparado que en otro tiempo fuera el orgulloso, el Invicto Caballero de Capilla, intentó prolongar la convalecencia en el Hospital General, alejar lo máximo posible el momento de enfrentarse al mundo otra vez. Finalmente vencido, con más pena que odio de sí mismo, se le veía esperar la noche midiendo una y otra vez desde todos los puntos de vista, con paseos de enfermo o desde inmovilidades sin contemplación, la gris regularidad de las largas galerías vidriadas de las casas de sufrimiento. No era la impresión absoluta de sentirse inútil lo que más le entristecía, sino la más relativa y, por tanto, y teniendo una dimensión sentimental, mucho más insultante, de ser tan ostensiblemente considerado innecesario, de ser, quizá aún peor, estibado como una molestia inofensiva. Desde el centro mismo del temblor y la lágrima renunciaba cada día a deducir por qué el Imperio había prescindido de él de una forma tan radical. No acertaba a imaginar la gravedad de su indisciplina, y quizá con la última brizna de soberbia se sentía el último conocedor de las permisividades entre el Hegémono y la casa Gúlkur del Emperador por una parte, y los Astreos por la otra. Que en ese momento su existencia no fuera necesaria porque los Astreos habían recuperado la posición, no le parecía razón para que su estrella hubiera caído en oscuridades. ¿Cómo podía ser que nada, ningún recuerdo, ninguna huella emocional quedase en todo el Imperio del Caballero de Capilla Ígur Neblí, el Entrador del Último Laberinto? Ninguna beligerancia, ni la más pequeña sombra de orgullo, sin embargo, presidía su abatimiento. El estatismo más profundo acogía el regusto terminal de su soledad. He aquí finalmente un lugar, pensaba, donde las Leyes de los Juegos no tienen influencia.

Un día, en una revisión rutinaria, el enfermero lo dejó solo un instante, y con un movimiento instintivo, nada perentorio, nada apasionado, le echó una ojeada a su expediente. En el apartado 'Observaciones', dos líneas: 'Fase final: suma cero /Destino transaccional: curación.' Sin llegar a excitarlo, eso le despertó una cierta intriga. Los términos eran los de la Apotropía de Juegos, pero se sentía demasiado débil y falto de expectativas para especular y tratar de sacar provecho.

Un tiempo más tarde le dieron de alta y lo echaron a la calle, y sin más se encontró en la más completa indigencia, sin blanca, sin crédito ni sello, sin trabajo y sin un miserable agujero donde dormir, precipitado en un Gorhgró cambiado, de edificios cerrados que propiciaban avenidas desiertas, de anuncios de Juegos que a sus ojos respiraban estafa, muerte y robo, anuncios de Cabezas Respondientes que respiraban impostura resonantes con sus sentimientos, como un espejo, y él en medio, sin timón, tan terminalmente enfrentado a su identidad que se preguntó hasta qué punto él era él, es decir, si Ígur Neblí no era tan sólo una ilusión producto de las últimas vicisitudes. Pero, en cualquier caso, si tales vicisitudes habían existido, ¿a qué tiempos se habían superpuesto para ocultar qué? Se dio cuenta de que, cierto o no, auténtico o mistificado, lo que quedaba en su interior de un Caballero de Capilla le impedía cualquier indignidad; no tan sólo suplicar, sino incluso defenderse. Pero no había de qué, y tan sólo podía tomar una actitud que no comprometiera su conciencia, que no lo volviera sospechoso de a saber qué ante sus propios ojos: la necesidad de conocimiento. Sabía que el último motor de su vida era un metadeseo, porque cuando a uno le interesa más saber por qué algo no fue que la solución al próximo embate, su prioridad es morir. Tuvo que sobreponerse a la debilidad de cuerpo y espíritu y, convertido en un vagabundo más que comía lo que podía y dormía en portales y estaciones, planificó una estrategia: para empezar, un calendario de los sitios de donde podía sacar información y ayuda.

Decidió no acercarse a la Falera, por lo menos sin haber resuelto nada ni disponer de indicios; lo mismo respecto a la Capilla del Emperador, donde seguro que no lo dejarían ni acercarse. Fue a donde vivía Mongrius, y se instaló en la plaza porticada frente a la residencia; después de dos días de no verlo ni entrar ni salir, intentó confirmar si aún vivía allí; consultar las guías era imposible sin créditos o sin el sello, y aún menos entrar en el edificio y, por otra parte, el portero tenía orden de impedir con contundencia cualquier aproximación de vagabundos. Intentó abordar a los vecinos, pero todos se lo quitaron de encima con malas formas, alguno de ellos incluso llegó a amenazarlo con un arma. Al final, en un descuido de los encargados de limpieza, pudo entrar y, antes de que el portero lo echase a la calle a bastonazos tuvo tiempo de comprobar que en los casetones de los pisos no figuraba ningún Caballero Mongrius. Tendría que buscar en otra parte.

Pasados unos días, recordó que la casa donde Debrel había vivido estaba medio destrozada la última vez que había estado allí, y aunque hacía años de eso, quizá aún podría sacar algo en claro. Se encaminó (a pie, ya que no tenía medios ni para un transporte) y, una vez en el barrio, todo le costaba de reconocer, hasta el trazado de las calles. Después de horas de dar vueltas no había conseguido identificar el sitio que buscaba, hasta que, ya hacia media tarde, gracias a referencias visuales que no tenían pérdida, se tuvo que rendir a la evidencia de que más de treinta grandes manzanas habían sido derribadas, y la cota y el trazado de las calles, completamente modificados; en el lugar en que en otros tiempos estaba la torre del geómetra, ahora pasaba una pista rápida, y el edificio más próximo era una depuradora de aguas a unos sesenta metros, y a cien metros más un hotel de literas.

Al día siguiente, tras una noche de monstruos entre los temblores de febrilidades inciertas, había decidido a afrontar la cuestión a la brava: en su actual situación civil, en la calle no tenía nada que hacer; la única posibilidad de encontrar una solución era dentro de los edificios de la Administración Imperial, pero el problema era cómo entrar; una vez más recapituló: en la Capilla, imposible; ¿quién querría escucharlo cuando dijera quién era? En el Laberinto, ya estaba visto. En la Equemitía y el Palacio Bruijma, más valía no intentarlo. En el Palacio Conti (por más que se llamara el Palacio Golring, para él sería siempre el Palacio Conti), también tenía claro que no le dejarían ni acercarse. Ennegrecido de frío, suciedad y desnutrición, corroído de piojos y sabañones, indefenso para la cada día más alojadora supervivencia a la indignidad, Ígur sintió vueltos del revés en su interior los parámetros salvadores de la Prisión: Me acuerdo, lo comprendo, me reconozco… en las reglas del Juego. No parámetros para definir una conducta, sino para transitar sin accidentes, una posición de las piezas en el tablero. En la Apotropía de Juegos siempre necesitan actores de alto riesgo para los espectáculos más violentos, y si no tienen profesionales o condenados, los recluían entre los procedentes de la necesidad, conque decidió firmar un contrato de figurante, y en lugar de estipendio, la cláusula de que su única actuación tendría lugar en el Palacio Golring. Dicho y hecho, en la Apotropía de Juegos, saltándose cualquier reconocimiento de capacidad contractual, se lo quedaron y lo tuvieron encerrado en una celda infecta y estrecha y, por lo menos, aunque bajo mínimos, alimentado, como si fuera un animal, a la espera de la representación.

Siete u ocho días más tarde, lo visitó un instructor para explicarle de mala manera las reglas del Juego, que él no se molestó en escuchar; si nadie lo reconocía ni movía un dedo para sacarlo de allí, le daba igual no salir con vida, lo más probable en cualquier caso y, por supuesto, ofrecer un buen espectáculo era lo más remoto a sus preocupaciones. Sintió una cierta excitación al pensar que llegaba el momento de salir de allí, pero el instructor se fue y no pasó nada hasta tres días más tarde, cuando apareció otro a dar indicaciones para otro Juego, y después aún pasó una semana y media hasta que, por fin, lo sacaron y, en un transporte casi herméticamente cerrado, en compañía de tres individuos más, se lo llevaron de la Apotropía.

A medida que se acercaban al Sarca, el camino le resultaba más conocido, y no pudo evitar el asalto de emociones contradictorias cuando, por entre las diminutas rendijas de ventilación del transporte, vio que pasaban por el Puente de los Cocineros y, poco después, se detenían ante la.puerta posterior de servicio que tantas veces y con urgencias tan diversas y a menudo tan placenteras él había cruzado; en esa ocasión, sabiendo que si las cosas iban por mal camino, la salida la haría dentro de una caja, azuzado por la nostalgia hizo una esfuerzo por fijar en la memoria el aspecto del edificio y el paisaje urbano, hasta donde lo permitía la prisa sin contemplaciones de la Guardia que los empujó a él y a los otros tres a las dependencias interiores del Palacio.

Miró a las camareras esperando reconocer a alguna, pero enseguida desistió; ese trabajo quería carne fresca, y a saber adonde habían ido a parar las de su tiempo; las de entonces no se dignaban ni a mirarlo. ¿Por qué tendrían que fijarse en los del último grado de la escala humana? Fueron directamente a la gran Sala central; allí, en una palestra de seis por seis, estaban en pleno ensayo escenógrafos, iluminadores y comediantes vestidos de gimnastas. A pesar de las modificaciones que se apreciaban (ninguna para mejor, a su juicio), y las que sustancialmente introduce el paso del tiempo, el lugar resultó un doloroso edén de evocaciones. Un regidor asignó un número a cada uno de los recién llegados; a él le correspondió el cuatro.

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