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Los agarraron. Ore no le quitaba ojo al Caballero.

– ¿De qué unidad sois? -dijo el Oficial-. ¡Documentación!

De repente, Ore saltó hacia atrás, y clavó su mirada en la espada del Caballero. Lo abrumaban súbitas sacudidas de lucidez, como en la noche relámpagos de revelación.

– ¡Ahora me acuerdo! -gritó, y se encontró apuntado por media docena de fusiles-. ¡Ahora sabré quién soy y qué quiero!

– ¡Atención! -gritó otro Oficial-. ¡Cuidado con las radiaciones! ¡No disparéis los lásers aquí dentro!

– ¡El orden social es falso! -gritó Ore-. ¡Tenemos que contactar con el Fidai Mongrius, él me dirá quién soy!

Con una sensación de lentitud potentísima, que contrastaba con el vertiginoso acontecer de los hechos. Ore fue presa gozosa de los mecanismos de evaporación, inercia planetaria, mecánica cólica, temperatura y estación que hacen posibles los grandes tifones de la Costa Sur del Imperio.

– ¿Qué dices, loco? -gritó Tibu, y un Guardia lo tumbó de un culatazo; Ore se libró de los que lo acorralaban y huyó hacia la puerta.

– ¡Cogedlo! -dijo el Caballero-. ¡Que no escape!

En la puerta, los ojos de Ore se clavaron en los emblemas del frontón, que antes no había sabido ver. Dentro de un enorme pentágono estrellado, con fondo amarillo, lucía en vertical la doble hacha negra.

– ¡Lo sabía! -gritó Ore con una alegría desesperada-. ¡Ahora sé por que se retiró Arktofilax! ¡Yo soy el Fidai Ígur Neblí, el Invicto Entrador de este Laberinto!

– ¡Coged a ese loco! -oyó a sus espaldas, y salió corriendo; lo alcanzaron entre doce en un rellano lateral de la Falera; no llevaba armas, pero se enfrentó a ellos con las manos abiertas.

– ¡No me habéis vencido, mi respiración está intacta! ¡Yo soy Harpsifont, y volveré para enseñaros el camino de las estrellas!

Una punzada de hielo en el costado; la segunda cuchillada, la tercera. Cuatro, cinco, seis. Siete. La caída pausada en la oscuridad. Poco después, la Guardia se iba, y en la noche inmensa de Gorhgró, el charco de sangre alrededor del hombre vestido con mono gris, abandonado en el último rincón negro, era insignificante, verdaderamente insignificante.

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