Sobrevolando primero el Mar de Hierro, las nubes que rodeaban los altiplanos de la Oybiria Superior, y después las luces de las poblaciones del Lago de Beomia, entre las que la Isla era la joya destacada, y de Taidra y los núcleos de los afluentes del Sarca, el helicóptero aterrizó en el heliopuerto principal de Gorhgró. Allí tomaron un transporte.
– Marterni me ha ofrecido su residencia -dijo Arktofilax-, pero tendremos más independencia en tu casa.
– Naturalmente, será un honor. -Ígur mandó arreglar una habitación.
No había tiempo para la introspección anímica, pero Ígur no pudo evitar la presencia poderosa de los últimos acontecimientos vividos en Gorhgró: Debrel, Guipria, Sadó, Milana, Constanz, el Agon de los Meditadores…
Reposaron unas horas, y a media mañana el sello de Ígur lo puso en contacto con la Secretaría de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma. Pauli Francis lo reclamaba de inmediato, y cuando lo comentó, Arktofilax creyó conveniente acompañarle.
En esa ocasión, como la antesala se redujo a diez minutos, Ígur sintió un inconfesable anhelo de venganza al ver así confirmadas sus sospechas: a Arktofilax no se le hacía esperar. Y, sin embargo, la posibilidad de que la diligencia del dignatario fuera casual y no producto de la alta consideración que el Magisterpraedi le merecía en detrimento de la que le inspiraba él, un simple Caballero de Capilla, aún le encendía más.
El ujier los introdujo en el despacho, y Francis se dirigió a Arktofilax sin tan siquiera mirar a Ígur.
– Magisterpraedi, sed bienvenido a la Eponimia del Príncipe Bruijma -hicieron una leve inclinación-. Su Excelencia se ha interesado personalmente por la marcha de la Entrada -Arktofilax se inclinó aún más tenuemente-, y me ha ordenado que concierte una audiencia con los Entradores. ¿Habéis decidido quiénes serán?
Ígur iba a responder pero el Magisterprasdi se le adelantó.
– Seremos el Caballero Neblí y yo, con el permiso de su Excelencia el Príncipe.
Ígur quedó desconcertado.
– Muy bien -dijo el Secretario, y tecleó el Cuantificador-; ¿os va bien mañana por la mañana?
– Estamos a vuestra disposición -dijo Arktofilax, y Francis asintió.
– Según los informes, el límite de la Entrada es el veintiuno, es decir, dentro de una semana. ¿Habéis escogido día?
– No será antes del diecinueve -dijo Ígur, precipitadamente para impedir que Arktofilax apalabrase una fecha prematura-; he comprometido un padrinazgo de Juicio de Acceso a la Capilla.
Hubo un silencio de duda, y las miradas fueron del uno al otro como una chispa.
– Llegaremos al límite -dijo Arktofilax con la misma entonación calmosa-; con la benevolente Eponimia de su Excelencia entraremos en el Atrio el veintiuno a primera hora de la mañana o, si puede ser, incluso unas horas antes, y tendremos todo el día para preparar la Entrada a la Última Puerta a la hora de la tarde señalada.
– Perfectamente -dijo Francis, y después de concretar los detalles referentes a la burocracia, la dotación y las subvenciones, les hizo acompañar por el ujier.
En la calle, Ígur tuvo que tragarse el resentimiento por no haber oído ni media palabra sobre su brillante eliminación del Caballero de la Entrada Simbri, y por lo tanto el decantamiento de la Entrada a favor de la Expedición Bruijma, pero no estaba dispuesto a dejar pasar por alto decisiones que se tomaban sin su concurso, y quiso saber por qué la Entrada se limitaría a ellos dos.
– No es que yo tuviera otra idea -se excusó-, pero si os mostráis tan firme me imagino que debe haber alguna razón.
– La hay -dijo Arktofilax-. La Entrada a Bracaberbría la formábamos unos cuantos, y fue un desastre; en realidad -sonrió-, se puede decir que fui el único superviviente, y ya entonces decidí que en la Falera solo seríamos dos.
Ígur se moría de ganas de saber qué había pasado en el interior del Laberinto de los Pantanos, para resolver tan decisivamente a Hydene a no querer ser más de dos en la siguiente ocasión, y, por tanto, qué esperaba, o temía, que pasase, pero no se atrevió a preguntar. El Magisterpraedi le hizo saber que tenía que resolver unas diligencias que lo mantendrían ocupado hasta media tarde, y le pidió que encargase todo lo necesario para la Entrada, desde ropa y víveres hasta instrumentos de todo tipo, la naturaleza de alguno de los cuales sorprendió a Ígur: armas, linternas, detectores de todo tipo de ondas, cuantificadores de bolsillo, cuerdas y piolets.
A la hora convenida, Ígur y Arktofilax se encontraron en sus habitaciones, y el Magisterpraedi propuso un repaso a fondo de los elementos descifrados de que disponían. Con la ayuda de dibujos y esquemas Ígur le repitió lo que ya le había contado por encima en Lauriayan. También le mostró el disco de aleación que Debrel le había dado, que se suponía que abriría la Puerta, o serviría para que ambos fueran borrados de la faz de la tierra por el rayo de los dioses; pero Arktofilax sorprendió a Ígur mostrando una ilimitada confianza en las hipótesis y las conclusiones de Debrel, y sin que ninguna parte del proceso deductivo fuera puesta en duda, se pusieron a discutir acerca del reducto intelectual que la utilización de estrellas en la clave comportaba visitar, y la mezcla de leyes que exigía la deducción de un mecanismo simbólico. Ígur recordó las palabras de Guipria sobre Vega y la Polar, y por vez primera Arktofilax parecía motivado por la conversación.
– Recuerdo una discusión que tuvimos sobre eso, ya antes de Bracaberbría (porque allí Vega era una de las claves en juego, como también Phakt, Cor Caroli y Alpharad, la solitaria de Hydra); el conjunto más bonito de interpretaciones dinámicas no es el que considera a Vega y Altair como dos águilas, dentro del cual hay muchas versiones, desde la búsqueda del centro del mundo que tiene a Delfos tanto por origen como por resultado, hasta una que sitúa un aguilucho en el nido representado por la Corona Boreal, sino el que las considera amantes, separadas por la Vía Láctea igual que Suhel y las dos Sirras, como tú has señalado; en la antigua leyenda oriental son la Tejedora, hija menor del Soberano del Cielo, y El Boyero habitante de la tierra que la consigue como esposa con una estratagema, hasta que la madre de la Tejedora la hace volver al Cielo, y cuando El Boyero, que no tiene ninguna relación con el Bootes, la constelación de Arcturus, quiere perseguirla, la Gran Suegra interpone la Vía Láctea como último obstáculo, aunque después, conmovida por las súplicas y la tristeza de su hija, consiente que los enamorados se vean una vez al año, o dos, si consideramos los dos crepúsculos helíacos del conjunto. Más bella es aún la lectura uraniana de la historia de Hero y Leandro, que es básicamente la misma, pero a una escala más lúdica y, si se puede decir así, más sensorialista; es curioso que, si bien la interpretación clásica, por otra parte totalmente correcta, asocia el apagamiento del fuego de Hero a la desaparición invernal del triángulo del verano, hay quien interpreta la desaparición de los cielos sobre el aire sucio, no tan sólo por la suciedad de los humos, sino por la nefasta profusión lumínica de las noches de las ciudades; lo cierto es que ya tan sólo desde el Gran Arturo se puede ver un cielo medianamente presentable. Atención también al hecho de que la mayoría de lecturas asocian la separación de los amantes y la naturaleza de la Vía Láctea al agua.
– Y también que Vega, la más brillante de la pareja y la más alta sobre el horizonte, es siempre la mujer.
– Sí, pero eso está más ligado al dinamismo; no olvides que la feminidad es siempre más lenta en la Gran Obra, y aquí rige la distancia polar. Las estrellas más veloces, hablando siempre en términos de movimiento aparente, es decir, iconológicos, son las zodiacales, y las tradiciones astreas las ven como carros solares.
A Ígur le resultaba gracioso cómo Arktofilax había eludido admitir la atribución más brillante de la feminidad, y le pareció entrever en él una misoginia soterrada; aprovechando la última observación, recordó la observación de Guipria sobre la referencia polar del Uno, y sobre la identificación en la persona de Arktofilax.
– Debrel -desfiguró deliberadamente- remarcó la naturaleza dionisíaca de Arcturus, por encima incluso de la de Vindemiatrix, como vigilante crónico del ancla con centro en la cual gira el mundo.
– ¿Debrel dijo eso? -dijo Arktofilax y sobresaltó a Ígur con una mirada inquisitiva difícilmente esquivable; el pensamiento del joven Caballero dio vueltas velozmente. ¿Tanto se conocen Debrel y Hydene como para que el uno prevea de esa manera las opiniones del otro? ¿O es que algo en la entonación de la frase le había traicionado? No, más bien Debrel y Arktofilax han hablado con posterioridad a la conversación… Pero entonces, ¿es que la han comentado palabra por palabra? Y, aún peor, si estaban en contacto, ¿por qué le habían obligado a una búsqueda tan problemática de Arktofilax? De repente se le cuestionó completamente la imagen de Debrel-. ¿Quieres decir -miró los poemas proféticos- que el destino como guardián del centro, por tanto de la quietud, es el que lleva a ser vencido por Canopus, el piloto de la movilidad, que cabalga el leopardo? Porque el leopardo no lo pueden cabalgar los dos a la vez.
Ígur se decidió a hablar abiertamente.
– ¿Crees que Arcturus eres tú?
El Magisterpraedi se quedó pensativo mirando los papeles tanto rato que Ígur pensó que la cabeza se le había ido a otra cosa.
– ¿Crees que el jinete del leopardo eres tú?
La transposición de arquetipos en nombres propios nunca había sido la debilidad de Ígur y, en cualquier caso, y dado que Arktofilax no parecía proclive a hablar de Bracaberbría, sin entrar en el Laberinto cualquier cosa que se dijera serviría más para la satisfacción del intelecto que para la tranquilidad del expedicionario, y ambos socios, decididos a no alimentar las propias inquietudes a base de compartirlas, derivaron a problemas prácticos, centrados en la coordinación de gestiones con el gabinete del Príncipe; los permisos de Entrada estaban sujetos a un protocolo riguroso, y cualquier traspié podía herir susceptibilidades, no tan sólo entre ellos y el Epónimo, sino incluso entre ellos mismos. El compromiso de Entrada exigía la firma de todos aquellos que habían intervenido en gestiones directas, en especial en presencia física, ya que en el reparto posterior de los beneficios de los derechos del Laberinto, en caso de que la Entrada fuera coronada por el éxito, cada cual recibiera su parte. El problema era que Silamo, como enviado de la parte técnica, tenía derecho al reparto, pero sus credenciales habían quedado en poder de Ígur, que, en caso de que no apareciera, sería el beneficiario. Ígur consideró una complicación innecesaria tener que buscar a Silamo de un día para otro para hacerle firmar los contratos, y decidió que ya lo buscaría después del Laberinto para darle su parte. En un rincón de su pensamiento, no tan recóndito como hubiera querido, le rondaba la idea de que si después Silamo no aparecía, mejor para él, que percibiría más emolumentos. Arktofilax parecía más preocupado por otras cosas, y no insistió en dilucidar a quién más, desaparecido Debrel, se debía convocar para el acto protocolario del día siguiente.