Cuando la barca llegó a puerto, la calma de la localidad era absoluta. No se veía ni una nube, el cielo era tan azul que dañaba la vista, y no corría ni una brizna de aire; asfixiado de calor, Ígur preguntó por el Palacio Gudemann, y le indicaron el edificio rojizo en lo alto de la elevación. Tuvo que esperar media hora el transporte regular, y finalmente se montó junto a media docena de individuos que supuso criados y proveedores; el trayecto se le hizo larguísimo, zarandeado por un camino escarpado y polvoriento en el que se combinaban la incomodidad, el calor y el vértigo de las curvas. Poco antes del mediodía se encontró en la puerta del palacio, mucho más rico de lo que parecía desde el mar, con el estucado rojo Durero ribeteado y esquinado con mármol blanco. Preguntó por el Conde Gudemann al criado que le abrió, y le hicieron esperar en una salita de paredes desnudas y luz cálida, pero deliciosamente fresca, sobre todo en contraste con las ardentías solares recién sufridas.
Unos minutos más tarde se presentó un hombre de más de sesenta años, vestido de color claro y con un físico tan agradable y una mirada tan franca y atractiva que parecía situado fuera del alcance de las miserias humanas y las carencias de la edad.
– Caballero Neblí, sed bienvenido. ¿Habéis tenido buen viaje?
– Excelente, aunque un poco demasiado largo. -Sonrió; Gudemann lo miraba expectante-. El motivo de mi visita es ver al Magisterpraedi Hydene, me han dicho que se aloja aquí, en vuestra casa.
El Conde acentuó la sonrisa y movió afirmativamente la cabeza.
– Está aquí. Si queréis acompañarme…
– Nada me complacería más -dijo Ígur.
Cruzaron maravillosos patios interiores porticados, con fuentes y estanques centrales y árboles olorosos, y alas abiertas a galerías con vistas a mar abierto, o a la población, talmente una miniatura desde esa altura, hasta llegar a una terraza orientada al Norte desde donde se apreciaba hasta el continente; allí había tres hombres y cuatro mujeres, unos sentados, otros de pie o apoyados en la barandilla. Gudemann hizo las presentaciones.
– Mi Esposa Idania -Ígur saludó a una mujer de unos treinta años, alta y morena-, la Señora Fulvia -de facciones muy angulosas y peculiares, había sobrepasado los cuarenta-, el Magisterpraedi Ikan Triddies -un anciano imponente-, su Señora Melissenda -de su misma edad, y aspecto plácido-, el Señor Valerio Marterni, Secretario de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía -un hombre de unos treinta y cinco años de muy buena planta-, mi hija, vizcondesa Brosmana -una pelirroja de poco más de veinte años, y con el aire de todos los vicios a sus espaldas-, y -a propósito o no, había quedado para el finalel Magisterpraedi Teke Hydene.
Ígur se vio frente a un hombre difícil de reconocer de las filmaciones y fotografías de veinte años atrás, cuando el vencedor del Laberinto de Bracaberbría tenía treinta recién cumplidos, ahora entrecano, con una barba corta y los ojos hundidos tras espesas cejas triangulares; la nariz era fuerte y angulosa, y el perfil, pronunciado como el de un ave de presa. Se miraron largamente, e Ígur se olvidó de los demás.
– Magisterpraedi -dijo Ígur-, soy el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y he venido…
– Sé muy bien a qué has venido, Ígur Neblí -lo interrumpió, con una voz de bajo tenebrosa y evocadora-, y si permites que te lo diga, hace tanto tiempo que Debrel me avisó que llegarías, y tanto más que me lo dijo Omolpus, que ya creía que te habías perdido.
– No lo entiendo -dijo Ígur-, si Debrel estaba en contacto con vos, ¿por qué me ha obligado a toda esta peregrinación?
– Debrel y yo rompimos deliberadamente el contacto directo a partir de un incidente que ahora no viene al caso y que, naturalmente, no tiene nada que ver con la armonía de nuestras relaciones, que se ha visto aún más reforzada a partir de una decisión que llegó, digamos, de un dictado de la prudencia. Lamentablemente -abrió los brazos-, yo no podía salir a tu encuentro, porque el Príncipe Simbri nos habría acusado de violar la Ley del Laberinto -maldita Ley del Laberinto, pensó Ígur, muerto de ganas de preguntar qué hubiera pasado si en el terrado del bar de Horapolus llega a vencer Meneci-, y has tardado más de lo previsto -miró el mar abierto-, pero estás aquí, y eso es lo que cuenta.
– ¿Cómo sabéis que soy quien digo ser? -dijo Ígur, pensado que él tampoco tenía ninguna certeza de estar ante Arktofilax.
El Magisterpraedi lo interpretó al instante.
– ¿Quieres que nos mostremos las téseras? ¿Quieres que las pasemos por el Cuantificador con los códigos personales? -Sacó su sello, una espléndida pieza circular con fondo en rojo puro, en el centro una calavera frontal de plata, igual que el marco, y se miraron a los ojos una vez más. Arktofilax era un poco más alto que Ígur, y vestía de gris oscuro de pies a cabeza, con ropa holgada y sandalias; sin saber cómo ni por qué, Ígur sintió una abrumante certeza acerca de la identidad del interlocutor; los demás, que no habían perdido detalle, se alejaron discretamente.
– No sabía que conocieseis al Magisterpraedi Omolpus -dijo Ígur.
– ¿Te sorprende? No debería extrañarte saber que era uno de los grandes; al fin y al cabo, a ti te ha enseñado muy bien. -Lo miró suavizando la severidad de la expresión-. Omolpus y yo teníamos las mismas oportunidades y, por lo que decía todo el mundo, el mismo talento para competir por el Laberinto de Bracaberbría, pero en la Capilla nos teníamos que enfrentar, y eso significaba la destrucción de uno de los dos. Tal y como tú tendrías que haber hecho con Lamborga si no hubierais sido tan atolondrados, lo dilucidamos entre él y yo: uno atacaría los Pantanos, otro se retiraría a las montañas dedicado a la enseñanza hasta que encontrase a alguien con las condiciones necesarias para ser entrenado para el Último Laberinto -Ígur iba de sorpresa en sorpresa; en poco tiempo le parecía que hacía años que se conocían-. Ya lo ves, ahora tú eres a la vez el joven Omolpus y el joven Hydene -miró el horizonte, y casi sonrió-, así es que no nos falles.
– ¿Sabéis dónde está el Magisterpraedi Omolpus?
Arktofilax no dijo nada, e Ígur le explicó lo que había pasado con Milana, y de una cosa pasó a la otra hasta que acabó por hablarle de la orden sobre Debrel y Guipria. El Magisterpraedi escuchaba con tristeza.
– Malos tiempos -dijo al final-. No sabía nada, pero podía imaginarlo. Le agradezco a Paulus que me lo haya ahorrado.
Almorzaron los nueve en la media luz de un patio interior bajo la parra y la madreselva, y la delicia reposada estuvo a punto de ablandar el espíritu de Ígur y hacerle bajar la guardia. Arktofilax y él hablaron durante toda la comida y la sobremesa de la situación política, de la reforma del Hegémono, de los Príncipes, de la Sexta y la Séptima Demeterinas, y sobre todo del Laberinto y del punto donde la desaparición de Debrel había dejado las investigaciones. Arktofilax no puso objeciones a cómo se había resuelto la cuestión de la Puerta, y con detenimiento Ígur se extendió acerca de todo el proceso de reducción de estrellas. Nunca fue cuestionada la urgencia de viajar a Gorhgró para resolver la Entrada, para la que ya no quedaba margen más que de ocho días, y la proximidad del final de la estancia en el oasis llenó a Ígur de una melancolía morbosamente cercana al nudo en la garganta.
Por la tarde, la inminencia de las lágrimas estaba presente en todo. Entre Arktofilax y el resto del grupo parecía haber ataduras afectivas muy poderosas, en especial con el anfitrión.
– Este es el momento que has esperado tantos años -dijo el Conde al Magisterpraedi-. Siempre he detestado las despedidas, así es que me retiro con la luz, tal y como ordenan las tradiciones; aquí siempre tendrás tu casa, coge lo que necesites para Gorhgró. -Ambos se fundieron en un largo abrazo, y Arktofilax se despidió de los demás de uno en uno; Gudemann esquivó el temporal de las emociones y se llevó a Ígur aparte-. A ti, joven Caballero, te espera una gran prueba, y sé que la pasarás noblemente, haciendo uso de la generosidad, la misericordia y el sentido común que dignifica todas las pasiones. ¡Me recuerdas tanto otros tiempos! Si algún día… -vaciló- si algún día necesitas alejarte del Imperio, yo qué sé, o hay alguna carga que se te hace demasiado pesada… no dudes ni un instante en venir a esta casa. Serás acogido el tiempo que quieras. -Y, tal y como había anunciado, se retiró con su mujer a las habitaciones.
Ígur miró desaparecer a Arktofilax haciendo volear el amplio lino y, mientras se despedía del resto de los presentes, se preguntaba por la forma física del Magisterpraedi, si aún guardaría las armas, si conservaría la técnica, cómo resistiría los previsibles rigores del Laberinto. En el centro de la sala, una columna, y a su lado un reloj de arena de cristal dorado. El Secretario Marterni fue el más prolijo y explícito a la hora de la despedida.
– Caballero, como debéis haber deducido, trabajo y vivo en Gorhgró y soy un seguidor entusiasta de vuestros progresos. Ahora que nos conocemos, espero grandes cosas de nuestra amistad.
– Será para mí una satisfacción y un honor -dijo Ígur.
Arktofilax reapareció con la barba afeitada, vestido de Caballero de pies a cabeza, con las insignias y la espada, Ígur se quedó sorprendido de hasta qué punto la primera apariencia había sido engañosa. Tenía delante al guerrero durísimo, el que nunca había sido vencido, curtido y férreo como nunca había visto a ninguno: el mito entero, tan terrible como antes.
– Y ahora, queridísimos, adiós -dijo el Magisterpraedi.
Un transporte de lujo, que tuvo la virtud de hacer desaparecer las piedras que tanto habían martirizado a Ígur a la ida, los condujo al heliopuerto de Lauriayan, situado en el centro de la bahía; las luces de la población brillaban más densas en unos puntos cerca de la interrupción del agua, más dispersas en las demás direcciones. A Ígur le estaba resultando difícil digerir la repentina brillantez del desenlace. Arktofilax no dijo palabra, Ígur respetó el silencio que imaginaba poblado de recapitulaciones y, tal vez, de nostalgias.
En la pista los esperaba un helicóptero privado que los condujo directamente a Gorhgró.