A la hora señalada, un Teniente de los Imperiales al frente de cuatro Guardias llevó al hombre perdido en sí mismo a la puerta de la residencia del Caballero de Capilla Per Allenair, un palacete antiguo que permitía suponer la ascendencia noble del propietario. Un criado de aspecto nada servil les abrió.
– De acuerdo con las órdenes -dijo el Teniente-, os hago entrega del Número Seiscientos dieciséis millones doscientos treinta y seis mil sesenta y ocho.
– Adelante -dijo el criado, y firmó el papel que le presentaba el Oficial; después se dirigió respetuosamente al individuo aludido por el Guardia-: Caballero, tened la bondad de pasar.
– ¿Queréis que deje dos soldados, para más seguridad? -preguntó el Teniente; el criado lo miró con desprecio.
– Os lo agradezco, no es necesario -dijo, y les abrió la puerta; cuando estuvieron fuera, se dirigió de nuevo al invitado-: Si gustáis, Caballero Neblí, el Caballero Allenair os espera.
Lo condujo a una sala donde, de pie, el Caballero lo recibió.
– Fidai Neblí -dijo con una sonrisa contenida que revelaba una fuerte emoción-, no sabéis cuánto me alegra haberos encontrado.
Ígur se resistió desesperadamente al pánico que le producía la idea de un desfallecimiento inmediato.
– ¿A qué os referís? -balbució-. ¿Dónde me habéis encontrado? ¿Por dónde me buscabais, de dónde me he perdido? -La expresión del anfitrión pasaba lentamente de la sorpresa dolorosa a la tristeza calmada, como si se hiciera cargo de una situación penosa-. ¿Por qué os alegráis de encontrarme, si vos y yo nunca hemos sido amigos?
– Os ruego que os tranquilicéis. ¿Cómo es posible que alguien diga, y precisamente vos, que nunca hemos sido amigos?
Ígur se hizo añicos en la inmensidad magnánima de aquella mirada clara; habría querido verse en ella como el que ha acabado la juventud con serenidad y sin debilitarse, como aquel que, más fuerte que los demás, sobrevive al naufragio y entra confiado y generoso en la noble competición de los obsequios, pero se abandonó sin resistencia, extenuado, disuelta la voluntad y el orgullo como una criatura que cae en los brazos de los suyos después de un mal paso, y con el placer del desarbolamiento, se lanzó a las lágrimas con toda la fuerza acumulada en tantas incertidumbres y temores.
– Os ruego que me excuséis -dijo sollozando, firmemente decidido a expiar el desastre que llevaba dentro.
Allenair respetó su desahogo, y cuando le pareció que se recuperaba, le habló con voz confortadora.
– Caballero, entiendo que habéis pasado tragos terribles. Tal vez queráis noticias de la situación actual del Imperio.
Ígur levantó la cabeza.
– ¡Ya la sé! Lo que no entiendo es mi posición. ¿Por qué ha desaparecido todo lo que yo había tocado antes de la Prisión? ¿Por qué ha desaparecido el Laberinto sin que nadie se atreva a hablar de ello?
– ¿El Laberinto? -dijo Allenair, perplejo.
Ígur se echó las manos a la cabeza.
– Un momento -dijo intentando no caer de nuevo en el descontrol del gemido-, antes de contarme lo que son las cosas, creo que debierais saber lo que yo recuerdo.
– No me atrevía a pedíroslo -dijo Allenair con suavidad-, visto cómo os encontráis, pero creo que nos ahorraría sorpresas y dilaciones.
Ígur hizo una relación detallada del aprendizaje en Cruiaña al lado de Omolpus, sin olvidar a los condiscípulos, Milana- en lugar destacado, la ida a Gorhgró, el Acceso a la Capilla y la peripecia del Laberinto con Debrel y el mundo del Palacio Conti, desistiendo de hacer una clasificación paulatina de los hechos de acuerdo con el grado de discreta sorpresa del interlocutor ante un nombre determinado o una situación, y sí, en cambio, arrepentido a cada cosa que rememoraba de tanta imprudencia suya, de tanta codicia, de tanta soberbia, sin que lo detuviera una última brizna autocrítica que le hacía apreciar cómo el Imperio había conseguido que encontrase un consuelo verdadero en la más completa y sincera autoacusación, a la vez que en la sensación de desastre irreversible encontraba la mejor ligereza de liberación.
– Y eso es todo, Caballero -dijo al final, satisfecho del peso que se había quitado de encima.
Allenair lo miró abrumado.
– Caballero, no os puedo ayudar. Mejor dicho, no sé cómo podría ayudaros sin causaros un perjuicio más grave del que ya os han infligido. Sabed tan sólo -vaciló- que habéis sido… que para mí no dejaréis nunca de ser uno de los más nobles Fidai que ha tenido la Capilla del Emperador.
Ígur hizo un esfuerzo para no volver a desbaratarse en lágrimas. El delirio por hacerse perdonar había cedido en él por completo al delirio autoinmolador.
– ¿Y vos y yo no estamos en bandos contrarios? -dijo, ahogado de angustia, y el otro negó con un gesto-. ¿Nunca lo hemos estado?
– Allenair continuó negando, y para ello ahora ya le bastaba, por extensión, con la tensa inmovilidad de la mirada-. Y vos… sois un Astreo negro, ¿no? -El Caballero lo miraba tan fijamente que Ígur sintió cómo el desmoronamiento volvía con más fuerza que nunca, y sintió que el Laberinto es un nudo, y nunca sabría qué es antes y qué después, y qué ha sido dentro y qué fuera-… ¿Insinuáis que el Laberinto es un recuerdo que me han fabricado en la Prisión? Pero ¿por qué?
Allenair abrió los brazos.
– Poco más os puedo decir -murmuró con una preocupación que
Ígur intentaba desesperadamente interpretar paso a paso sin que nada se le escapase, pero también sin que el pánico le hiciera confundirse o excederse-; en este estado sois demasiado vulnerable. Lo que ha pasado en el Palacio Golring o en la Bruijmathron se puede repetir, y si no tenéis la suerte de que yo o algún otro que os conozca os vea…
La angustia de Ígur se tomó un receso. Se le ocurrió que los últimos hechos, incluida la aparición a última hora de Allenair en la sala de Juegos del Palacio, eran un montaje para socavar su personalidad.
– Quisiera saber qué es verdad y qué no lo es de todo lo que os he contado.
Allenair sonrió.
– Eso es metafísica, amigo mío. Todo es verdad, todo es mentira… Cuando vos interpretáis vuestro recuerdo, ¿quién soy yo para desmentirlo?
– Yo no lo veo así… Os lo diré de otra forma: ¿dónde están las personas de las que os he hablado?
– A Milana lo matasteis vos tal y como habéis explicado, a pesar de que las circunstancias, en fin… De Debrel y de su mujer hace tiempo que no se sabe nada, Marterni es el Parapótropo, Bruijma es el primero entre los Príncipes, Ixtehatzi murió retirado hace siete años, Berkin es el Decano de la Capilla, Ifact es el Equemitor de Recursos Primordiales… -Miró la expresión tensa de Ígur-. Os comprendo, Caballero. No os podéis fiar de nadie, y yo no seré la excepción. Lo único que puedo hacer por vos es facilitaros un viaje a Lauriayan, al Palacio Gudemann, que es quizá el lugar donde las cosas han cambiado menos en relación a como las recordáis. Quizá entre el Conde y Madame Brosmana encontraréis la paz, si no podéis encontrar las respuestas.
Allenair mandó servir la cena.
– ¿Puedo saber cómo y por qué fui a parar a la Prisión?
– Claro, si no lo recordáis no tengo inconveniente en decíroslo -dijo Allenair-, pero me pregunto hasta qué punto es mejor que lo mantengáis en el olvido.
– ¿Por qué? ¿Qué teméis que haga?
El Caballero lo miró con afabilidad.
– ¿Estáis en condiciones de manejar la espada y el fusil? ¿Estáis ágil como antes? -Sonrió sin esperar respuesta-. Lo que temo que hagáis es lo que os podría volver a…
Ígur soltó los cubiertos con más desesperanza que rabia, con un cansancio inconmensurable.
– Ya lo entiendo. Soy un insolvente en todos los terrenos. ¡Más valdría que me devolvieseis al Palacio Golring!
Allenair sonrió con resignación.
– No preciso deciros que en lo que decidáis, os ayudaré sin reservas -dijo con suavidad.
– No debo tener muchas alternativas -dijo Ígur, intentando sonreír-, estoy en vuestras manos. -Dejó una pausa dilatada-. ¿Qué ha pasado con mi sello?
– Lo mandaré reclamar a la Agonía de la Prisión, no os preocupéis, y os lo haré llegar a Lauriayan. Entre tanto, tomad el mío. Dejó en la mesa un piedra cuadrada de un azul intenso, con un águila negra en bajorrelieve.
– Pero ¿y vos? -dijo Ígur, mirando el sello sin atreverse ni a tocarlo;
Allenair hizo un gesto de indiferencia.
– Yo vivo medio retirado, prácticamente no lo utilizo. Seguramente el año que viene solicitaré la Magisterpraedicatura -dijo-. Ya me lo devolveréis cuando recibáis el vuestro.
– Como digáis -dijo Ígur, pensando que en el salón central del Palacio, Allenair no se le había antojado precisamente un Caballero medio retirado, pero como en su situación no le veía objeto a desconfiar de la única persona que lo trataba bien en muchos años, no insistió-. ¿Cómo iré a Lauriayan?
– Pasado mañana va hacia allí nuestro amigo Deiri Cotom, ¿lo recordáis, ¿verdad? Podéis ir con él. Mientras tanto, sería un gran honor que aceptaseis ser mi huésped.
– El honor será mío -esbozó una sonrisa forzada-. Nunca olvidaré vuestra comprensión y vuestra ayuda.
Acabaron de cenar, y después Allenair quiso indicarle en persona su dormitorio.
– ¿Necesitáis algo más? -le dijo en el umbral de la puerta.
– No; es decir, sí, quisiera haceros una pregunta. -Allenair esperó atento-. El Emperador… ¿dónde está? Quiero decir, ¿lo habéis visto? ¿Ha hecho alguna aparición pública? Me refiero…
Allenair sonrió y desvió la mirada.
– Queréis decir si existe, ¿verdad? -Ígur no hizo ningún gesto-. Caballero, necesitáis un buen reposo más de lo que yo creía. El Emperador es un atleta, un cazador de primera categoría, un practicante de la pesca submarina insuperable y un esgrimidor tan notable que necesita practicar con los Fiadi Invictos si quiere un rival a su altura.
Decidido a superar la opresión emotiva que no lo abandonaba, Ígur creyó por un instante que ésa era la prueba definitiva que confirmaba sus sospechas.
– Una última cuestión: Sadó… quiero decir Madame Golring -sonrió, incomodado-, vos la tenéis que conocer, esta tarde no erais un extraño en su Palacio -Allenair se mantenía a la expectativa, y cuando Ígur notó que el anfitrión no le concedería el respiro de dar la pregunta por formulada, se armó de valor-: ¿dónde está? ¿Es la amante de los Príncipes, tal como dicen?