– Vamos a ver -dijo al cabo de un rato-, ¡el número uno, a la palestra!
A los demás les mandaron sentar en un rincón. El número dos era un joven alto y delgado, y el tres un hombre de mediana edad y notable corpulencia.
– ¿Sabéis -preguntó el número cuatro a los otros- si Madame Golring asiste a los ensayos?
El número tres se encogió de hombros, y el joven alto y delgado puso cara de lástima.
– Está tan ocupada viajando con los Príncipes que no creo ni que asista a la representación.
– ¿Con los Príncipes? -dijo el número tres-. A mí me han dicho que es la organizadora de las fiestas privadas del Hegémono.
– ¡Vosotros, silencio! -les advirtió el regidor-. ¡Atención, empezamos!
Se trataba de comprobar el buen funcionamiento de una máquina en cuyo interior se situaba, colgado boca abajo y sujeto con cuerdas, el cuerpo del número uno; el jugador, situado a once metros en un pórtico rectangular, de cuatro de ancho por dos de alto, y con una red al fondo, como una portería de juegos de pelota, tenía que asaetear una diana situada a un metro bajo la cabeza del colgado.
– Si no acierta -explicó el número tres a los otros en voz muy baja-, el jugador ha perdido la partida y tiene que retirarse, pero si acierta veréis qué pasa.
El operario, haciendo las veces de jugador, efectuó dos disparos, y el dardo no hizo diana; a la tercera acertó de lleno, y se accionó un sofisticado mecanismo con un brazo en forma de concha que le cortó la cabeza al número uno en redondo y la proyectó a una velocidad formidable a la portería que ocupaba el jugador, quien se tiró para pararla; la cabeza se incrustó en la red.
– Muy bien -dijo el regidor-. ¡Venga, el número dos! -se dirigió a los operarios-: Bajad un poco la velocidad.
El joven alto y delgado se levantó abatido y se dirigió a la palestra; mientras esperaba que descolgaran el cuerpo sangrante del número uno, el número tres terminó la explicación.
– Un Cuantificador local gradúa la fuerza y la dirección de la cabeza de acuerdo a la posición del jugador, que sólo gana si es capaz de pararla; si no la para, como de todas formas ha hecho diana, tiene otra oportunidad. -Esbozó un gesto de resignación-. Es un entretenimiento de entreactos, y los jugadores son del público, así es que hay más posibilidades de salir vivo del Juego de verdad que de los ensayos.
– Pero -dijo el número cuatro con desolación-, si ahora se trata de ajustar la máquina, no tenemos ni una posibilidad de salir vivos de aquí.
El número tres se encogió de hombros riendo.
– Seguramente no. ¡Qué quieres que te diga! ¡Me he hecho tantas veces a la idea de morir que ya no me asusta! -lo miró condescendiente-; tú eres nuevo, ¿verdad?
– ¡Vosotros! -gritó el regidor-, ¡que no os tenga que volver a advertir!
La cabeza del número dos se estrelló contra el palo y de rebote tiró unas cuantas sillas del público.
– ¡Mala suerte! -dijo el número tres, y se levantó para ir al estrado sin esperar a que lo llamaran-. Adiós, amigo, mucho gusto de conocerte.
– ¿Cuántas veces tengo que decir -voceó el regidor- que cuando se modifica la potencia debe volverse a reglar el sensor direccional?
– No sabía que fuera el modelo antiguo -se excusó el operario-, estoy acostumbrado a los reglajes automáticos.
El número cuatro contempló desasosegado cómo bajaban el cuerpo del número dos y colgaban al número tres; debe haber sobrevivido tantas veces como dice, pensó, pero ésta no creo que la cuente. El operario disparó a la diana, y a la primera acertó; la cabeza se clavó límpidamente en la red. No había esperanzas, pensó. Si intentaba huir, lo único que conseguiría sería que lo colgasen ahí arriba después de una paliza o con un tiro de la Guardia en el cuerpo, así que no valía la pena.
Todo había sido inútil. Si no había nada que hacer, por lo menos se había ahorrado desilusiones y sufrimientos.
– Ahora va bien -dijo el regidor-. Hagamos la última prueba. ¡Número cuatro!
En un tris se encontró amarrado en la misma situación que los infortunados precedentes. Estaba de espaldas al operario, y no podía esperar el lanzamiento del dardo, pero oyó a la perfección cómo el primero se clavaba en la diana, aunque alejado del blanco, lo pudo ver por el rabillo del ojo. La puerta se abrió y entraron cuatro hombres a la sala. El operario disparó el dardo de nuevo, esa vez muy cerca del blanco.
– Caballero -dijo el regidor-, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?
– Rutina de seguridad, favor para el invitado especial -respondió una voz profunda y vibrante que inquietó vivamente al número cuatro.
Sin poderlo evitar, se retorció y se le escapó un gemido.
– ¡Silencio! -dijo el regidor.
– Bajad a ese hombre de ahí -dijo la voz profunda, con entonación de asco.
Cuando lo descolgaron, el número cuatro miró abrumado la imponente figura del Caballero.
– ¡El Fidai Allenair! -murmuró.
– ¡Silencio, he dicho! -dijo el regidor.
El Caballero se volvió hacia el número cuatro, y su cara adusta no se modificó lo más mínimo. La mirada fría volvió al regidor.
– ¿Quién es?
– ¿Quién es quién. Caballero? -dijo el otro; Allenair señaló al número cuatro sin mirarlo, y el regidor se encogió de hombros.
– Mandadlo esta noche a mi casa -dijo secamente el Caballero.
– Pero la Apotropía… -dudó el regidor.
– ¿Es un criminal peligroso?
– No lo sé, pero comprenderéis mi responsabilidad…
– Os firmaré una exención sellada -dijo el Caballero en un tono que no admitía réplica-, pero lo quiero a las ocho de la tarde en mi casa; enviadlo con cuatro Guardias. Y ahora, dejadme comprobar los aparatos de seguridad.
– Ahora mismo. Caballero -dijo el regidor, y señaló al número cuatro y se dirigió a su ayudante-: Ya lo has oído, muévete.
El ayudante dio las órdenes pertinentes, y el número cuatro, aún sin acabar de creerse lo que le acababa de pasar, salió de allí con una custodia tan ambigua como su agradecimiento, como su pesar.