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A la mañana siguiente, Ígur tuvo mejor suerte. El Consultor de la Apotropía General de Juegos del Imperio resultó ser un hombretón afable y bien dispuesto, con más pinta de mecánico o pastelero que de alto cargo de la Administración, y recibió al Caballero de Capilla sin más dilación que la debida a la localización de su persona en el intrincado circuito de despachos. Tras las presentaciones y las cortesías de ritual, Ígur le explicó a Gemitetros sus propósitos, de acuerdo con las indicaciones de Debrel. De entrada, el Consultor se mostró, siguiendo con su gentileza, más proclive a las preguntas que a las respuestas.

– ¿Entonces formas equipo con Debrel? -dijo-; el Agon de los Meditadores estará contento.

Ígur no sabía si era una pregunta, una invitación o una provocación, y creyó más prudente no entrar en detalles sobre el Agon de los Meditadores, en quien parecía radicar el centro de gravedad de tantas cosas.

– Así pues, ¿éstos son los locales de la Apotropía?

Gemitetros se encogió de hombros; si aquel joven no quería sacarle partido a la situación, cuando tenía contra las cuerdas a uno de los dignatarios mejor situados del Imperio, allá él.

– La Apotropía no tiene locales propios, salvo la gran sala de máquinas tragaperras que hay en el sótano de este edificio (aunque se entra por otra calle); aquí ejercemos de agencia de contratación y promoción; los propietarios de las salas son los nobles, generalmente de grado medio: Barones y Vizcondes, rara vez Príncipes o Duques, y los clientes son los actores y los apostantes.

– Quisiera hacerme una idea general de las distintas clases de Juegos.

– No hay problema -dijo el Consultor; lo condujo a un despacho y lo invitó a sentarse ante unas pantallas donde, accionando el control, aparecieron diversas imágenes que fue comentando, esquemas al principio, después filmaciones de escenas reales-; existen dos modalidades básicas de Juego: aquellas en las que el jugador es tan sólo espectador, sin más participación en el espectáculo que su entretenimiento propiamente dicho, o, en todo caso, con el aliciente de una apuesta, y aquellas en las que el jugador participa directamente, arriesgando una parte importante de su patrimonio o de su físico, hasta los casos extremos en los que se juegan la propia vida, pasando por un sinnúmero de variedades mixtas, que a partir de una base diferencial se pueden inventar a medida que el Juego progresa creando o recreando su propias reglas, que quedan después archivadas en los Anales de la Apotropía; generalmente el punto de partida son los modelos clásicos en que se aplican los principios del Juego de Inducción. Por ejemplo: hay dos jugadores, A y B, A se juega cinco mil créditos, B se juega la vida; si gana A, mata a B, y si gana B, obtiene los cinco mil créditos. Pero, por ejemplo, sin modificar la apuesta inicial, se puede introducir la modalidad total, que consiste en acordar que quien gane lo gane todo, el dinero y la vida del otro jugador, y observa que puesto que ello no modifica el desenlace de la modalidad anterior en caso de ganar A, la modalidad total obliga a penalizar el procedimiento de tirada en contra de B, que de la otra forma jugaría con ventaja; existe también la modalidad de propiedad, en la que el que gana puede perdonarle la vida al perdedor si el resultado se lo ha concedido, pero con ciertas prerrogativas, entre las que hay también un amplio abanico de variantes: derecho a una parte de la herencia, vida en propiedad al estilo del código de honor de los duelos entre Caballeros (¡o de los esclavos!), prerrogativas que el perdedor tiene la oportunidad de eximir al cabo de un tiempo comprando su vida, si el otro se la quiere vender, y si no quiere, podría dar lugar a un pleito, o bien volviéndosela a jugar en condiciones muy inferiores, solución poco recomendable ya que en caso de un nuevo resultado desfavorable, además de la vida, las pérdidas patrimoniales serían absolutamente desastrosas.

– Si se trata de salvar el patrimonio, siempre queda el recurso de una incapacitación o de un suicidio.

El Consultor lo miró como si hubiera sido ofendido en su más íntima sensibilidad estética.

– Ningún jugador con honor sería capaz de traicionar el principio de la suma cero en un compromiso a dos. Existen mejores procedimientos para librarse de una transacción terminal.

– ¿Ah, sí? -dijo Ígur, ligeramente provocado-. ¿Cuáles?

– Por ejemplo, volver a jugar contra sí mismo, con pérdida tapada.

– ¿Qué ganador aceptaría un trato así? Tiene poco que ganar.

– La Apotropía ofrece para esos casos estímulos adicionales -Gemitetros se echó a reír-, siempre en beneficio del espectáculo -se tomó un respiro-. Un Juego que tiene mucho éxito entre los que sufren graves problemas económicos es el de la Gran Hipoteca: se trata de vender la vida a plazo fijo, por ejemplo de un año; la cantidad se cobra en el momento, y al año se da la vida a cambio (como variante, se ofrece a precio más bajo un sorteo adicional de salvación, cuantificado supongamos en una posibilidad entre tres); en el noventa y nueve por ciento de los casos, el jugador se fuga antes del plazo, sobre todo si las cosas le han ido mejor, y entonces es perseguido por un cuerpo especial de cobradores que tiene como misión liquidarlo, con el aliciente de que si al cabo de dos meses de vencido el terminio el perseguidor o perseguidores no han cumplido su cometido se considera que ha habido incompetencia, o se ha producido alianza fraudulenta, y se envía a otros para matarlos a todos, jugador y cobradores, o bien, como variante, tan sólo al primer perseguidor; otra variante establece ya en principio el derecho de fuga del jugador, y una subvariante somete a sorteo el número de perseguidores (con el cero incluido, en la modalidad más barata) y nuevas subvariantes, la fecha de caducidad del Juego, o ciertas limitaciones de tiempo y espacio, por ejemplo que el perdedor sólo puede ser liquidado en sábado, o fuera del término municipal de Gorhgró; esos parámetros, o bien otros, pueden ser del conocimiento del jugador, o pueden serlo tan sólo algunos de ellos, y en unos casos los jugadores sabrán que existen parámetros secretos y en otros no lo sabrán, incluso hay modalidades en las que los jugadores contratan la posibilidad, con la cuantificación y las correcciones del coste de la jugada correspondientes, de la existencia de normas que ellos ignoran.

– Muy interesante -dijo Ígur.

– La modalidad reina es la que se llama Fonotontina -prosiguió el Consultor-, que consiste en un contrato entre un mínimo de diez interesados, con gran riqueza de variantes a partir de la básica, que reúne a un grupo, con una fecha de salida y todos contra todos, y, en las partidas más selectas, sin más premio que la emoción del Juego y la gloria de haber sobrevivido; se puede introducir el problema adicional de la búsqueda de la lista, o del orden y la disposición de las muertes, o del descubrimiento de las fechas indicadas, a través de un proceso lógico, o de una leyenda en la que cada participante representa a un personaje, o en un poema representa una metáfora o un grado de abstracción, o bien a través de un recorrido por lugares o con terceras personas, o ligado a la evolución de un hecho concreto o de un grupo de personajes reales, por ejemplo los miembros de una familia de Príncipes, o los Agonos dependientes de una determinada Apotropía -Ígur escuchaba con atención: ésos debían de ser los aspectos más próximos al Laberinto-; lo que en principio parece asegurar una muerte violenta a plazo fijo es en realidad un seguro de vida, porque los nombres de los participantes, con el código de identificación correspondiente, quedan registrados en el Archivo General de la Apotropía de Juegos del Imperio, con la expresa prohibición de participar en cualquier otro Juego de Azar, si bien suele darse el caso de jugadores compulsivos que pierden la vida ilegalmente en apuestas privadas con anterioridad a la fecha del inicio de la Fonotontina.

– Ah -dijo Ígur-, ¿existe el Juego ilegal?

– No, no es ésa la cuestión. El Juego privado no está prohibido. En realidad muchos Juegos que comienzan gestionados por la Apotropía desembocan más tarde en soluciones particulares, nuestro único interés por las cuales es el de registrarlas para el enriquecimiento de nuestros recursos, porque muchas te dejarían asombrado por la imaginación, el valor o la generosidad que llegan a desplegar. Pero como resulta imposible, en un Juego, establecer dónde empieza y dónde termina la intervención de la Apotropía, que, como te explicaré después, domina casi todo el movimiento social del Imperio, el objetivo no estriba tanto en dar carta de naturaleza oficial sino en la socialización de garantías, el compromiso institucional de que cualquiera tenga su oportunidad, si está dispuesto a jugársela en serio.

– ¿Y ese compromiso también se rige por reglas de Juego?

Gemitetros se echó a reír.

– Excelente sentido del humor. Caballero. -Se quedó en silencio-. ¿Qué estaba diciendo antes del inciso?

– Hablabais de los jugadores que ilegalmente…

– ¡Ah, sí! Quería contarte el célebre caso Rufinus, que ya debes conocer, en el que uno de los participantes en una Fonotontina con un montante económico considerable sobornó a un funcionario para participar en un póquer a muerte, en el que perdió la vida; la familia del difunto elevó una reclamación a las instituciones, y ante la posibilidad de que la judicatura, o la propia Apotropía, anulase la Fonotontina o dictase un arbitrio mistificador del Juego, el resto de los participantes instituyó un acuerdo privado para avanzar el plazo, y de los trece iniciales (en realidad los doce, por la desaparición del causante del contratiempo), en tres días no quedaban más que dos, que, bien escondidos en sitios seguros, desplegaron el uno contra el otro ejércitos de mercenarios que acabaron por matarse entre ellos en el centro de la ciudad, hasta alcanzar tal punto de escándalo publicitario y escarnio del buen orden de la institución que ocasionó que la Apotropía, presionada por el propio Gobernador, se viera obligada a dictar con carácter de urgencia una disposición dividiendo la Fonotontina entre los dos supervivientes; pero cuando los interesados se asomaron a la luz pública, los profesionales contratados y subcontratados para matarlos no habían recibido contraorden de sus clientes respectivos, o quizá éstos ni siquiera habían llegado a saberlo, y, en cualquier caso, como es propio del asesino serio ante cualquier cambio circunstancial no alterar los designios por deducciones propias o por suposiciones infusas de otros que no provengan del propio contratante, ninguno cayó, o no quiso caer, en la cuenta para emprender alguna gestión en ese sentido, que por otra parte habría resultado asimismo inútil, porque las subcontrataciones, práctica corriente entre los mercenarios que dominaban el mercado, eran de hecho incontrolables, así es que los dos ganadores no llegaron, no tan sólo a cobrar lo que les correspondía, sino a circular ni media hora por las calles de Gorhgró. Y, mira lo que son las cosas, al cabo de un año se descubrió que entre los que mataron a los dos últimos participantes hubo pistoleros a sueldo del Imperio, y a pesar de que nunca se ha llegado a probar que hubiesen sido ellos y no otros los que, finalmente, habían logrado el objetivo, fue suficiente para desatar el escándalo, cuyo origen se debía a la ineludible necesidad del Comisario de Juegos Rufinus de tapar ante el General superior un ejercicio deficitario tras el que acechaban los más turbios trasfondos, y más tarde, cuando las exigencias técnicas del proceso permitieron saber quién estaba detrás de la investigación que lo había propiciado, y resultó ser el heredero de uno de los dos últimos supervivientes, se descubrió su conexión con uno de los dos pistoleros a sueldo del Imperio presuntamente implicados, sin que, de momento, se haya podido establecer de manera concluyente una relación de causa y efecto entre los hechos, de manera que el asunto continúa pendiente de la judicatura, ahora, además, complicado por el problema de los intereses del capital, que por derecho le corresponden a la Apotropía, y que también ha entrado en litigio, con una acusación añadida al Comisario Rufinus de apropiación indebida de una parte, cuando gestionaba la cesión entre el dictamen del Apótropo y la muerte de los supervivientes.

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