Con ese precedente, y perdidos el cuerpo y la cabeza del tercero de los rebeldes, el Hegémono cismático Aretario, en el transcurso de una peste que redujo a la nada la victoria militar y comercial del sector radical de los Yrénidas, es comprensible que a partir del renacimiento tecnológico del siglo III, la Cabeza de Frima se guardara en la cámara central de un gran edificio destinado expresa y exclusivamente para ese fin, dotado de una vigilancia y protección tan rigurosas y eficaces como las del Palacio del Hegémono, empezando por la elección del sitio, la zona Norte del anillo urbano más próximo a la Falera (considerado el sector seguro por antonomasia) y acabando en las defensas con armas semiconvencionales, preparadas para repeler un ataque con artillería pesada. Una vez pasados los controles, que exigían al consultante, entre otras cosas, una pureza social que maculaba una simple infracción de tráfico, la parte de la entrada del edificio estaba dedicada a documentación oracular, con biblio-filmoteca y consultorio electrónico, salas de espera, de acceso y de expendeduría de resultados; un ala aparte del edificio, con otra entrada, se destinaba a alojamientos de invitados y consultores ilustres, entre los cuales, con acceso único, se erigía un palacete cerrado para el Emperador. Finalmente, y ya pasada la consulta, estaba el pago en cajeros cibernéticos, y la salida. En el centro del edificio estaba el gran salón hexagonal de la Cabeza de Frima, rodeado por tres corredores concéntricos separados por vidrieras blindadas y accesibles desde escaleras subterráneas, el exterior destinado al público en general, y los otros dos para el uso de consultantes dispuestos a pagar más por ver la Cabeza más de cerca; tan sólo a visitantes ilustres les estaba permitida la entrada al interior del recinto propiamente dicho. Allí, la Cabeza se conservaba en el interior de una campana blindada, transparente y sensible a impresiones externas gracias a un estudiado sistema autocorrector que permitía la comunicación y a la vez un perfecto aislamiento, aire esterilizado y ciertas precisas condiciones de composición química del aire, presión, temperatura, grado de humedad, nivel y densidad lumínicas y sonoras, ausencia de vibraciones y radiaciones, factores todos ellos que, además, para no interferir en el proceso de captación que comportaba el fenómeno augural, se tenían que someter a las sutiles correcciones que un equipo de expertos ajustaba con la ayuda de un supercuantificador conectado a todos los bancos de datos sobre el asunto y a un circuito de sensores que detectaba hasta la más remota fluctuación de las ondas y las radiaciones del cerebro del consultante (de ahí el interés que comportaba una visita bienintencionada a la Cabeza Profética, y los peligros de una consulta con finalidades equívocas), atenciones que no se interrumpían en ningún momento respecto a la Cabeza, ni aun fuera del horario público (cuatro equipos humanos se relevaban en el cometido), por si la Cabeza iniciaba una predicción por iniciativa propia, cosa poco frecuente pero que cuando se producía afectaba a asuntos de importancia capital para el Imperio. En el exterior del Palacio, y mantenidos a una cierta distancia por la Guardia, de quien, sin embargo, se decía que recibían comisión, porque aplicando la ley con rigor hubieran tenido que detenerlos, había proliferado una multitud de puestos de venta de imágenes, postales y recordatorios de la Cabeza Profética (falsificadas o fraudulentamente obtenidas, porque en el salón de consulta no estaban permitidas las fotografías ni las grabaciones de ningún tipo, a excepción de las de los propios aparatos de los sacerdotes programadores oraculares), camisetas, llaveros, libros y películas, otros donde se encuadernaban en piel los resultados del oráculo, se pasaban de la cinta a la impresión o al revés, y hasta puestos de bebidas y bocadillos, a precios abusivos en relación a la ínfima calidad, para hacer más llevadera la cola, que a menudo llegaba a durar días enteros para el público ordinario, que no para los consultantes distinguidos, que como ya se ha dicho tenían entrada y trato aparte y directo.
Ígur Neblí entró en Información a media tarde, la hora que le habían aconsejado como la más adecuada, y topó con el implacable oficialismo del funcionario del Cuantificador.
– ¿Caballero de Capilla? -dijo, consultando la pantalla-. Lo máximo que os puedo ofrecer es el acceso al segundo pasillo a mitad de precio, o bien al primero con una rebaja del treinta y cinco por ciento.
La idea de Debrel no era la de que realizara una consulta, sino la de conocer el funcionamiento de la institución.
– Quisiera hablar con el Maestro de Ceremonias.
– No está -dijo el funcionario; Ígur se impacientó.
– Pues quiero una audiencia lo antes posible.
– El miércoles de la semana que viene, no, el de la siguiente -dijo el funcionario después de una inacabable consulta al Cuantificador; Ígur asintió, y cuando ya se iba el funcionario lo detuvo con un gesto-; son doscientos créditos.
– ¿Por qué doscientos créditos? No quiero hacer ninguna consulta.
– Lo siento, son doscientos créditos si queréis una entrevista.
Ígur pagó con el sello, y se largó maldiciendo el negocio de la incultura.
Una hora después, al apearse del transporte que le había devuelto al otro lado de la Falera, cerca de la Equemitía, notó que le seguían. Se volvió un par de veces, y tres individuos vestidos de gris de arriba abajo se le aproximaban cada vez más. Ya había oscurecido, y al detenerse en una esquina se le echaron encima con espadas hipodérmicas. Fonóctonos, supo Ígur con gran susto; sacó el arma y allí mismo derribó a dos. El tercero le hizo volar la pistola láser por los aires, y se vio obligado a esgrimir la espada; mientras tanto Ígur oyó el leve pitido del transmisor del atacante, y el pánico le dio fuerzas: patada, y un tajo en el cuello; el Fonóctono se desplomó como una piedra, la sangre le manaba a borbotones entre unos dedos que inútilmente se aferraban a la garganta. Demasiado tarde, de la otra punta de la calle llegaban tres más, disparando armas láser, prohibidas en Gorhgró, aunque no para los Fonóctonos, quienes de todas formas no existían oficialmente. Inútil buscar su arma; la única posibilidad, huir. Con la espada en la mano, Ígur regresó a la parada y se subió en marcha al transporte. Mala suerte, dos de los Fonóctonos habían llegado a tiempo, y se habían encaramado por el exterior; más disparos, Ígur protegido por la cabina, gritos de la gente, algunos saltan en marcha, otros se amontonan a cubierto, el pánico se apodera del conductor; Ígur le ordena no parar. Los Fonóctonos continúan disparando, hieren a pasajeros, matan a tres. Ígur rueda por el suelo hasta el lateral y los sorprende: uno cae y las ruedas del transporte lo destrozan, el otro queda colgado de la antena del estabilizador. Mala suerte, del bolsillo le cuelga el transmisor, Ígur distingue el puntual intermitente rojo, pronto se le echarán más asesinos encima; el transporte cruza uno de los puentes sobre el Sarca, demasiado arriesgado saltar, lo hace cuando el vehículo ya rueda por tierra firme, Ígur como un felino, siete u ocho volteretas por el suelo y, de pie de un nuevo salto, al acecho. No deben estar muy lejos, corre por una avenida desierta que desemboca en otro puente; está de suerte, a doscientos metros se distingue el Palacio Conti. Le parece oír otra vez a alguien por detrás. Tres siluetas lejanas en el extremo de la calle. Ígur corre por el puente hasta la Puerta de los Cocineros y la abre con el sello. La deliciosa camarera del primer día la cierra tras él.
– ¡Caballero Neblí, vaya prisas! -exclama con una risa contagiosa; Ígur no resiste la tentación de un abrazo de refugio y recuperación-. ¿Queréis ver a la Reina de los Dos Corazones?
Ígur asintió, y ella lo llevó a una salita, donde poco después entró Fei con la alegría de la sorpresa complacida en la cara. Iba totalmente desmaquillada, con ropa de estar por casa, y el pelo recogido en un moño. Tenía el aire reposado y tranquilo de quien da por terminada una jornada no especialmente movida.
– Ven conmigo, querido -dijo, tomando por la cintura a Ígur, y lo llevó a la habitación, la del pequeño jardín que Ígur ya conocía, la apartada maravilla del paraíso remoto que reduce los tormentos y las paradojas al ridículo. Se tumbaron en la cama y lentamente se quitaron la ropa.
– Mi Liebrecita a los pies del Cazador -dijo Ígur dulcificando la caricia-, el gran Perro te va a comer.
– ¿Por qué no se come la Palomita que está más abajo? -rió ella, respondiendo con el pie en el hombro de él; después se incorporó-; mi Delfín se dormirá entre el Águila y el Cisne. -Y apretó a Ígur entre la mano izquierda y la rodilla contraria.
– Me defenderé con la Flecha y el Caballito -dijo él con un gesto envolvente de las demás extremidades.
– ¿No lo quiere cabalgar Arión?… La Saeta, la Red, el Lazo, el Fuego…
– Con remo feliz más allá de las Ceraunias, y acogido en las aguas tranquilas de Oricos…
– Y más allá del Reloj, tan sólo el Fénix…
Únicos remansos del tiempo, los del olvido en el placer, como esos que pasaban un espeso muro entre el presente y el pasado, por más amenazador y reciente que fuera, las horas de Ígur en los brazos de Fei no dejaban las sospechas tan en suspenso como él deseaba. Después de la contemplación y el repaso de la memoria, del paisaje transcurrido del espíritu y del cuerpo, las facciones de Fei, grandes y agradables, hechas para el placer (todo, en ella, era contundente y poderoso, pensó Ígur, era una de esas mujeres con las que puedes hacer el amor empleándote a fondo, sin miedo a dañarlas), eran pura quietud sin preguntas, pero a la vez tan expresivas que resultaba difícil mirarse en ellas sin estremecerse.
– Me gustaría haberte conocido de pequeña -murmuró Ígur.
– ¡Oh, de pequeña era muy fea!
La contrarréplica era innecesaria, Ígur se abandonó otra vez al olvido de todo; la idea de los Fonóctonos buscándolo por calles heladas lo sumía en la satisfacción del mentiroso más impune, y qué mejor triunfo que el cuerpo de Fei para acogerla.