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– Me gustaría saber si el Equemitor tiene noticia de mi existencia -dijo Ígur, pensando en el concepto de legalidad pública: ¿Desde cuándo la Administración tiene necesidad de establecer una privada?

Debrel le miró fijamente.

– Hasta que se te ocurrió combatir con Lamborga, te puedo asegurar que tu llegada a Gorhgró era un secreto guardado con una discreción modélica -todos se echaron a reír-; a partir del anuncio del Juicio, todos los Cuantifícadores andaban como locos con tu biografía -Debrel y Silamo se miraron con una sonrisa, y Guipria le dedicó a Ígur un simpático gesto de resignación-; de la tuya, la de tu padre y la de tu maestro Omolpus, que para la mayoría no es más que un oscuro Magisterprasdi retirado en las montañas. Comprende que nadie quería sorpresas, y nadie sabía quién te enviaba.

– No me envía nadie -dijo Ígur-, y no respondo ante nada más que mi deseo.

– Eso está bien, y no dejes de decirlo mientras puedas -dijo Debrel-. Ahora debiéramos organizar el calendario de los pasos necesarios para el Laberinto. En primer lugar, tienes que ir a ver a la Cabeza Profética -Ígur sonrió pensando en Lamborga-; una vez allí pregunta por el Maestro de Ceremonias de mi parte; no te molestes en pensar en el Anágnor, sólo está para los Príncipes. Después solicitarás entrevista con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma; intentaremos que sea nuestro Epónimo. A continuación te convendría una visita a la Apotropía General de Juegos del Imperio (recuerda bien el nombre, porque hay muchas Subapotropías locales, y ninguna de ellas tiene la información de la General); allí buscas al Consultor Gemitetros, que es amigo mío desde hace años; puedes contarle con toda confianza tus intenciones, él ya sabrá qué aspectos de los Juegos te conviene saber para enfrentarte a los mecanismos del Laberinto; una vez tengamos todo eso resuelto, tú y Silamo iréis a visitar el Laberinto de Bracaberbría.

– Lo que queda de él -dijo Silamo, y él y Debrel se rieron; Ígur creyó conveniente una vez más no preguntar por Arktofilax.

– Mientras tanto -Debrel sacó de una repisa un libro viejo y grueso como un diccionario-, aquí tienes la Ley del Laberinto; no te digo que la estudies -se echaron a reír todos otra vez-, pero a medida que vayas conociendo aspectos nuevos conviene que los consultes aquí para repasarlos, familiarizarte y ampliarlos; también conviene que me vengas a ver con regularidad, por ejemplo una vez cada tres días. El Laberinto -aclaró viendo la cara de curiosidad de Ígur- requiere un entrenamiento; además, si voy a ser el responsable técnico, necesito saber de tus progresos, y tú que te resuelva dudas. -Se había hecho tarde, Ígur daba por terminada la visita-. ¿Tienes alguna pregunta?

– ¿Dónde está el Emperador?

Hubo una fugaz triangulación de miradas entre Debrel, Guipria y Silamo.

– En la fortaleza de Silnarad -dijo Debrel sin vacilación. Silnarad era una palacio que en otros tiempos y con armas convencionales tenía fama de inexpugnable, y que era inexpugnable entonces gracias a un sistema de radiaciones celulares extremadamente costoso, situado en la cima de una formación rocosa a nivel del mar en el centro de la bahía del mismo nombre, cerrada por la isla de Brinia y por las poblaciones de Aleña y Eraji, que no eran sino las concentraciones más personalizadas de la extensión urbana que ocupaba el litoral. En parte dormitorio de los servicios del Palacio del Emperador (en teoría habitat para la excelencia de la nobleza Ática) y en parte reducto de ocio estival de la Beomia-; hace veinte años que Hydene y Beiorn entraron en el Laberinto de Bracaberbría; cinco años después, el Emperador abandonó la ciudad, y los Príncipes y el Hegémono se instalaron en Gorhgró; pero él nunca quiso vivir allí; se han comprobado estancias cortas en Ferina, en la Isla del Lago de Beomia y, no es tan seguro, en Turudia; en cada sitio los problemas de seguridad eran peores; dicen que las salidas de esas localidades coinciden con las sucesivas muertes de los primogénitos. Parece ser que hace tan sólo once años, cuando ya había nacido el actual Emperador, que Anderaías III se aposentó en Silnarad, de donde no se ha movido más, y donde murió hace dos años, en circunstancias tan sospechosas como sus herederos.

– Dicen que sufrió un coma diabético -dijo Silamo.

– Un coma diabético después de tres días de orgía ininterrumpida tiene el valor de una puñalada -dijo Guipria-. ¿Dónde estaba la Guardia personal? ¿Qué hacía el Apótropo de la Capilla?

– La cuestión más interesante -prosiguió Debrel- es quién tiene acceso al Emperador. Por derecho institucional, el Hegémono, el Príncipe de los Príncipes, por lo tanto Nemglour, que es como decir nadie, y el Apótropo de. la Capilla.

– El problema -dijo Guipria- no es quién más tiene acceso al Emperador, sino quién dictamina quién más tiene acceso al Emperador.

– Y lo único que tiene interés para nosotros -concluyó Debrel- es de quién te puedes fiar cuando te dice que sabe quién decide quién tiene acceso al Emperador.

– Lo cierto es -dijo Guipria- que Nemglour está demasiado viejo, el Hegémono es demasiado poderoso y está demasiado ocupado para divagar con un niño de doce años, y el Apótropo de la Capilla está demasiado ocupado negociando, por no decir conspirando, con La Muta y los Meditadores. ¿Quién rodea al Emperador? ¿El Anamnesor? ¿El Equemitor Caradrini? ¿Los institutores? En ese caso, ¿designados por quién?

Ígur detestaba la especulación como juego. Un discretísimo bostezo de Sadó le indicó el fín de la velada.

– Nunca os podré pagar tanta amabilidad y gentileza -dijo-; mañana iré a ver a la Cabeza Profética, y os comunicaré enseguida el resultado.

– Te esperaremos con impaciencia -dijo Debrel poniéndose en pie, y Silamo se encargó de acompañar a Ígur a la salida.

La Cabeza de Turudia era la única superviviente de una cadena de Cabezas Proféticas que se remontaba a las edades míticas, muchas de ellas, como Iokanaán o Bran, más tarde santificadas, y otras, como Holofernes, Onésilo, Orfeo, Carolus -no Jarfrak-, Sorel, María Antonieta y Boecio, por diferentes motivos incorporadas a la memoria colectiva, algunas incluso al cielo. La última serie de Cabezas Proféticas había sido de una especial riqueza y continuada proliferación, pero la mayoría se habían destruido o perdido durante la revuelta que, cien años atrás, había culminado con la sustitución de los Yrénidas por los Gúlkuros como dinastía imperial. La Cabeza de Turudia, que por razones de seguridad (aunque se decía que existían otros intereses) se guardaba en Gorhgró, era, según querían y defendían con argumentos y documentos sus guardianes, de uno de los tres Hegémonos Oybirios que conspiraron contra el Emperador Yrénida en la última década del siglo II del Imperio, cien años antes de la citada caída de la dinastía, en concreto la de Frima Kumayaski, ejecutado en el 197 en la fortaleza de Taidra, y, formando parte del botín de guerra del Archiduque Narolus, llevado después ante el Gobernador de Turudia como muestra de agradecimiento por su decisiva intervención contra los rebeldes. El sucesor del Gobernador se la obsequió a su sobrino, entonces delegado del Hegémono Imperial, que fue quien, ante la proliferación de consultantes, decidió transportarla a la plaza militar de Gorhgró, en aquella época sin duda la más fuerte del Imperio. Grabada en la memoria popular en forma de leyenda quedaba la historia de la Cabeza de su hermano mayor, y Caudillo de la revuelta, el filósofo Peirgij. Durante los años de la confrontación, Peirgij Kumayaski había demostrado ser el más hábil estratega orientador y ejecutor práctico de las correcciones ópticas de la acción, y una vez sofocada la revuelta y castigado de acuerdo a las leyes, demostró, como ya se había predicho, que sus cualidades trascendían a la insignificante circunstancia de la vida, y hasta al horror que en lo astral deja para siempre una muerte prolongada y cruel. Su cabeza, cortada ejemplarmente en el Pórtico de la Plaza de Homenajes del Palacio de la Isla del Lago de Beomia después de largamente sometido el cuerpo al flagelo, hierro candente, amputaciones y desollamiento, quedó expuesta a la entrada de la población, que a su vez era la puerta Norte de la Plaza de Homenajes, colgada del gran escudo de piedra y bronce que corona el pórtico central, y una vez vacía la testa de humores y sustancias por efecto del paso del tiempo, sin intervención humana alguna se instaló en ella un enjambre de abejas, que construyó su colmena y así, de forma natural y, para expresarlo de acuerdo a la ortodoxia auspicial, espontánea y fruto de una necesidad, se estableció un oráculo a la entrada de la ciudad, inspirado en las visiones del peregrino Coplis, que había descubierto las virtudes, dicen, gracias a una apreciación casual. Y toda una ciencia augural germinó en torno a las abejas: la regularidad y frecuencia del vuelo, el dibujo que trazaban y la dirección, los cruces y la hora exacta del día, o la circunstancia, hasta la ausencia de movimiento en una ocasión significativa, si entraban o salían por el agujero de la boca o por los ojos, o si sucedía por el cuello o las orejas, o si era por el ojo o la oreja derecha o la izquierda, o si salían por uno y retornaban por el otro. Con la frecuencia que decretaban los apicultores jurados, la miel y los panales se retiraban con gran ceremonia, el día y hora escogidos siguiendo el dictamen del propio oráculo, y la miel se destinaba a untar el cuerpo de tres doncellas que a continuación se ofrecían al placer de los siete primeros forasteros, ya fueran hombres o mujeres, que llegasen a la ciudad, durante siete días consecutivos, aunque esta última parte muy pronto degeneraría en orgías privadas de los sacerdotes del oráculo, los Príncipes y los comerciantes más poderosos, quizá, según argumentaron sin rubor algunos de ellos, porque cada vez era más difícil encontrar doncellas, aunque fuesen de doce años, ni la miel era siempre suficiente para untar la superficie necesaria y, una vez dispensada una parte del ceremonial, ya daba igual, hasta que un día, justo al año de morir Coplis el peregrino, atormentado por los escrúpulos y la cobardía, las abejas salieron todas por la boca y se dividieron en dos bandadas, una se fue hacia Levante y la otra hacia Poniente, y las de Levante volaron lejos y no volvieron, y las de Poniente trazaron tres círculos en sentido horario y plano vertical y volvieron a la Cabeza entrando por el ojo izquierdo y, según las crónicas, a causa del peso del contenido, o, como en tiempos posteriores de mayor luminosidad racional se ha querido hacer prevalecer, por la corrupción natural o por negligencia en el cuidado de las abejas, la materia orgánica no resistió más, y a la mañana siguiente encontraron la cabeza desprendida y destrozada en el suelo, en el umbral de la Puerta, la miel derramada y unas pocas abejas en desorden. Al cabo de tres días la Isla del Lago de Beomia fue asediada por la Guardia del Gobernador de Sunabani, y en veinte días vencida, los habitantes pasados por las armas o descuartizados, y las casas incendiadas y reducidas a escombros.

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