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I

– ¡A mi escudo, la crisálida azul Sari Milana! -gritó con la entonación ascendente ritual el Juez del Combate, con un gesto que señalaba y a su vez invitaba al silencio a los espectadores-. ¡Y a mi lanza, la crisálida amarilla Ígur Neblí!

Los dos jóvenes tocados con medias máscaras de los tonos indicados, oval la amarilla y en triángulo invertido la azul, tal como había adjudicado el sorteo, ejecutaron los saludos rituales y se orientaron como les había correspondido. La tarde brillantísima de finales de enero helaba la elevada plataforma, y el sol bajo, a la derecha del Juez, deslumbraba las miradas a ras, en especial la del contendiente amarillo.

– Hoy la vida tendrá un único determinio -prosiguió el Juez-. Un solo asalto, y la ofensiva para la crisálida azul.

Ígur Neblí se concentró en los ojos medio ocultos de su rival y en su propia respiración. Miró a Poniente, pensando en la adversidad acuariana. Con las armas del perdedor tradicional, las del cangrejo, le correspondía combatir contra aquellas de donde por esa misma ley procede el vencedor. Recordar que Sari gozaba de toda la ventaja, armas y orientación, le infundió una extraña seguridad; no era el alivio de poderse amparar en la adversidad del azar en caso de perder, sino, posiblemente al no tener la obligación de ganar por no poseer las armas de la victoria, la plácida confianza de que tenía ganado el Combate.

– Que sea lo que será -dijo el Juez.

Ígur y Sari se pusieron en guardia; Sari, con el tridente y la red, Ígur con el escudo redondo y el gladium. Desde el primer momento, Ígur forzó la naturaleza de su posición, que exigía la quietud de la tierra, para intentar exiliar al adversario, que, representante del agua, necesitaba más que nada la firmeza de su postura para mantener la cohesión, y que, como es natural, procuró no moverse. Sari era más alto y corpulento que Ígur y, teniendo la envergadura de armas y de luz a su favor, su fortuna se basaba en la espera. Ígur ejecutó los primeros movimientos, que no desplazaron a Sari, a quien correspondía la ofensiva. ¡Ay, los años de aprendizaje, ay, ya era hora! ¡Cuidado con la vanidad! ¡Cuidado con la reflexión a destiempo!

Sari arrojó la red negra, que planeó sobre Ígur como un pájaro monstruoso. El amarillo se parapetó de un salto tras su escudo, y se lanzó a por la espada; la red fustigó furiosamente a su izquierda el suelo de parquet radial, e Ígur se apartó de un salto hacia atrás en el momento justo en que el tridente de madera tronaba con fuerza en el sitio que su cuerpo había ocupado un cuarto de segundo antes.

– ¡Final! -gritaron al unísono los espectadores, puestos en pie de un solo impulso.

Ígur estaba acorralado en el ángulo Nordeste de la plataforma, con el sol completamente de cara; el tridente de Sari le apuntaba directamente al cuello, y la tensión superaba el ahogo consecuente. El tridente se disparó como una cobra, pero el escudo de Ígur fue más rápido que el sobresalto del público, y el arma emblemática se desvió con un chasquido seco hacia la izquierda del agresor. Sari era un adversario terriblemente hábil, porque si hubiera dado fuerza a su ataque en lugar de velocidad, Ígur habría podido aprovechar el impulso para desequilibrarlo y vencerlo por el flanco, pero tuvo que limitarse a saltar a un lado para evitar el remolino de la red por debajo.

– ¡Hélice y cruz! -gritó el público, aludiendo a una figura de ataque y defensa especialmente espectacular.

A causa del último movimiento, Ígur ocupaba el ángulo Sudeste, con ventaja, además de por orientación, por tener a Sari en el lado Este y no en el centro, y cuando Sari quiso recuperarla con un salto lateral, Ígur se desplazó en paralelo, y se encontraron enfrentados en el lado Sur. Puesto que el azul ya había empleado la ofensiva que le correspondía, Ígur podía atacar, y descargó una estocada en vertical descendente que Sari defendió en regresión; se podía oír el gladium dallar el aire como el silbido de una serpiente; Ígur ejecutó dos remolinos y un giro, y en el retroceso condujo a Sari hasta el centro de la parte Norte, y de allí, con un giro de tres cuartos otra vez en regresión, de nuevo hasta el ángulo Noroeste. Ígur gozaba de la iniciativa, pero un acuariano acorralado es la más peligrosa de las armas, y se tensó el silencio de los espectadores; Sari lanzó la red en forma de látigo, pero Ígur la esquivó por el lado Oeste; entonces el azul avanzó con el tridente en ataque, y de nuevo Ígur lo frenó con el espadín, pero el arma del otro tenía ventaja, y el amarillo tuvo que retroceder hasta el ángulo Sudoeste, hasta que el impulso del adversario le obligó a dar tres cuartos de giro para no tocar la finísima banda de seda que delimitaba el terreno de combate; lo que envió a Sari de nuevo al rincón, pero esta vez el giro había dejado a Ígur a contrapié, que era lo que el azul esperaba.

– ¡Final! -gritó el público otra vez.

El azul arrojó la red como un látigo a las piernas del amarillo, que dio un salto prodigioso que situó sus pies a la altura de la cabeza del agresor; en una segunda pasada circular, Sari lanzó la red a media altura, y entonces, rápido como un rayo, Ígur se agachó a la vez que retrocedía un paso hacia el centro del cuadrilátero. La tercera voladura de la red ya no le pilló desprevenido y se distanció lo justo para interponer el escudo al extremo del entramado, lo imprescindible para que el arma defensiva se enredase solamente, y así los adversarios quedaron trabados; ése era el paso intermedio de la figura «hélice y cruz», en principio con ventaja para el acuariano, que con sus defensas anuladas tiene por encima del cangrejo la superioridad del arma; Sari lo aprovechó lanzando el tridente contra Neblí, pero tener el sol en los ojos armó al amarillo de la abstracción necesaria que da la ira y, ajeno a público y pensamientos, opuso a una de las horcaduras el gladium, y aprovechó el impulso del adversario para dejarse caer de espaldas en el suelo, y poniéndole los pies en el centro de gravedad del cuerpo rodó hacia atrás y arrastró a Sari de cabeza por encima de él; pero Sari era agilísimo, y al ver que no podía evitar la defensa, favoreció el empujón infligido hasta caer de pie; Ígur también acabó de rodar hasta recuperar la vertical, pero puesto que la maniobra los había situado espalda contra espalda, la ventaja entonces era para la fuerza, la precisión, la agilidad y el equilibrio, y ahí fue donde el amarillo aprovechó su décima de segundo: cuando ya se incorporaba, en el último impulso, se fue volviendo hacia la izquierda; las armas se habían destrabado, pero no así el escudo y la red, que, por efecto de las vueltas de los contendientes, habían formado una maraña que aumentaba la tensión, y cuando Sari aún tenía que fijar los pies en el suelo, Ígur, con los suyos asentados bien firmes, le asestaba un formidable golpe en el hombro izquierdo con el codo del mismo lado, que, desequilibrándolo, le obligaba a volverse hacia su derecha mientras que Ígur lo hacía hacia su izquierda; los adversarios quedaron enfrentados cuerpo a cuerpo, pero la media vuelta había enredado a Sari en su red, y tenía ambas manos aprisionadas; Ígur le dio un golpe frontal a la vez que soltaba el escudo, y el azul cayó de espaldas sin tan siquiera poder parar el golpe. Rápido como el rayo, el amarillo le puso una rodilla en el pecho y la punta de su espada de madera en el cuello.

– ¡Crisálida amarilla Caballero de Pórtico! -gritaron, en pie, los alumnos, acólitos y aspirantes que formaban el público. El asalto había durado dos minutos y diez segundos.

El Juez se levantó y juntó las manos con las palmas hacia adelante; después dejó caer la derecha y, extendiendo la izquierda, señaló al vencedor, que de inmediato retiró el arma de la emblemática situación, y ayudó al adversario a levantarse y a desenredarse de los útiles que lo apresaban. El pabellón de Cruiaña, localidad donde había transcurrido casi toda su vida, le pareció más bonito que nunca, y a la vez despojado de cualquier veneno. Los contrincantes ejecutaron los saludos rituales, y se quitaron las medias máscaras. Ígur Neblí se inclinó ante el Juez.

– Crisálida amarilla Ígur Neblí -dijo el viejo-, has ganado el Juicio de Acceso. En el plazo de tres días te presentarás a tu Magisterpraedi, que te hará entrega del título y te indicará tu destino. -Lo miró sin reflejar emoción alguna-. Puedes retirarte.

Ígur y Sari, amigos y compañeros de estudios, bajaron juntos del estrado. Por la escalerilla del lado Sur sólo cabía uno; a pesar de que faltaba la investidura, uno ya era un Caballero de Pórtico, y Sari, a quien esperaba una segunda oportunidad al año siguiente, le cedió el paso. Habría sido un insulto que Ígur hubiera renunciado a su privilegio, y, con una incomodidad que le resultó inexplicable, lo ejerció. Cuando se retiraba a sus aposentos recordaba las veces que había imaginado ese momento, cómo había previsto grabar en el recuerdo, en una hora tan significativa, haciéndose la composición de que era por última vez, las altiplanicies de Cruiaña, de horizontes dilatados y cielos intensos y puros, donde todo parecía distante y pequeño a la vez; pero el camino se le hizo corto, y había llegado al final sin el detenimiento de la contemplación para evocar. Su recuerdo sería tan sólo de un deseo, porque la vida iba más deprisa que el pensamiento.

La visión de la realidad recordada desde las calinas del mito, anticipación en tanto que deseo, se hacía presente una y otra vez en los preludios insomnes de las noches de Ígur, dibujada en el placentero vértigo del inicio de una invención: Ésta es la historia del Caballero de Capilla Ígur Neblí, en los Atlas del Imperio de la Última Revolución llamado la Gloria del Laberinto, Ígur el Cretense en los Escolios del Dogma de Haleb, venerado YNen las Runaciones Édicas de las Lunas Pastoras de Anatolia, el Caballero de la Ápia Doble, Ghooyri Nyephlí en los Apócrifos del Laberinto, Eygor Ennehí, finalmente, en las Crónicas de los Planetas Troyanos, El Que no duerme. El Que no se representa a sí mismo.

Tres días después de ganar el Combate de Acceso, a la hora señalada, Ígur Neblí se presentó en el despacho del Magisterpraedi de Cruiaña Jan Omolpus, y como paso previo a la ceremonia de investidura, fue recibido en audiencia privada. Formaba parte de la visita prescrita al superior, pero, de no haber sido así, era capítulo obligado de cortesía hacia el antiguo maestro.

– Dos minutos y diez segundos -dijo sin inflexiones el dignatario, un hombre de edad indefinida, pero con la suficiente para poder ser el padre de Ígur.

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