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IV

La residencia del geómetra Kim Debrel, ex consultor del Anamnesor Imperial, era una torre redonda que se alzaba en la cima de una colina rodeada de edificaciones similares, en la parte más oriental del anillo exterior de la ciudad, junto a una profunda escarpadura que acababa en el Sarca, y con una formidable vista del roquedal de la Falera, que, a treinta kilómetros justo hacia el Oeste, se recortaba a la derecha del poniente en invierno, a la izquierda en verano, y lo ocultaba en las estaciones intermedias. Se entraba a través de un jardín que debía haber costado grandes esfuerzos salvar de la malignidad atmosférica de Gorhgró. Un estudiante, posiblemente más joven incluso que Ígur, salió a recibirlo, y se presentó a sí mismo como Silamo Aumdi, discípulo y ayudante de Debrel, y ambos subieron en un estrecho ascensor exterior las cuatro plantas hasta el último piso de la torre, y allí, a través de una pequeña recámara orientada al Noreste y rodeada por un balcón exterior, entraron al salón casi perfectamente circular que ocupaba toda la planta, a excepción de la aludida peculiaridad del acceso. El sol desmayado de febrero la iluminaba a ras, y tres personas más, un hombre y dos mujeres, esperaban de pie la entrada de Ígur y su acompañante.

Kim Debrel se adelantó el primero. Tendría unos setenta años que no aparentaba (aun así era mayor de lo que Ígur se había imaginado), el pelo cano y la mirada franca.

– Sé bienvenido, Caballero Neblí, y aunque imagino que ya no debe producirte efecto alguno después de las muchas veces que lo habrás tenido que oír, permíteme que en nombre de todos y en el mío propio te felicite por tu brillante acceso a la Capilla -se volvió hacia la mayor de las mujeres, una rubia de pelo corto y de unos cuarenta años, alta y delgada y de miembros y facciones grandes y agradables-: mi esposa, Guipria y su hermana Sadó. -Y le presentó a una joven de apenas diecisiete años, límpida y bellísima, que no debía de ser hermana de la otra, porque apenas se parecían, sino hermanastra, supuso Ígur acertadamente.

Se sentaron en círculo cerca de los ventanales de poniente, y Sadó sirvió infusiones de varias clases, licores y aguardientes de Eyrenod, y ofreció pastas, frutos secos de Breia y chocolate negro de Sunabani.

– Es un honor y una satisfacción estar entre vosotros. Lamborga me ha hablado largamente de vuestra hospitalidad, y no exageraba.

Debrel sonrió.

– Cuando Lamborga me anunció desde el hospital tu visita, ya imaginé que un Caballero de Capilla que ha logrado tan brillante ascenso no podía albergar más objetivo que el Laberinto.

Sonrieron. Ígur se sentía minuciosamente observado, pero el clima era tan distendido y agradable que, lejos de estimular su alarma, y aún menos su suspicacia, suponía un elemento de verdadero aprecio, halagador incluso, y no tardó mucho en sentirse como entre conocidos de toda la vida. Le pidieron detalles del Combate de la Capilla y, al evocar la tarde de hacía dos días, se dio cuenta de que habían pasado tantas cosas que le parecía que habían transcurrido dos meses. Poco a poco pudo apreciar la espléndida versatilidad mundana de Guipria, la inteligente discreción y la sincera amabilidad de Aumdi, y la astucia de Debrel, que en un principio se mantuvo en segundo plano para que, tal y como se confirmó, la conversación con los demás elevara la temperatura de la franqueza y la confianza, y apreció seguramente tanto como todo lo demás la extraordinaria belleza de Sadó, que quizás no fuera espectacular ni deslumbrante a primera vista, como la de Fei, pero que con un mínimo de atención resultaba deliciosamente equilibrada y reforzada, ésta sí, por correctísimas facciones y un cuerpo tan delicadamente proporcionado que lo que reclamaba la atención era que ningún rasgo destacaba por alguna característica estridente.

– Pero el Caballero debe de estar impaciente -dijo Guipria después de tres cuartos de hora de digresiones-, porque ha venido hasta aquí para que le hables del Laberinto.

Sin permitir que Ígur protestara, Debrel aparentó caer en la cuenta.

– Desde luego -dijo, y Guipria y Sadó solevantaron-, vamos a ver, por dónde empezamos… Supongo que con los de la Equemitía aún no has hablado; no, claro que no, en todo caso con Lamborga, pero no demasiado a fondo. Veamos: las condiciones imprescindibles para entrar en el Laberinto son tres: información técnica, concurso de un Príncipe Epónimo y concurso del Entrador superviviente. Para la primera condición, puedes contar conmigo; de todo el ejército de buitres que rondan el Laberinto, no hay ninguno que me merezca la más mínima confianza.

– Pero a mí no me conoces -desconfió Ígur, y Debrel y Silamo se echaron a reír.

– Precisamente, por no conocerte es por lo que te considero la única posibilidad -y después, ya con la habitual compostura-: dejémonos de bromas, de momento; tendremos que acceder a las cintas de emisión perpetua de la Puerta del Laberinto; eso no será problema, tengo los contactos necesarios; a partir de ahí, nos aguardan horas de estudio -a Ígur le sorprendió que el asunto no estuviera ya exhaustivamente estudiado, pero no se atrevió a interrumpir-; vamos al segundo aspecto, el Príncipe Epónimo; vivimos un momento delicado: Nemglour ha tenido durante años una extraordinaria autoridad, pero ahora es un anciano y le siegan la hierba bajo los pies; Togryoldus aún es más viejo, pero entre ambos reúnen aún la mayor parte de Crédito Imperial, Nemglour controla la banca y Togryoldus el comercio y los transportes, y Bruijma y Simbri no parecen estar preparados para tomar el relevo.

– Pues busquemos la Eponimia del Príncipe Nemglour -dijo Ígur, y Debrel se rió.

– Nemglour es inaccesible; sólo se relaciona con el Hegémono y con los demás Príncipes, y no con todos. Además, está enfermo; se rumorea que hace ya tiempo que las decisiones del Principado emanan de sus colaboradores; ya te lo he dicho, tanto él como Togryoldus son ya demasiado viejos -parecía arrepentirse de sus opiniones anteriores-; creo que es cuestión de pensar en los jóvenes… y hay que tener buen criterio. Fíjate, Nemglour, el Epónimo de Bracaberbría, desplazó del poder al Príncipe Pluteifors, el Epónimo de Eraji, donde triunfó Beiorn para hallar más tarde, como todos sabéis, la muerte en Bracaberbría, y no se puede aplicar en este caso el tópico de que el enfrentamiento entre los más cualificados lleva a emerger como solución de compromiso al mediocre, porque Nemglour, que entonces ya tenía sesenta años, era sin duda el más brillante de los Príncipes; y ahí reside el aspecto más apasionante de la causalidad imperial: el Epónimo de la expedición que triunfe en Gorhgró (si es que alguna vez hay alguna) tiene que ser cuidadosamente elegido, porque será el siguiente Príncipe entre los Príncipes; y ésa es la gran cuestión: ¿Lo será en tanto que Epónimo del Laberinto, o se abrirá el Laberinto al Príncipe escogido?

Guipria, que llegaba en ese momento, esbozó una sonrisa al oír las últimas frases, y se dirigió a Ígur.

– No le hagas caso, a veces se complace hablando como el campesino más supersticioso de Virtic.

– Hay que afinar bien en la elección -prosiguió Debrel como si no la hubiera oído-; ¿Simbri o Bruijma? No tenemos que decidirlo ahora mismo, pero tampoco tenemos todo el tiempo del mundo para pensarlo. Pasemos a la tercera condición: el concurso de Arktofilax. Eso es lo que de verdad marcará la diferencia con las otras opciones al Laberinto, porque nadie sabe dónde está.

– ¿Cómo se sabe si está vivo, si nadie sabe dónde está? -dijo Ígur, y Debrel le dirigió una mirada penetrante.

– He dicho nadie, no he dicho que yo no lo sepa.

Ígur quería preguntárselo directamente, pero Debrel impuso un silencio contemplativo, y se abstuvo por temor a una negativa; de repente sintió la molesta impresión de estar siendo sometido a prueba.

– Y si tú sabes dónde está, ¿por qué los anteriores aspirantes a la Entrada no han venido a tu encuentro?

Se hizo un silencio de tensión de significado, y fue Guipria quien respondió.

– El que te proporcionó la dirección de Kim, o te quiere mal o tiene una confianza ilimitada en tus fuerzas y te desea lo mejor.

– Tú no conoces la mentalidad de un Aspirante a la Capilla derrotado -la interrumpió Debrel, mientras Ígur sopesaba cuál de los dos sentimientos debía haber albergado Lamborga-; viven en el espíritu de los Juegos, y tanto les mueve la esperanza de verte destruido como el orgullo de no poder ser acusado, ni por sí mismos, de resentimiento o de bajeza; Ígur ha entrado en la rueda, la jugada la ha comenzado él y ahora vuelve a ser su turno; el otro ha apostado a todos los caballos: si a ti te va bien, eres el amigo que ha triunfado, si no, un enemigo menos, y en cualquier caso eres el animal de carga que va abriendo camino; es la misma operación mental, por lo que has contado, de Mongrius, y después del Equemitor, aunque el Secretario quisiera aparentar algo distinto, cuando te permitió el Combate.

– Lamborga dice que necesito un protector si quiero sobrevivir -dijo Ígur.

– Tú y cualquiera que salga del fango informe. El Imperio no tolera términos medios significados; o no eres nadie, con lo cual no hay problema, o de tu piel dependen veinticuatro más, y entonces ya habrá quien te proteja. Lo que no puedes hacer es quedarte en medio.

Ígur inició una pendiente de reflexión vertiginosa: carácter, intereses… Cómo es que un hombre como Debrel no ha llegado más lejos en política, cuáles son los profundos obstáculos secretos de cada uno, los pequeños granos de arena que han varado engranajes poderosos, los azares terribles que han activado mecanismos imprevistos, donde, como solución, lo único seguro y constante es el encumbramiento no de los mejores, sino de los mediocres, de los lameculos y de los que no ponen reparos al trabajo sucio.

– Ya que vamos a ser socios en el Laberinto -dijo-, creo que debieras explicarte mejor.

– ¿Quieres saber por qué los anteriores aspirantes no me han venido a consultar? -dijo Debrel-. Porque soy un personaje maldito -hizo una pausa-; doblemente maldito porque tengo una información sin la cual la Entrada no es posible, y saben que ni con torturas ni con la bioquímica me la podrán arrancar.

– ¿No? ¿Por qué?

– Kim ya fue torturado después de Bracaberbría -dijo Guipria con gravedad.

Se hizo un silencio respetuoso, y Debrel esbozó un gesto de no querer hablar de eso.

– Quizá -dijo- Ígur lleve razón, debiéramos contarle las cosas con más detenimiento. -Se acomodó en el sofá-. Cuando se preparaba la expedición de Ajstor Beiorn a Bracaberbría (para ser precisos, se preparaban unas cuantas, igual que ahora, pero, puesto que sólo una triunfó, nos ceñiremos a ella), yo era el Primer Consultor del Anamnesor Imperial -Ígur apuntó un gesto interrogante y Debrel sonrió-; después te explicaré la función del Anamnesor. Hay que tener presente que entonces, a pesar de que los signos de colapso y decadencia eran va visibles en todas partes, Bracaberbría era la capital indiscutible del Imperio, incluida la residencia del Emperador y la partición física del territorio urbano, el más extenso de cuantos han existido jamás en el mundo, entre los Clanes más poderosos. Cuando Arktofilax salió del Laberinto y explicó los entresijos, aunque no todos, y, ciertamente, nada de lo que ocurrió allá dentro, y que, reducida una expedición de seis personas a un único superviviente, es aún uno de los grandes misterios de los últimos tiempos, se produjo una euforia iluminista dirigida al último Laberinto inexpugnado, el de Gorhgró, y se propuso una inmediata expedición: el Anamnesor fue uno de sus promotores principales, y todos olvidaron las inercias que modulan los movimientos del Imperio y los malos efectos secundarios que se derivan de forzarlos; el primero en ser consciente, o por lo menos eso parece en vista de su actitud, fue el propio Arktofilax, que eludió los honores y las propuestas políticas y económicas y acabó huyendo de la vida pública, pero los demás estaban metidos en una rueda de intereses múltiples que es la que, en realidad, prefiguró el mundo tal y como es hoy. El Emperador tenía algo menos de veinte años, y en los siete u ocho siguientes sufrió las muertes extrañas y mal explicadas de dos primogénitos, y se acentuaron las rivalidades dinásticas, en especial frente a los Clanes Áticos, el más poderoso de los cuales, los Astreos, estaba radicalmente en contra de una expedición inmediata al Laberinto de Gorhgró, que por aquel entonces era una ciudad mitad militar mitad museo de piedra, y que, en realidad, era su plaza fuerte -Ígur situó mentalmente todo lo que había oído acerca de los Astreos-, y alguien, a saber con qué fundamento objetivo, a saber con qué fondo de verdad, los acusó de formar parte de una conspiración contra el Emperador y su descendencia. Los Príncipes Astreos, y subsidiariamente los nobles, los políticos y los Caballeros, fueron obligados a hacer un juramento solemne al Emperador; algunos lo hicieron, otros se declararon en rebeldía y se refugiaron en sus fortalezas secretas, y los tres Príncipes principales, sin tan siquiera considerar la posibilidad del deshonor de una huida, se negaron a una ceremonia, en mi opinión con toda la razón, no tan sólo innecesaria sino gravemente ofensiva, porque postrarse por un perdón significa aceptar un juicio, y con él la posibilidad de culpa, que si no existe no tiene otro sentido que el de una mascarada que no hace más que debilitar la autoridad de un Clan y ponerlo en ridículo. Los tres Príncipes fueron ejecutados, y por ello los Astreos que no viven en rebeldía, y a los que, a pesar de que nunca han sido obligados a renovar explícitamente aquel nefasto juramento, se observa y fiscaliza de manera especial, visten de negro de pies a cabeza, si bien alguna opinión autorizada sostiene que el luto no se debe a la muerte injusta de sus Príncipes lo que, en realidad, siendo la consecuencia protocolaria de un determinado ejercicio, y en absoluto indigno por cierto de su nobleza ante el Emperador, no sería nunca motivo de la carga prolongada y siempre enojosa de un luto institucional, sino la vergüenza por aquellos que sí se doblegaron ante la amenaza y tuvieron que degustar y hacer degustar el lodo de la humillación y la transigencia. -Ígur sonrió, y Debrel levantó la cabeza-. Es tal como imaginas, Maraís Vega es un Astreo, y cuando sus Príncipes consideraron que ya había llegado la hora dedicó su vida a entrar en Gorhgró, para así conquistar el Laberinto del feudo mismo de su Clan, y poder de alguna manera proclamar el honor mancillado y restablecer una consideración histórica que seguramente no se debía haber perdido jamás. En el extremo opuesto, el Anamnesor Carolus Jarfrak acabó por exponer públicamente sus ideas a favor de la Entrada al Último Laberinto, en el que él veía el mal necesario que significaría el final de los tiempos de atavismos y supersticiones, y muy en contra, creo yo, de sus iniciales intenciones, se reunió en torno a él un grupo de seguidores que fanatizaron su pensamiento y acabaron por radicalizarlo en el aspecto que él había querido combatir más especialmente, el de la sanguinariedad de la confrontación, el visceralismo de las tendencias y su imposición violenta. Luché para sacarle del error, no ya desde el punto de vista de los principios, o la moral o como lo queráis llamar, sino tan sólo pensando en los problemas prácticos. Nos enfrentamos, y cuando lo destituyeron del cargo de Anamnesor me acusó de haber conspirado para su caída. ¡Mala suerte!

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