– Muy bien. Caballero -dijo Allenair-, vuestra capacidad asociativa mejora, vais recordando. -Dejó una pausa como si buscase la frase precisa-. A Madame Golring no le basta con los Príncipes, es la amante del Emperador.
En la brumosa lejanía del horizonte Sur del Mar de Hierro, contra el exceso sobrecogedor de la luz hiriente, lentamente se definía la silueta azulada de la Isla de Lauriayan, abrupta formación rocosa que desde las ferocidades urbanas de donde procedían maravillaba por la aparente ausencia de la mano del hombre, la falta de indicios de la barbarie que se concede en llamar civilización. A pesar de la poca altura, el helicóptero abrazaba la extensión completa y, aún poco antes de aterrizar en el heliopuerto de la llanura que prolongaba tierra adentro la placidez orográfica de la bahía, era posible ver mar alrededor de toda la Isla hasta que la disminución de la altura interpuso la colina Sudoeste y la Sudeste, que en su cima sostenía, como un nido de águilas, el incomparable Palacio del Conde Gudemann.
Por el camino desde las pistas de aterrizaje, Ígur rompió el silencio que desde Gorhgró le había inspirado la presencia de Deiri Cotom, el enano del que venían tan funestas resonancias, y, a través de la sorpresa corporal que procediendo de Gorhgró infligía el clima tórrido, la breve conversación acentuó la prevención que los dudosos recuerdos habían instalado. Llegaron a la puerta del Palacio, y allí el criado los introdujo en la salita a la que pocos minutos después entró la Condesa Brosmana, una mujer en el inicio de la madurez, con las facciones severamente surcadas por el castigo de los excesos, y en los ojos una rara ebullición, entre extrañada y agresiva.
– Pasad -dijo-, el Caballero Allenair nos ha avisado de vuestra llegada.
Ígur tenía un recuerdo impreciso de la estancia, y todo le parecía cambiado. Le asignaron una habitación en la parte de poniente, abierta al interior de la Isla, desde donde se veía el continente, y allí se aposentó y se quedó, enfrentado a todos los vacíos finalmente recuperados, hasta que le anunciaron la cena.
– Caballero Neblí -dijo Madame Idania, en la cabecera de la mesa-, es para mí un gran honor daros la bienvenida, y expresaros mi sentimiento de satisfacción y el de todos los presentes de que hayáis aceptado nuestra invitación. Sabed que ésta es vuestra casa, y podéis quedaros en ella tanto tiempo como gustéis.
A continuación hizo las presentaciones: a Madame Fulvia y la condesa Brosmana ya las conocía, y además de Cotom había una pareja de mediana edad, Sicander y Bitiana, y dos jovencitos, Niñolius, de ademanes afeminados, y Prepes, de baja estatura y barrigón. Ígur se sentaba a la derecha de Madame Idania, y a su otro lado estaba Deiri Cotom, y en un momento que le pareció que por la animación de la charla no los oía nadie, se le dirigió en voz baja:
– ¿Y el Conde Gudemann?
Cotom lo miró, sorprendido.
– ¿No os lo ha dicho el Caballero Allenair? El Conde murió hace dos meses.
A Ígur se le cayó el alma a los pies.
– ¿Cuándo?
– Es posible que el Caballero Allenair no lo supiera -dijo el enano, con poca convicción-. Por razones que ahora serían demasido largas de explicar, la muerte del Conde se ha mantenido en secreto, y el Caballero Allenair ha estado tan ocupado que muy bien pudiera ser que no se haya enterado.
A lo largo de la conversación, Ígur supo también de la muerte de la señora Melisenda, y que el Magisterpraedi Triddies, de edad muy avanzada, vivía en sus posesiones, radicalmente retirado de cualquier contacto social. Después de cenar, la anfitriona ofreció infusiones y licores en una dependencia acondicionada para una estancia más reposada.
– Así pues, Caballero -se le dirigió con amable discreción-, ¿qué proyectos tenéis en perspectiva?
– Madame -dijo-, creo que el silencio y la meditación, que tan generosamente hacéis posible aquí, serán mis consejeros por un tiempo, y después decidiré, si me queréis continuar honrando con vuestra ayuda.
– ¡Por supuesto! -dijo ella-. La mía y, no lo dudéis, la de todos los presentes.
Ígur miró a su alrededor. El aburrimiento apagaba las facciones de Fulvia y Brosmana, sonrisas apenas esbozadas desdibujaban las de Cotom, Sicander, Bitiana y Niñolius, y Prepes estaba absorto en la contemplación de los reflejos metálicos de la copa que sostenía a contraluz con dos dedos.
– Hemos pensado -dijo Sicander- que, sabiendo por otras fuentes de la extraordinaria vida del Caballero Neblí, nos gustaría mucho oír de su propia voz alguno de los capítulos que él considere más interesantes.
Sicander miró a Niñolius y Brosmana, y los tres contuvieron una sonrisa.
– Seguro que el Caballero está cansado y no tiene ganas de hablar -intervino Madame Idania.
– Al contrario, Señora -dijo Ígur con aplomo-, estaré encantado de complacer a vuestra distinguida concurrencia.
Y ante tan incierto auditorio se adentró en la noche en el relato de la oscura vicisitud del Gran Laberinto de Gorhgró.