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– Tú, en cambio, lo estás gracias a que te rodea una corte de hombres armados.

– ¿Crees que cambiaría algo, si no? -Milana estaba más indignado que Ígur, que de repente lo vio todo claro y sonrió con crueldad.

– ¿Te resulta fácil ir por todo el Imperio diciendo que en Cruiaña te dejaste ganar, verdad?

– Vamos -dijo Milana, crispado, y salieron del puerto a pie hacia una explanada entre muros donde los esperaban dos transportes.

– Había llegado a dudar, pero ahora lo sé -dijo Ígur con una apariencia completamente tranquila; de repente se le ocurrió cómo plantearían la situación los de la Apotropía de Juegos, y enseguida pensó qué solución tendría si fueran los de la Apotropía quienes la hubiesen planteado-. Eres la vergüenza de la Capilla, Sari.

Milana estalló.

– ¡Se acabó! -sacó la espada, le pidió otra al primer Oficial de la Guardia y se la ofreció a Ígur-. Ahora te lo demostraré. ¡En guardia!

– ¿Por qué? ¿Qué gano yo? -dijo Ígur, inmóvil.

– ¡Bestia mezquina! -dijo Milana, y se dirigió al primer Oficial-: Teniente, dadme vuestra palabra de que si el resultado del Combate me es desfavorable, le concederéis al Caballero Neblí media hora para que se aleje libremente. -Ígur espiaba cualquier señal de inteligencia entre ambos, pero no pudo distinguir ninguna.

– A vuestras órdenes -dijo el Teniente.

– ¡En guardia! -repitió Milana.

Hicieron los saludos de ritual. El viento agitaba cabellos y vestimentas. El sol estaba en el cenit, nadie sufría contraluz. Había llegado la hora tan deseada, nunca los conocimientos de Ígur y su destreza habían encontrado una confluencia tan fuerte, tan veloz y precisa, tan bien acabada; Omolpus, Lamborga y Fei desaparecieron de su pensamiento tan nítidamente como en él hasta entonces habían señoreado, y en dos minutos, Milana yacía desarmado contra un talud con la espada de su adversario contra el cuello.

– Muy bien -dijo Ígur, momentáneamente debilitado por una posibilidad-. El compromiso es el compromiso, pero no me fío. Que se retiren, o eres hombre muerto.

– Haced lo que dice, Teniente -dijo Milana, pero el Oficial hizo una señal y cuatro Guardias apuntaron a Ígur.

– Lo siento, Caballero, vuestras responsabilidades privadas no son asunto mío, yo tengo otras órdenes -dijo el Teniente-. Tirad el arma, Neblí.

Ígur y Milana se miraron con una extraña complicidad final: los dos habían perdido, los dos lo sabían todo. Milana palideció, Ígur sonrió.

– Disparad, rápido -urgió el vencido, con un hilo de voz.

– Claro que lo harán, pero tú sabes lo que es la respiración del Fidai. ¿Verdad que lo sabes? -se complació Ígur.

Sabía que los fusiles láser lo abatirían sin dejarle ni un respiro, y lo gastó todo, toda la energía de su vida, toda la furia de aquel sol vertical, todos los odios y amores atesorados, en una inmensa carcajada, en un formidable tajo que hizo volar la cabeza de Milana por los aires, por el azul del cielo.

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