Ígur estuvo en un tris de aprovechar una en apariencia tan buena disposición para preguntar por sus amigos desaparecidos, pero tras la máscara oracular se podían ocultar muchos venenos, y además el resultado de su interés por Fei no invitaba a extender investigaciones a otros, así es que abrevió su despedida al Maestro de Ceremonias, y una vez en la calle quiso sentir que algo positivo volvía a sus propósitos.
De una inquietud a otra, incapaz de continuar preguntando por Debrel, sin querer saber si Fei estaba viva o muerta, incapaz de esperar pasivo las consecuencias de haber sido cogido de visita en un refugio rebelde, Ígur había ido a parar a la nostalgia, y de allí al origen que, por desgracia, tampoco lo desconectaba del incierto presente; porque de todos los desaparecidos, el Magisterpraedi Omolpus parecía ser el menos conflictivo y quizá el único que, si estaba vivo y conseguía encontrarlo, le podía proporcionar información y, tal vez, sosiego. En el helicóptero que lo conducía a Cruiaña, Ígur intentaba vanamente reconstruir el camino de las ilusiones, de lo que había esperado y deseado hacía un año escaso, cuando combatió para ir a Gorhgró; pero los caminos inversos son engañosos, y nada más engañoso que la ilusión de que todo lo que había pasado durante aquel tiempo se tornaba insignificante y pequeño, tanto como ignoto y desmesurado había sido en el deseo desde su tierra natal.
La llegada del Invicto Caballero de Capilla Vencedor del Ultimo Laberinto originó una pequeña conmoción en un lugar como Cruiaña, donde de tan acostumbrados como estaban a hacerse creer a sí mismos que nunca pasaba nada, cuando algo los apartaba de la rutina se obligaban a magnificarlo hasta proporciones ridículas. Ígur se vio rodeado de una pompa que le pareció más destinada a complacer a los reverenciadores que al reverenciado y, en todo caso, el desinterés que le producía le llevó a recordar, con más amargura que benevolencia, hasta qué punto en tiempos pasados lo había llegado a anhelar, y en qué medida a prever. La adulación empezó en el mismo heliopuerto, y aumentó de camino a la Mayoría, donde Ígur se sintió observado como una rareza de circo hasta el extremo de desear no haberse puesto las insignias de la Capilla, la cadena con el sello, la pistola láser y la espada, atributos que, más tarde, ya dentro del edificio de la Mayoría, se revelaron de una cierta utilidad. El Mayor era el típico dignatario de provincia alejada que se abandona a la tendencia de creerse el dueño absoluto de un ombligo particular del mundo, y cualquier uniforme brillante llegado de fuera le despertaba a la realidad con una sumisión en pugna permanente y manifiesta con la imprescindible necesidad de aguantar el tipo ante los suyos.
– La ciudad de Cruiaña, a través de esta Mayoría que me honro en presidir -dijo, escuchándose ampulosamente-, os da la bienvenida y os expresa la gran satisfacción y el honor que vuestra presencia despierta en el corazón de sus ciudadanos.
Ígur hizo una inclinación; el acto era público, y se esforzó para que la impaciencia por una conversación privada con el Mayor no se adivinase en su actitud. La recepción, con discursos y ramos de flores, duró una hora y media, a cuyo término fue fotografiado y filmado besando a dos niñas de tres o cuatro años que le hicieron ofrenda de los emblemas de la villa y de un enésimo ramillete de rosas blancas. Por fin, el Mayor lo recibió en privado en su despacho.
– Vuestras atenciones me han llenado de satisfacción -mintió Ígur-. Si me fuera permitido abusar de vuestra benevolencia, quisiera que me permitierais hacer una visita al Magisterpraedi Omolpus.
El Mayor sonrió como si esperase la petición.
– El Magisterpraedi ya no vive aquí. Se retiró antes del verano al palacio de su familia en Suf. Puedo poner un transporte a vuestra disposición cuando queráis.
– ¿Puedo saber las circunstancias en que decidió retirarse?
El Mayor estaba incómodo, pero no dejaba de sonreír.
– En realidad más que una decisión, en fin, se puede decir que fue…
– ¿Qué? -insistió Ígur, y el gobernante esbozó un gesto de desesperanza.
– De cualquier forma pronto lo sabréis. La salud del Magisterpraedi no es demasiado buena.
Ígur era un saco de sospechas.
– ¿Había recibido alguna visita significativa?
– No, no, en absoluto -dijo el Mayor con una vehemencia que lo traicionó.
– El Fidai Milana ha estado aquí, ¿no es verdad?
– No, Caballero, os equivocáis, la última vez que el Caballero Milana estuvo aquí fue… no lo recuerdo, pero hizo como vos, una vez fue Caballero de Preludio no se le ha visto más.
– ¿Seguro que no?
Ígur miró por la ventana. El último término de montañas nevadas y neblinosas profundizaba el margen de tejados alterosos y frondosidades oscuras.
– Caballero, si queréis ir al Palacio Omolpus, mañana mismo a primera hora, con el transporte más rápido mis hombres os conducirán sin falta; pero os he de rogar algo, digamos, personal, ¿me entendéis? No es conveniente que hagáis indagaciones acerca del Caballero Milana en Cruiaña. Me gustaría podéroslo explicar, pero es un asunto que compromete el buen nombre de cierta institución privada en relación a nuestra ciudad…
– Los negocios del Fidai Milana no me interesan. Quiero partir hacia Suf ahora mismo.
– ¿Ahora mismo. Caballero? Imposible, hay dos horas de camino y el puente viejo se ha hundido… Imposible, Caballero, y lo lamento profundamente. Si estáis de acuerdo, podréis partir a las cinco de la mañana.
Los ojos de Ígur se perdieron por los grandes bosques de alta montaña que llenaban todo el terreno entre las cordilleras y la villa. Sentía una vaciadora sensación de empobrecimiento, de estar perdiendo algo irrecuperable; miró aquel despacho lujoso y con detalles de abandono; no es que allí se hubiera detenido el tiempo, sino al contrario, el tiempo actuaba contra toda noble belleza que pudiera contener un hombre o una comunidad, el tiempo sólo alimentaba lo que no sabía cómo expresar y que se manifestaba en el olvido y en la tristeza.
– De acuerdo -dijo.
Después de una vuelta por Cruiaña, pretendiendo inútilmente que fuera de incógnito, que le sirvió una vez más para comprobar que todos los cambios de las ciudades son para peor, de haber aplastado un insomnio recalcitrante por las horas de una cama incómoda en una habitación pretenciosa, Ígur partió hacia Suf con el transporte que el Mayor había puesto a su disposición, con un conductor, un Teniente de la Guardia de la Mayoría y dos soldados de escolta.
Suf era, más que un pueblo, un conjunto de casas y granjas de animales al pie de un peñón ocupado por el Castillo Omolpus, desde donde se dominaba un fastuoso abanico de montañas, con la visión culminante, según decían sus habitantes, del Gran Arturo los días excepcionalmente claros. A las ocho de la mañana llegaron, y el Teniente se ocupó de las gestiones protocolarias con los criados del castillo, a continuación de las cuales los recibió un Camarlengo.
– Bienvenido seáis, Caballero Neblí -dijo-. ¿A qué se debe el honor de vuestra visita?
– He venido para ver a mi maestro, el Magisterpraedi Omolpus.
El Camarlengo lo miró con atención y, fugazmente, al Teniente.
– ¿Acaso no lo sabéis? El Magisterpraedi ha muerto.
Ígur sintió una sacudida.
– ¿Puedo saber cuándo, y de qué?
El Camarlengo dirigía al Teniente miradas rápidas.
– Fue antes del verano, al poco de trasladarse; el Magisterpraedi sufría una grave enfermedad circulatoria, y ya había tenido dos accidentes vasculares.
– ¿Por qué no se me notificó?
– Caballero, sabéis mejor que yo lo que es el jubileo de un Magisterpraedi, a qué régimen social se somete voluntariamente -miró de nuevo al Teniente, que se mantenía impasible, e Ígur empezaba a imaginar conspiraciones de silencio-. Caballero, el alto concepto en que el Magisterpraedi os tenía no impide considerar que, en cualquier caso…
– Está bien -le interrumpió Ígur-. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó el Fidai Milana?
– ¿El Caballero Milana? -El Camarlengo parecía hacer un esfuerzo de memoria-. Creo que poco antes de… -se detuvo; Ígur se volvió a mirar al Teniente, y no sorprendió en él gesto alguno, a pesar de que estaba seguro de que había hecho uno especialmente significativo-; no lo recuerdo exactamente, creo que el Caballero Milana no ha vuelto más que una vez desde que se fue a vivir a Gorhgró.
Ígur miró al Teniente a los ojos directamente y sin contemplaciones, y el oficial se mantuvo imperturbable. Ígur se apartó con violencia y se fue hacia la ventana intentando poner sus ideas en orden; fijó los ojos en el horizonte, y la furia corría en él tan aprisa que no veía nada.
– Caballero -dijo el Teniente, a su lado-, no sé qué esperáis saber, o qué queréis. Creo que el Señor Mayor ya os lo ha dicho, la actuación del Caballero Milana no ha dejado muy buen recuerdo entre nosotros.
Ígur se volvió con energía.
– ¿Tampoco en relación al Magisterpraedi?
El Teniente le sostuvo la mirada con una expresión de entristecida sorpresa.
– ¿A qué os referís?
Ígur se desesperó. En un minuto imaginó mil y una escenas, se vio a sí mismo desenvainando y cortando a pedazos al Teniente y al Camarlengo, después a los dos soldados, después, en Cruiaña, al Mayor. ¡Qué vergüenza para el Invencible! La adrenalina llegó al máximo y bajó, y la calma de después de la pequeña tempestad lo devolvió a la desesperanza. Allí no había nada que hacer.
– En honor a la alta consideración y estima que nos consta que el Magisterpraedi os profesaba -dijo el Camarlengo-, quisiera en nombre del Palacio invitaros a compartir el refrigerio matinal.
No quedaba más que desarmarse y aceptar. Había topado con uno de esos inesperados, y quizá inconscientemente buscados, momentos de parada y recapitulación en que al espíritu cansado le parece emerger de una larga etapa de irreflexión, vértigo de la existencia y olvido de sí mismo, y se sintió de repente celoso de su tiempo y con un deseo directo de quitarse de encima la compañía. Un miembro de la familia Omolpus, con una amabilidad delicadamente mesurada, le mostró las dependencias del Castillo y las alas dedicadas a la crianza de caballos de raza y a la cetrería, y visitaron los talleres de los artesanos de todo tipo, entre ellos un maestro armero famoso en todo el Imperio, para obtener las obras del cual se precisaban tan altas credenciales que se las disputaban hasta los Príncipes, y aun así había una lista de espera de meses; sabiendo de quién se trataba y de la especial relación que le unía a Omolpus, el maestro armero obsequió a Ígur con una daga destinada al omnipresente Magisterpraedi en persona. Así transcurrieron las horas, y con ellas la distancia que va de la tragedia de las cosas a la consideración que merecen situadas en un conjunto coral; no había tal conspiración, eran las dimensiones del desastre, era el paso del tiempo. ¿Qué cambiaría en la vida de Ígur de saber con certeza que la muerte de Omolpus había sido por causas naturales, o que lo había asesinado Milana? ¿Qué importaba que el Teniente y el Camarlengo lo supieran o no, y los oscuros designios que les impulsaban a ocultarlo? Ya era hora de resignarse a morir sin haber oído de labios de Omolpus que no era cierto que en Cruiaña Milana se hubiera dejado ganar por él siguiendo indicaciones superiores, de resignarse a convivir para siempre con la duda y con la insidia. En medio de la calma frondosa y evocadora de la profunda nobleza rural, Ígur se sintió contagiado por la intensa placidez del afecto extrañamente rico y comunicativo que desprenden aquellos que aman su pasado y lo que les rodea, procedentes de una extensa tradición, sin falsas vergüenzas y más allá del furor retentivo más habitual del propietario analfabeto, encontró por fin el gran momento para detenerse y respirar, y sintió con nitidez que nada se le quedaba pequeño, ni las mezquindades campesinas que había creído superar desde el monstruoso Gorhgró eran tales, que es difícil que alguien esté por encima de algo, y él mismo no lo estaba de su tierra natal.