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– Como emblema -dijo Ígur- no me parece apropiado. En el circuito digestivo no hay posibilidad de elección.

– El emblema tiene una dimensión más amplia. Es el conjunto de los circuitos ventrales lo que cuenta: la orina, las tripas, el sexo. En realidad, se puede ampliar a todo el cuerpo, porque también intervienen, en forma de impulsos nerviosos asociados a las funciones, la boca, la respiración, el oído, el olfato…

– De donde se deduce que el Laberinto es todo el cuerpo, en el cual el pensamiento, introducido por el impulso exterior, ha de encontrar el camino de salida por el órgano apropiado, en forma de acción.

– Eso está bien dicho -dijo Arktofilax-; más propiamente, si tenemos en cuenta el escenario donde se ordenan los impulsos, en ambos sentidos de la palabra, tanto de poner orden como de emitir las órdenes, el Laberinto es el cerebro, y en ese caso sí, más que en el de las vísceras, hay una buena equivalencia estructural, en primera instancia respecto a la forma, y también respecto a la complejidad electiva del funcionamiento.

Ígur continuaba obsesionado por los relojes. Se habían detenido a comer, pero no a dormir. ¿Qué día era? ¿Qué les pasaba a sus relojes biológicos? Miró a Arktofilax con recelo, pero procuró no exteriorizarlo. A medida que se acercaban al final del pasillo, se distinguía un pequeño ensanchamiento redondeado y, frente a ellos, un acceso igual que el de la Entrada. En poco más de una hora llegaron hasta allí.

– Esta puerta no contiene ningún enigma -dijo Ígur cuando estuvieron delante, y cuando iba a abrirla, Arktofilax lo detuvo.

La estancia, perfectamente semiesférica, tenía una falsa linterna que recibía una luz tenue que imitaba la natural, y la iluminación se complementaba con tiras de cuarzo líquido de un rosa dorado extrañamente evocador.

– Un momento, antes tenemos que atarnos y ponernos mascarillas -dijo el Magisterpraedi-. Veo la puerta muy bien acolchada.

– ¿Qué teméis, una descompresión?

Arktofilax esbozó un gesto de incertidumbre, y una vez preparados, abrió la puerta; tal y como pudieron comprobar enseguida con los aparatos, ningún fenómeno atmosférico extraño les esperaba al otro lado, pero sí una visión impresionante, porque estaban, efectivamente, en el interior del inmenso hiperboloide del Cadroiani, de casi cuatro kilómetros y medio de diámetro en la base, no menos de dos en el punto de máxima estrechez, presumiblemente la misma medida en la coronación que en el suelo, y una altura posible de siete mil metros, apenas divisables en su totalidad desde el perímetro de la base. Pasada la primera conmoción visual, los expedicionarios comprobaron que no había ninguna otra puerta aparte de la que acababan de cruzar, y que les había conducido al nivel del suelo, y que en la superficie interior, de piedra verdosa iluminada por tiras de cuarzo líquido, se elevaba, perfectamente excavada en espiral de idénticos intervalos, una escalera ascensorial sin barandilla ni descansillos, y con el paso y la altura justos para una persona de pie. Arktofilax miró a Ígur con una media sonrisa.

– Confío en que los de Cruiaña seáis buenos montañeros.

Empezaron a subir la escalera, y en principio Ígur lo encontró excitante, pronto tedioso, y cuando calculaba que habían recorrido un uno por ciento de la distancia, procuraba distraerse con juegos geométricos y cálculos sobre el tiempo que les costaría llegar hasta arriba. El techo del Cadroiani, si se le podía llamar así, parecía totalmente plano, y tenía una difuminada luz lechosa de un gris entre marronoso y azulado que impedía apreciar, y menos a tanta distancia, en qué medida estaba separado del borde superior del hiperboloide, ni si era plano o abovedado. Ígur se fijó en el trazado de la escalera, tanto en el recorrido que les quedaba como en el que dejaban atrás, y poco a poco, al principio para distraerse, pero más adelante con una obsesión que tenía algo de vicio y algo de pesadilla, cayó en ofuscaciones geométricas, por ejemplo, cómo era que, siendo constante la inclinación ascensorial de la escalera y, por tanto, que si no fuera curvada se vería de principio a fin incidiendo la mirada en el mismo ángulo sobre los peldaños y sobre el techo, no era también así aunque el trazado girase, y el absurdo de pensar que entonces se vería igual un tramo superior que otro ya dejado atrás, lo que no resistía la menor reflexión de una mente entrenada en las leyes más elementales de la perspectiva, ni diluía la certeza de que, cuando una banda gira, uno de sus lados está más cercano del punto de vista que el otro y, en el tramo que queda por encima, eso sitúa el borde más alto que el interior en la línea de visión, de forma que los peldaños son invisibles y el techo visible, y, aún más arriba, llega un momento que incluso la pared interior del trazado es invisible, y tan sólo se ve un fragmento del techo, que en lo más alto se convierte en una simple línea que se adivina más por analogía que por contundencia visual. Los ejercicios geométricos de Debrel asaltaron la memoria de Ígur, y empezó a fijarse obsesivamente en el techo de la escalera, que reproducía el mismo escalonado del suelo de forma que superpuestos habrían casado a la perfección, hasta que se le ocurrió que no estaban subiendo hacia la punta del hiperboloide, sino que descendían al fondo caminando por el techo, y los verdaderos peldaños los tenía sobre su cabeza; un pensamiento que había empezado como una especulación curiosa se convirtió en un monstruoso vértigo geométrico, y de repente se dio cuenta de que no había manera de salir de allí si no era lanzándose al vacío (lo que, por cierto, desde aquella altura era más que suficiente para abrir un boquete en el suelo), y se sintió aniquilado por el pánico más irrebatible que había sufrido nunca. La curvatura interior del Cadroiani se convirtió en un bombo que daba vueltas y vueltas, y las añoranzas más placenteras que Ígur mantenía desaparecieron reducidas a la indigencia; las piernas se le negaron, y se tuvo que parar sin poder contener la debilidad y el temblor. Arktofilax, que iba delante, se percató y se dio la vuelta rápidamente.

– ¡Deten la caída! -lo increpó perentoriamente, sereno y exigente-. ¡Detente inmediatamente! -Ígur se acurrucó contra el lado interior, completamente aniquilado, y sintió que sólo le quedaban fuerzas para precipitarse al vacío, y tenía que aprovecharlas antes de que le cayera encima un horror aún peor. Arktofilax lo notó, y lo estrechó con fuerza desde el peldaño superior-. ¡Respira con fuerza! ¡Vuelve ahora mismo! ¡Respira hondo!

Ígur se sentía capaz de desembarazarse de Arktofilax de un simple tirón, e invocó la respiración del Caballero; en el último momento, cuando ya se veía perdido, consiguió un dolorosísimo vuelco en su interior que lo dejó extenuado, pero con el equilibrio recuperado y ya camino de la tranquilidad.

– Ya está -dijo al Magisterpraedi, y lo miró interrogante.

– Es uno de los síntomas de lo que se llama el desarme laberíntico, un fenómeno perfectamente conocido, y evitable con un poco de práctica; lo pueden ocasionar las causas más diversas, y se trata de atajarlo al principio, con un pensamiento equilibrador, por ejemplo, si te asalta un desconcierto gravitacional, como te acaba de pasar, dedícate a pensar en la cohesión del mar, o carga con todo lo que lleves encima con una sola mano, o aún mejor, cuélgatelo de un dedo; en el fondo es un problema de respiración, como has podido comprobar y que, por cierto, has resuelto por instinto de manera brillante, pero se trata de no tener que llegar a tales extremos, porque puedes debilitarte innecesariamente.

– Me ha parecido un trastorno de la personalidad.

– ¿De la personalidad? -Arktofilax esbozó un gesto vago-. Llámalo como quieras -lo miró afectuosamente-; quizá has llegado a conclusiones propias.

La observación era un interrogante mal encubierto, e Ígur lo aprovechó.

– El problema más grave que tengo es con el tiempo.

Ambos estaban de cara a la pared, procurando no mirar el mostruoso espacio interior del Cadroiani y, sobre todo, su horrible escalera rebajada en espiral.

– El tiempo se ha enrarecido -dijo Arktofilax en voz baja-. Hemos perdido los ciclos referenciales, no tan sólo los días y las noches, sino más que nada las mareas sociales: remesas laborales, de alimentación y de reposo. Estamos a merced de nuestros relojes interiores, de una inercia de las pautas hacia una masa sin pautas.

– Eso es evidente -dijo Ígur con impaciencia-. Pero hay algo más. ¿Cuántas horas hace que no dormimos? ¿Cuándo comimos por última vez? ¿Cuántas horas hace que subimos escaleras?

– ¿Horas? -dijo el Magisterpraedi con una sonrisa-. ¿Horas de cuáles?

– Horas de las del reloj.

– ¿De qué reloj? ¿De éste? -Le mostró la esfera de cuarzo líquido-. Esto no sirve de nada aquí adentro. Estamos dentro de otros parámetros.

– No lo entiendo -dijo Ígur.

– No es comprensible dentro de los parámetros comunes.

Se enzarzaron en una discusión sin salida sobre la naturaleza de las cosas que no se pueden expresar con el lenguaje de que el hombre dispone, y si tales cosas existían o no, es decir, si el lenguaje es una herramienta incompleta que hay que abandonar cuando se llega a ciertos terrenos, o bien si es posible ampliarlo para explicar cosas que de otra forma parecen inexplicables, o bien si todo eso es una falacia y el lenguaje es dominio del cerebro, y de todo lo que se le escapa no hay que preocuparse porque realmente tanto da que exista o no, porque la mente (y el cuerpo incluso, en otro concepto de hombre) nunca lo apreciará.

– Pero es innegable que yo acabo de encontrarme mal -dijo Ígur.

– Tú has sufrido una resquebrajadura, has visto una sombra, porque posiciones ambivalentes hay muchas, pero la explicación completa ya no te pertenece.

Ígur no se daba por vencido.

– El lenguaje se modifica continuamente, tanto en un sentido como en otro; hay artes antiguas que se olvidan, y la ciencia y la técnica obligan a ocupar parcelas nuevas.

Artofilax negó con la cabeza.

– Todo eso no son más que minucias. Apariencias. Es tan absurdo como aquella imagen del mundo comprensible finito, como una especie de bolsa de ser con los límites como burbujas entrando y saliendo de la nada.

– Entonces el problema no tiene solución.

– Tal y como tú la quieres no -concluyó Arktofilax, y puso la mano en el hombro de Ígur-. ¿Estás bien para continuar?

Prosiguieron, y el camino parecía inacabable; cuando no habían recorrido ni una quinta parte, se detuvieron, e Ígur quiso especular sobre qué podían encontrar en la parte superior del Cadroiani.

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