– La vida presenta al mismo sol hojas diferentes de idéntica apariencia, cada cual es en su sitio y ese instante la antonomasia y el paradigma de la hoja. Pero la hoja cae y aparece otra, que también debe caer, y que la única dimensión trágica que le quepa sea no saberlo no es un pleonasmo sino una bendición. ¡Ay, Caballeros, buenos Caballeros, de la hoja arrancada verde del árbol! -Levantó los brazos-. Desde mi Poniente me dirijo al Este, y a mi escudo el Caballero azul Sari Milana, a mi lanza el Caballero lila Kuvinur Lamborga. Excepcionalmente, la vida dispondrá hoy de un solo determinio, y el vencedor, de todas las prerrogativas. -Ígur sufrió un sobresalto; la alteración de las normas habituales acostumbra responder a una razón concreta, y la de ésa se le escapaba-. Corresponde la ofensiva al Caballero azul. -Y cuando ambos estuvieron en sus puestos, levantó la voz-, ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Los contrincantes se saludaron y se situaron en la segunda planta; Ígur quería encontrar más elegante y bien plantada la figura de Lamborga, y siguió los movimientos de Milana como si su mirada pudiera entorpecerlos. Después de tres toques de espada por el exterior, Lamborga ofrecía punto por la postura del arma, y cuando Milana lo acometió en estocada simple, se defendió desviando y, en el tiempo de equilibrar el cuerpo hacia atrás, cargando sobre la pierna izquierda, la mano uñas arriba, el cuerpo y los pies triangulados; retomaron la posición de defensa e Ígur respiró tranquilo, porque le pareció que Lamborga respondía bien, y además ahora la ofensiva era libre. Pero pocos segundos después de situada la postura, Milana la mejoró pasando a su medio proporcional sin desunir el arma, y por la parte de fuera y con toda la fuerza operante tiró una estocada de cuarta parte del círculo, con un movimiento accidental, corriendo el atajo hasta ejecutar la herida en la diametral del pecho; la sacudida estremeció a Lamborga y lo lanzó hacia atrás a la vez que Milana retiraba el arma. Ígur dio un salto y se precipitó a la plataforma; Milana se apartó, pero su Padrino se dirigió al Juez.
– El determinio de la vida no se ha acabado -protestó.
Ígur se inclinó sobre el cuerpo encogido de Lamborga, que respiraba con dificultad.
– ¿Cómo estás, amigo mío? -Le puso la mano en la herida; la sangre le brotó entre los dedos, y levantó la vista hacia el Juez-. Señor, el Caballero necesita ayuda urgente.
– El vencedor dispone de todas las prerrogativas -insistió el Padrino de Milana.
El Juez subió al estrado y puso la mano en la cabeza de Lamborga, que cargó inánime; Ígur lo sostuvo, y el Juez se levantó.
– El vencedor -anunció- ha ejecutado su prerrogativa, y la vida ha acabado el determinio.
Dos enfermeros fueron hasta donde Ígur intentaba desesperadamente hacer reaccionar a Lamborga, y lo apartaron con cortesía. Tumbaron al herido en una camilla y se lo llevaron, e Ígur, pasando de la tradición de bienvenida al vencedor, los siguió hasta la enfermería de la Capilla.
– Me temo que se pueda hacer poco por el Caballero -dijo uno de ellos.
– ¿Qué queréis decir? -se resistió Ígur.
En la enfermería colocaron sensores en la cabeza y el pecho del herido.
– El Caballero está muerto.
Ígur sintió unas tenazas heladas por todo el cuerpo.
– ¡Tenéis que hacer algo! -dijo, ofuscado de dolor.
– Lo siento. El arma le ha atravesado el corazón.
Ígur se sentó en una silla junto a la puerta, un poco apartado, y completamente aturdido contempló cómo los empleados preparaban el cuerpo de su amigo para el traslado. Se dio cuenta de que, por más que hubiera considerado la posibilidad, el desenlace del Juicio de Acceso le pillaba desprevenido, y se lanzó a un vertiginoso precipicio de autorreproches: por qué no se había ocupado personalmente de la preparación de Lamborga para el Combate, por qué, por lo menos, no se había asegurado de que se encontraba bien antes de permitir que se presentara, por qué había descuidado tan brutalmente sus deberes de Padrino de Acceso, qué Laberinto valía la muerte de una de las pocas personas que le había fiado verdad y nobleza.
Lo sacó de tan desesperadas cavilaciones la llegada de Maraís Vega, del Secretario de la Capilla, del Juez, de Milana y su Padrino. Vega, que llevaba la voz cantante, interrogó a los empleados, que le proporcionaron en voz baja una breve explicación. Ígur lanzó a Milana una mirada de odio; ¿para que acabara en sus manos le había perdonado la vida a Lamborga?
– Caballero, lo siento mucho -dijo Vega a Ígur con gravedad, y él miró a los ojos al resto de la comitiva; todos tenían un aire circunspecto, salvo Milana, en quien sorprendió el esbozo de una sonrisa de desprecio y complacencia.
Ígur se le enfrentó.
– ¿Estás satisfecho? Supongo que ya lo sabías. ¿Qué tanto por cien te daba el Cuantificador?
– ¿Crees que lo he matado yo solo? -espetó Milana, violento como un descargador.
– Por favor. Caballeros, no volvamos a empezar -dijo el Secretario de la Capilla.
– En primer lugar -continuó Milana-, lo he matado legalmente; y, si tanto te gusta buscar causas remotas, puedes pensar que lo he matado con tu colaboración; fuiste tú el primero que lo hirió. ¿Es eso lo que querías que te dijera?
– Caballero Milana, os exijo que respetéis la presencia de un muerto -dijo el Secretario.
Ígur era consciente de que estaban todos pendientes de él, y procuró evitar la transposición de la tristeza por Lamborga hacia el odio a Milana, pero se le entremezcló el recuerdo de sus palabras del otro día.
– Quiero que sepas que seré yo quien no te perderá de vista, y a la primera ocasión te enseñaré lo que es un Combate entre Caballeros.
– Caballero Neblí, doy eso por no oído -protestó el Secretario.
– ¡Si al menos supiéramos qué te enfurece tanto! ¡Como si tú hubieras llegado hasta aquí con las manos limpias! ¿Dónde está Galatrai? ¿Dónde está Meneci? ¿Dónde está Debrel? -Ígur notó que todos estaban más pendientes de él que nunca. ¿Qué podía decir de Debrel? ¿Confesar una desobediencia? Calló, maldiciendo la indecisión y la cobardía que acababan de poner un arma más en manos de Milana, quien prosiguió, envalentonado-. ¿Quieres creer que tú perdonaste a Lamborga y hoy lo he matado yo? Engáñate si quieres, nunca aprenderás. Tú no perdonaste a Lamborga, el Imperio te lo exigió, y hoy me ha exigido a mí que lo matara.
Ígur estalló.
– Te juro que el día que nos encontremos a solas cara a cara, con Imperio o sin Imperio, te mandaré al otro barrio con un placer de dioses.
– ¡Con Imperio o sin Imperio! -lo escarneció-. ¡Caballero, sois un sacrilego! ¿Qué dirán los próceres de la Capilla?
– ¡Basta, Caballeros! -dijo Vega, pero Ígur tenía que acabar de soltar lo que le reconcomía por dentro.
– Y entérate de que será en honor de Omolpus, y en honor de Lamborga. Sólo me duele no poder matarte dos veces.
– Caballeros -dijo Vega en un tono cortante que Ígur no le había oído nunca-, acabáis de pasar por encima de las normas más elementales de la dignidad, la cortesía y el buen gusto. El dolor y la excitación del momento no son excusa para vosotros, porque precisamente un Caballero de Capilla se distingue por saber dominar las pasiones. Me reservo la prerrogativa de abriros expediente, y sabed que, en el caso improbable de que decida no hacerlo, no será porque no lo considere justo o conveniente, sino por intentar olvidar la vergüenza que me han producido estos minutos en vuestra compañía.
Durante unos instantes contempló en silencio la faz de Lamborga, que empezaba a verse tocada por la severidad de la muerte, y salió sin mirar a nadie.
Ígur quiso acompañar el cuerpo del amigo, y esperó a que se lo llevaran. Ya en la salida, Milana aun estaba allí, y desde el transporte se dirigió a Ígur.
– ¡Esta noche, siguiendo las tradiciones -dijo, gritando para hacerse oír a distancia-, tenemos celebración en el Palacio Lodeia! ¡Te espero!
– Y soltó una carcajada salvaje.
Ígur olvidó la presencia del ataúd, y por encima del mismo lanzó con todas sus fuerzas el gesto más obsceno de la tradición.
Después de participar en la preparación del funeral de Lamborga, Ígur se puso en contacto con Arktofilax para transmitirle la petición del Decano de la Capilla. El Magisterpraedi quiso saber cómo había ido el Combate y qué había pasado después, e Ígur se lo explicó sin omitir detalle, ni tan siquiera los que no le dejaban en muy buen lugar. Arktofilax parecía estar por encima del bien y del mal, porque no hizo ningún aspaviento.
– Visitar la Capilla no me apetece demasiado -dijo al final-. Creo que la proximidad de la Entrada al Laberinto es una buena excusa para darles largas.
– ¿Vendréis al funeral por Lamborga? -preguntó Ígur.
– Como Magisterpraedi estoy dispensado -miró a lo lejos-; el Áurea Milénica me sabrá perdonar. ¡He visto tantos entierros!
– Lo comprendo -dijo Ígur por cortesía, pensando hasta qué punto le habría gustado librarse él también.
– Por cierto, mañana por la noche nos han preparado una fiesta de despedida en el Palacio Conti.
– Creo que el luto por un padrinazgo me dispensa de ir -dijo Ígur, y Arktofilax sonrió.
– Tienes un excelente sentido del humor. En combinación con unos buenos nervios te convertirá en un adversario temible. -Cambió de tono-. La fiesta empieza a las nueve. Creo que hay un apartado especialmente dedicado a ti.
– Muy bien.
Pasaron revista a las últimas cuestiones prácticas; las más difíciles, los presupuestos, estaban listos.
– ¿Crees que podrás resistir hasta pasado mañana sin tiraros de los pelos tú y Milana? -le preguntó finalmente. Ígur comprendió que vista desde fuera su ira resultaba más bien ridícula.
– Lo procuraré -dijo, fingiendo susceptibilidad herida.
El funeral por los Caballeros muertos en el Acceso a la Capilla seguía una ceremonia prácticamente idéntica a la de los Caballeros de Capilla con todos los derechos, con las únicas diferencias en alguna fórmula ritual de las actas y en el archivo del sello. El Cementerio de la Capilla estaba a poniente de la Falera, en el interior de un edificio no especialmente significativo. A través de un pasillo iluminado por una línea de antorchas próxima al techo, de tres metros de ancho, nueve de alto y veintisiete de largo, un marco sin puerta daba paso a un espacio cuadrado de tres por tres, flanqueado por dos escaleras idénticas enfrentadas a cada lado de la entrada, que de forma perfectamente simétrica ocupaban todo el ancho de los tres metros del recinto y llevaban, a veinticuatro metros de altura, a sendos rellanos de medio metro de ancho, por cuyos lados se accedía a un triforio que transitaba el entrepaño de muro correspondiente a la entrada, en toda la extensión del cual se alojaban los nichos y las cavidades con las urnas de los Caballeros. El otro entrepaño de muro, el de delante, era completamente liso hasta la altura correspondiente al triforio, donde había una hilera horizontal de pequeños ventanales, única, y escasísima, iluminación horizontal del recinto. En el punto central de ese muro, a dieciocho metros de altura de la entrada, en una repisa volada semihexagonal, se encontraba la urna destinada a las cenizas en tránsito, y más arriba de los ventanales, el sistema de brazos mecánicos y los antiguos aparatos de poleas para transportarlas. La distancia máxima transversal era de sesenta metros, correspondientes a tres de la plataforma baja, veintiocho de las escaleras, y medio de cada rellano. El techo eran dos planos inclinados simétricos, a partir de un voladizo a seis metros de altura sobre los dos rellanos laterales, correspondientes a la parte superior de la línea del triforio y los ventanales, justo hasta la vertical de la plataforma de la entrada. La altura máxima era de cincuenta y cuatro metros, de manera que la composición era también simétrica en sección, a partir del punto medio del triforio y los ventanales; de la altura máxima, correspondiente por tanto a una plataforma de tres por tres, colgaba un incensario en forma de prisma hexagonal, de dos metros diez de alto por cero setenta de diámetro de la base, y de altura y posición regulables. El conjunto, todo en mármol oscuro de tonos ocres grisáceos, resultaba de una severidad opresora y áspera, siniestra y vertiginosa hasta extremos inusuales.