Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Allí se reunieron unos cincuenta individuos de sexo masculino exclusivamente, la mayoría Caballeros de Capilla, de Preludio y de Cámara, jerárquicamente distribuidos por las escalinatas. Presidía el Decano Vega, y el lugar de honor, en la abertura central del triforio, lo ocupaban el Secretario, el Agon de los Meditadores, el Parapótropo de la Hegemonía y los representantes de los Príncipes, entre los que ocupaba un lugar destacado el Barón Uranisor como delegado de Bruijma.

Vega ofreció a Ígur el sitio del comitente, que él aceptó con orgullo. El oficiante se situó a la cabeza del ataúd, en el centro de la plataforma de abajo, Ígur a su derecha. Desde allí pudo comprobar que Milana no se encontraba entre los asistentes, y eso lo tranquilizó; después se olvidó del público.

El oficiante cubrió el féretro con una red y encima colocó unas tijeras abiertas, un puñado de arena y la semimáscara que había utilizado Lamborga; entonces le llevaron una balanza, y en un plato el oficiante puso un vaso de jade verde, y en el otro plato una pluma, y en medio la efigie vigilante de Amit, medio cocodrilo medio león, hasta que la balanza se inclinó hacia el plato de la pluma; después, con una antorcha de metro y medio de larga, encendió la pira de ramas negras y resina olorosa especial y con las poleas abrió los ventanales para que la corriente de aire del pasillo de entrada avivase el fuego; mientras, Ígur se cortó el pelo y lo echó a la hoguera, y se juró a sí mismo la muerte de Milana, proyectando la crueldad de su diálogo interior hacia un interlocutor que, por encima del escepticismo, la melancolía quería identificar con Lamborga. Tres largos minutos habían golpeado las llamas el reflejo encendido de su agitación feroz en las caras severas cuando, bastante avanzada la combustión y habiendo ordenado cerrar el oficiante la puerta anterior al pasillo para que la ceniza no se aventase, la plenitud reposada del fuego dejó la serenidad definitiva de luz constante primero, después constantemente menguante hasta las brasas, y entonces el oficiante las apagó con vino rojo, y todo se tornó gris y negro con agónicas explosiones de ceniza; finalmente, recogió los restos en un cofre de oro, al que después de estamparle el sello de Lamborga cubrió con un velo púrpura, y dos asistentes, con la ayuda de los mecanismos, situaron en el lugar correspondiente. La ceremonia no contemplaba discursos ni invocaciones, muy en la línea astrea de la Capilla, pensó Ígur, y acabada la incineración todos salieron en silencio.

En la puerta, aunque hizo lo imposible para evitarlo, Ígur se topó con Per Allenair, y lo saludó deprisa esperando que no hubiera más dilación, pero el otro lo detuvo.

– Caballero Neblí, me han explicado la penosa escena que protagonizasteis en la enfermería -Ígur vio detrás de él a Berkin y al Padrino de Milana, por lo que era inútil intentar eludir responsabilidades-. No sé las iniciativas que se reserva el Fidai Decano, pero quiero que sepáis que en la primera conferencia de la Capilla tengo intención de solicitar formalmente vuestra expulsión irrevocable.

Y se fue sin darle ocasión de réplica. Ígur saludó a Mongrius y evitó al Agon de los Meditadores y al Decano Vega, y cuando ya se iba, lo sorprendió Cuimógino, a quien no ubicaba de día y en sitio abierto.

– Caballero, hace dos días que os busco y no consigo contactar con vos. Suponía que estaríais aquí, y por suerte os he encontrado, porque es imprescindible que hable con vos antes de que intentéis entrar en el Laberinto.

– ¿Os parece bien que vayamos a mi casa? -dijo Ígur, y tomaron un transporte.

En la salita, Ígur ofreció una copa al visitante.

– En primer lugar -dijo Cuimógino-, permitid que me excuse por la manera tan poco ortodoxa y hasta ordinaria en que me he presentado delante vuestro -Ígur insinuó una inclinación-; como os he dicho, tengo una deuda de agradecimiento con vos, y aunque nunca os la podré pagar en su totalidad, qué poco imaginaba que tan pronto tendría ocasión de hacerlo en una parte pequeña pero, creo yo, bastante sustanciosa.

– Vos diréis.

– El caso es que estoy encargado de realizar una investigación de la que, lamentablemente, no me está permitido comentaros en extensión ni concretar los detalles principales, pero sí os puedo participar lo que os afecta personalmente, que no es poco ni fútil. Se trata, en primer lugar, de vuestras amigas.

– ¿De mis amigas? -Ígur frunció las cejas, y el otro le indicó con un gesto que tuviera paciencia.

– Feiania Morani es una astrea negra militante, y todo el que tiene con ella una relación personal continuada es objeto de investigación.

– Lo sé perfectamente, señor -dijo Ígur, pensando que si todo era como eso, estaba perdiendo el tiempo; Cuimógino sonrió.

– No lo dudo, pero no sé si conocéis las dimensiones del problema. Si vuestra Reina de los Dos Corazones llegara a ser detenida, lo que parece más que probable, y no a largo plazo, tendréis problemas graves.

– Os agradezco la advertencia. ¿Qué más?

– El caso de Sadomin Golring es más complicado, y creo que vale la pena que os lo explique desde el principio. Sadó es hija del Secretario personal del Duque Virbelgurd, y la orden que a través de la Equemitía de Recursos Primordiales os fue encomendada de matar al geómetra Debrel y a su mujer procede del padre de Sadó, con la intención, que él mismo se ocupa de propagar, de proteger a su hija de la influencia de Debrel, de quien, como ya sabéis, se dice que está complicado con La Muta.

– Sólo por proteger a su hija de una influencia política no creo que se intrigue para mandar asesinar a alguien.

Cuimógino esbozó una sonrisa amarga.

– Yo pensé lo mismo, y las respuestas que obtuve no son agradables.

– Adelante, lo resistiré -dijo Ígur, cobijado en la ironía.

– Como sabéis, Sadó y la mujer de Debrel son hermanas por parte de madre; el padre de Guipria, por cierto, uno de los maestros y más tarde mentor y colaborador de Debrel, se enredó con La Muta y hace más de veinte años que está en la cárcel. Un buen día, Guipria descubrió que el padre de Sadó, cuando ésta tenía unos diez años, mantenía relaciones sexuales con ella, y se la llevó a vivir a su casa con su marido -Cuimógino torció el gesto-. El Secretario del Duque no pudo hacer nada para recuperarla, hasta que por una indiscreción, de no he podido averiguar quién, hace poco tiempo descubrió que Debrel y Guipria habían tenido discusiones graves a causa de Sadó, y eso lo decidió a actuar.

Ígur tardó unos segundos en entender lo que se le estaba diciendo.

– ¡Sadó con Debrel! No puede ser.

Cuimógino lo miró con tristeza.

– Esa chica contiene todos los venenos, no hay duda -dejó que se hiciera un silencio-. Ahora el peligro se cierne sobre vos, porque nadie que disfrute de una fuerte influencia sobre Sadó tendrá la vida segura bajo la bota del Secretario del Duque.

– ¿Y por qué no la protege directamente? ¿O aún mejor, por qué no la reclama legalmente?

– Porque Sadó es hija ilegítima, y la fortuna del Secretario proviene del cargo obtenido gracias al matrimonio con la sobrina del Duque.

– ¿Debo entender que Madame Conti también está en peligro?

– Que Sadó esté allí me imagino que su padre debe de considerarlo un mal menor, y, en el fondo, una forma de distracción. Sin embargo estará en peligro extremo quien adquiera influencia sobre ella.

Ígur no se atrevía a preguntar por Debrel y Guipria. ¿Cuimógino sabía que él había desobedecido la orden? Si se lo hacía saber, ¿qué consecuencias le reportaría? ¿Cuáles podría tener para Debrel y Guipria? De repente se dio cuenta de que no sabía nada. ¿Quién le podría decir qué había pasado con el geómetra y su mujer? Se imaginó a Sadó copulando con su padre, todavía una niña pero ya con el mismo aspecto de ahora, y con el más hiriente de los resquemores se la imaginó con Debrel, radiante y solícita, insultada por la hermanastra, que ¡cómo lamentaría no haberla dejado con su padre y que hiciera de ella lo que quisiese!

– ¿Qué pruebas tenéis de todo esto? -dijo Ígur, procurando que no le temblara la voz.

Cuimógino lo miró con ternura.

– ¡Caballero!…

Ígur recordaba la despedida de las dos hermanas.

– Así -dijo-, los motivos de la orden sobre Debrel y Guipria no son políticos…

– Caballero -lo riñó Cuimógino-, ¡todo lo que ocurre a vuestro alrededor, hasta lo que os parezca más físico, es político!

Ígur intentó desesperadamente reproducir los sentimientos que le habían conducido a salvarle la vida a Debrel y a ayudarlo a huir; ¡cómo se debía de reír! Como ante un mapa mudo, se encontró deseando con delirio volver a verlo, sintiendo por él más cariño que nunca, y a la vez una turbación aguda por querer saber, por tenerlo delante para preguntar, para estrecharlo entre sus brazos, para zarandearlo… ¡para admirarlo más que nunca! ¿Para protegerlo? ¿Para asesinarlo? Sintió horror de sí mismo preguntándose por qué lo había dejado vivir, qué habría hecho o con qué sentimiento si llega a saber lo que ahora sabía.

– ¿Queréis tomar algo más? -dijo maquinalmente.

– La cuestión -prosiguió Cuimógino- es importante que la consideréis, porque es un flanco al descubierto. -Ígur continuaba pensando en toda su relación con el geómetra y su familia, y la revisaba del derecho y del revés reinterpretando escenas, inventando magnificencias y esplendores en los puntos donde la memoria encontraba cavidades-. Pero sobre todo os quería hablar del Laberinto.

Ígur comprendía tantas cosas de Debrel y, sobre todo, de Guipria, que pensó si no empezaba a ver fantasmas. La gran pregunta continuaba: ¿estaban vivos, Debrel y Guipria? Muertos serían una amenaza para su sueño, pero vivos eran una amenaza para su vida.

– ¿Qué pasa con el Laberinto? -preguntó, completamente distraído.

– ¿No os dais cuenta con qué facilidad se os allanan los obstáculos? ¿No encontráis sospechosa esa especie de conjura administrativa para impulsaros al Laberinto? -A Ígur no se le había ocurrido tal cosa, y si en algún caso se había felicitado por su suerte, lo había atribuido a la influencia de Omolpus o de Ifact; pensó en la peregrinación hasta Lauriayan y negó con un gesto-. Pues yo he visto por dentro los mecanismos que os han permitido llegar hasta aquí, y os puedo asegurar que en ocasiones se han producido tales temporales secretos que a mí, que he visto de todo, me han dado escalofríos. Creedme, desde que entrasteis en la Capilla habéis pasado por media docena de situaciones que con una hubiera bastado para resultar tan destruido como el Caballero que hemos incinerado hoy.

71
{"b":"87587","o":1}