– Llega un momento -dijo Ígur- en que la confusión es total.
– Es decir, el control es total -rieron.
– ¿Y la segunda alternativa?
– Introducir ineficacia y desorden dentro de la organización -dijo Arktofilax- y, si estás dispuesto a jugarte el tipo, con muchas posibilidades de dejártelo en el intento, fomentar la insidia y el enfrentamiento entre los sectores inmediatamente inferiores al jefe supremo, principalmente entre los aspirantes a sucederlo. Te dejarás el cuello seguro, y quizá sea lo mejor para ti, pero si lo haces bien arrastrarás contigo a unos cuantos de los gordos.
– Enfrentar sectores puede conducir a una guerra abierta, y no sé si eso es más controlable que las situaciones latentes.
– Controlable quizá no, pero sí metacontrolable. En cualquier caso, es perfecto para eliminar al sector que te convenga, siempre que tengas acceso a sus recursos, y la medida también te la da la factorialidad. Desarmar grupos beligerantes es, por principio, equívoco y susceptible de maquinación y, por bien que un único mando controle la operación para asegurar la sincronía, siempre puede haber un agente intermedio sobornado o amenazado, o jugador, o infiltrado de otra causa, o simplemente, y eso es lo más probable, incompetente, que retrase la última acta de bloqueo de la concesión, con lo que uno de los bandos dedicará el último envío a liquidar a un enemigo desarmado.
Ígur tuvo una idea repentina.
– A pesar de lo que habéis dicho, veo que, por una cuestión de recursos, la sistematización se plantea a favor del sistema.
Arktofilax esbozó un gesto despectivo.
– ¿Cuándo, en toda la historia, has oído hablar de una sistematización de estructuras administrativas en contra de un Imperio?
– Me refiero -insistió Ígur, un poco incómodo-, a que en realidad nosotros jugamos abiertamente a favor del sistema.
– Si lo crees así… -la expresión de Arktofilax se suavizó-. Hace doscientos años, por sus ideas perseguían a filósofos y científicos, hace cien ya sólo perseguían a los políticos disidentes, y hoy únicamente a los beligerantes activos que representan un factor de desorden público muy pernicioso y concreto. ¿Los ideólogos? Tanto da, que digan lo que quieran, quedarán ahogados dentro de un océano de falsa información, de material de historia y pensamiento que nadie sabrá si es falso o no, y a nadie le importará, quedarán confundidos entre los histriones del gesto tópico como un tópico más, como una caricatura de la discrepancia, ineficaces, hasta que no se sepa qué va a favor y qué contra el sistema, porque se habrán desdibujado del todo los límites entre dentro y fuera del sistema, si desde tu punto de vista te ves capaz de distinguirlo claramente del Imperio.
– Me extraña -dijo Ígur- que con vuestra visión de la vida no hayáis intentado hacer algo para ayudar a los demás.
Arktofilax lo miró con detenimiento, e Ígur se dio cuenta de la futileza de la observación. ¿Qué había hecho el Magisterpraedi en todos esos años en que la opinión pública lo tomaba por desaparecido?
– No me aparté de odiar a los poderosos para dejar de despreciar a los mediocres.
Ígur consideró más seriamente que nunca la posibilidad, que se le había ocurrido desde el primer momento, de que Arktofilax le estuviera poniendo a prueba, y quizá tomándole el pelo. Siempre había creído que el radicalismo era producto del estrato central de la sociedad, del más conservador, bienpensante y en apariencia contemporizador, como los padres que, sin abandonar las formas, de hecho promueven el atolondramiento que ya de pequeños han inspirado en los hijos, aunque de puertas para fuera lo censuren, y oír a ese hombre, que lo había tenido todo en la vida, hablar como un adolescente que tiene que gritar para que se le oiga, abría inciertas posibilidades de motivaciones y actitudes. ¡Qué lejos Arktofilax del clásico raquítico mental, idealista ayer, prostituido hoy, que tiene que inventar a cada paso mecanismos de defensa para no odiarse en la abdicación, para concordar su vida de hoy con los propósitos de antes y presentar el cambio como la lógica evolución de la inteligencia?
Tres horas después habían repasado gran parte de los estamentos y las mecánicas del Imperio bajo el prisma de los Juegos y, por tanto, del Laberinto, e Ígur tenía más curiosidad que nunca por saber qué problemas concretos les esperaban en su interior.
Después de tres días de intensa preparación de la Entrada al Laberinto, el jueves diecinueve de Abril a primera hora de la mañana Ígur fue a la Apotropía de la Capilla, donde iba a celebrarse el Combate de Acceso entre Lamborga y Milana. Nada más llegar le esperaba una sorpresa, porque cuando le pidió al Jefe de Protocolo que le había recibido que le acompañase a la Cámara donde se preparaba Lamborga, el funcionario le dijo que el procedimiento del Acceso había sido detenido, y que el Caballero Decano de la Capilla lo esperaba en el despacho. Ígur se encogió de hombros y se dejó acompañar. Allí Maraís Vega lo recibió acompañado por Per Allenair y por otro Caballero de unos treinta años y la cara llena de cicatrices, y una figura tan imponente como la de los otros, que le fue presentado con el nombre de Gudolf Berkin.
– Querido Caballero Neblí -dijo Vega con una fría suavidad nada untuosa-, siento mucho tener que interrumpir el procedimiento, pero ha aparecido una cuestión sobre la que necesitamos imprescindiblemente tu aclaración, que no dudo será del todo satisfactoria.
– Estoy a vuestra disposición -dijo Ígur, completamente desorientado; Allenair lo miraba con una altivez tan distante y severa como si estuviera ante el enemigo más execrable.
– Se trata -prosiguió Vega- de la forma en que fue eliminado el Caballero Meneci en la Playa de Reibes -Ígur mudó la expresión, y Vega abrió una mano-. Parece ser que no hay testigos directos.
– Si no lo entendí mal -dijo Ígur intentando sofocar la indignación-, el Código de la Capilla incluye el beneficio del honor en un Combate entre Caballeros, precisamente por encima de cualquier testigo presencial; ¿o es que tengo que demostrar la inocencia antes de ver una prueba de que soy culpable?
– No se trata solamente de eso -intervino Berkin, a quien Ígur supuso de alguna forma vinculado a Meneci-; abandonar a un adversario herido no son precisamente laureles para el honor de un Fidai.
Ígur miró a Allenair, que no le quitaba de encima unos ojos impasibles.
– ¿El Caballero Meneci ha sobrevivido? -dijo-. Entonces, ya que su honor no debe estar en entredicho, le podéis preguntar a él por la rectitud del Combate.
– Eso no viene al caso -insistió Berkin-. Comprenderéis que, dados vuestros antecedentes… insultos en público a un alto dignatario del Imperio, uso fraudulento de la Séptima Demeterina, intento de estafa en la distribución de beneficios de la Entrada al Laberinto…
Hizo un silencio que reclamaba respuesta; Ígur se maravilló de cómo había trascendido enseguida el incidente sobre la participación de Silamo, y se preguntó quién lo habría filtrado.
– ¿Así pues qué queréis? -preguntó, mirando a Allenair, cuyo mutismo le inquietaba más que todas las sacudidas verbales de los demás.
– Vuestra palabra de que de ahora en adelante actuaréis con la integridad modélica de un Fidai -dijo Vega con una mansedumbre que contrastaba con la dureza de fondo de sus palabras.
– La tenéis ahora mismo y hasta sus últimas consecuencias -dijo Ígur.
– Sé que es así -dijo Vega sonriente-, y sé, además, que aunque quisierais no podría ser de otra forma, ahora que tenéis la compañía y el magisterio del Magisterpraedi Arktofilax. Por cierto, los componentes de la Capilla del Emperador me han encargado que os pida le transmitáis la invitación formal para visitar esta casa que nunca ha dejado de ser la suya.
– Lo haré con mucho gusto -dijo, aliviado-. ¿Por qué no lo invitáis formalmente por la vía del sello?
– Sabéis muy bien -se adelantó Vega al exabrupto de Berkin- que el sello de un Magisterpraedi tiene el acceso barrado, y con él sólo se pueden comunicar directamente el Apótropo y el Emperador. -Fue hacia la puerta, y los demás lo siguieron-. Celebro que todo se haya arreglado -la cara de Berkin y Allenair era de no haber tenido suficiente, pero no se atrevieron a contradecir al Decano-; ahora podéis asistir al Caballero Lamborga hasta el momento de la ceremonia.
Y sin más explicaciones, el Jefe de Protocolo lo llevó a la salita de siempre, donde Lamborga se preparaba para el Combate.
– ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el problema? -le dijo nada más llegar.
– No te preocupes, todo está en orden -dijo Ígur.
Lamborga lo miró levantando la vista desde la silla, con una sonrisa confiada; ¿o tal vez fuera desconfiada?
– Pero ¿qué pasaba?
Ígur revisó las armas como si fuera él quien iba a combatir; dejó la espada en equilibrio con el centro de gravedad en su mano abierta.
– ¿Estás en buenas condiciones? -Lamborga esbozó un gesto de evidencia-. Ya veo que te has recuperado, pero ¿estás en plena forma? Quiero decir si te has entrenado. ¿Seguro que has trabajado los reflejos y la fuerza?
Lamborga se echó a reír.
– Claro que sí. Me gusta que te preocupes tanto por mí. Ya sé que tienes un doble interés por que gane.
Ígur se vio obligado a justificarse.
– No tengo ningún doble interés, sino uno bien sencillo: quiero que mi amigo, que eres tú, entre en la Capilla; que Milana desaparezca es cuestión de tiempo; en todo caso, es pura urgencia. Suponiendo que tú -habló más lentamente y recalcando-, que es mucho suponer, y yo estoy convencido de que no será así, pero en fin, suponiendo que tú no te lo cargues ahora, puedes poner la mano en el fuego que antes de dos días me lo cargo yo.
Rieron.
– Esperemos que te ahorres la molestia.
El Ayudante de Protocolo lo fue a buscar, y con el ritual que Ígur ya se sabía de memoria fueron a la Sala de Juicios; parecía que el Combate de Mongrius hubiera tenido lugar hacía dos días, pero que del suyo propio hiciese tres años. Ocupó su puesto, y esa vez la Capilla estaba a rebosar, por lo que Ígur dedujo, con una sombra de celos, que el objeto del interés del público continuaba siendo Lamborga.
– ¿De verdad te encuentras bien del todo? -insistió.
– Sí, ya te lo he dicho. Y si no, ya es tarde para echarse atrás.
Ígur siguió a Milana con la mirada. Sus propias dudas participaban de una angustia indefinida. El Juez esperó a que los contrincantes se situaran, y empezó el discurso.