Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La siguiente mesa la ocupaba un joven de bastante buena apariencia que bebía zumos de fruta, y que podía ser Meneci perfectamente, pero como no se apreciaba en él ningún indicio de disfraz o de especial ocultación de ninguna parte del cuerpo, Ígur optó por descartarlo en principio porque, aunque Meneci había sido uno de los pocos Caballeros ausentes en su Acceso a la Capilla, no se podía arriesgar a que Ígur hubiera visto filmaciones o fotografías suyas, lo que, en ese momento, maldijo no haber hecho. Y puestos a cuestionar, pensó Ígur, ¿quién dice que Meneci tuviera que disfrazarse? Volvió a mirar al joven rasurado con preocupación.

En la tercera mesa había tres individuos de mediana edad, que tanto podían ser trabajadores cualificados como funcionarios de escala media o baja; hablaban sin levantar la voz y parecían preocupados por algún asunto en concreto. Tenían la clásica complexión viciada por posturas y actividades sedentarias, con encorvamientos por falta de ejercicio. Claro, pensó Ígur, que también podía tratarse de una caracterización; ¿de los tres? No, si acaso de uno solo, y los otros dos estarían con él para desorientar. Ígur se vio incapaz de distinguir uno más sospechoso que los demás: uno era más alto, otro más fornido, otro más flaco.

La mesa siguiente la ocupaba un paralítico, e Ígur consideró francamente imposible fingir aquellos pies arrugados, las piernas cortas y las rodillas torcidas hacia adentro; además, una pierna podía engordarse artificialmente, pero nunca adelgazarse hasta aquel extremo.

En la quinta mesa se sentaba un personaje tan extraño, vestido de manera tan estrafalaria, que Ígur se resistía a imaginar que alguien pudiera elegir esa ropa de payaso tratándose de pasar desapercibido; y, sin embargo, ofrecer una razón evidente para ser descartado era una buena táctica. El hombre de la quinta vestía de todos los colorines del mundo, y sudaba copiosamente; quizá la tendencia a la obesidad era lo que a ojos de Ígur lo convertía en menos sospechoso como posible Caballero de Capilla camuflado.

En la última mesa, la del rincón, estaban los tres típicos jóvenes bárbaros, indolentes y sin decirse nada, no muy limpios y sentados con negligencia en el borde de las sillas; parecían los típicos hijos de casa bien a quienes no les empieza a circular la sangre hasta las ocho de la tarde; pero ojo, pensó Ígur, también podrían ser Fonóctonos.

Ígur no se movió del bar en todo el día, resignado al que prometía ser un extenso ejercicio de paciencia y autocontrol, materias de estudio y de culto para un Caballero, como tan bien le había enseñado el Magisterpraedi Omolpus, presente tan a menudo en sus pensamientos. El tiempo transcurría más lento que nunca contra los horizontes calcinados y reverberantes del tedio y el calor, e Ígur lo tuvo para evocar su aprendizaje en Cruiaña, y los meses en Gorhgró, en especial a Debrel y Guipria, y también, de otra forma, a Fei y Sadó y el maldito Laberinto. Vio cómo los clientes del bar se levantaban y se iban, y después volvían y llegaban otros, pero sin estancias largas, y se imaginó cómo sería Arktofilax, si sería un hombre amargado, o un falso cínico como Debrel, si quizá no querría saber nada de la Falera, y después de todo tendría que regresar a Gorhgró con las manos vacías; pensó finalmente si, después de tanto tiempo sin encontrar a nadie con quien hubiera tenido trato directo, se podría fiar de aquel que dijera «éste es Arktofilax» o, aún más comprometido, «yo soy Arktofilax», y procuró apartar la idea de encontrarse con un impostor y que el verdadero Teke Hydene hubiera muerto o fuera un cuerpo irrecuperable en un asilo terminal.

Por la tarde pidió una cena frugal, y al acabar se retiró a su habitación, situada en el piso de arriba. La vista al mar era espléndida, incluso excesivamente dilatada. Las luces de los pescadores se confundían con los faros de la Isla de Lauriayan, talmente un monstruoso cetáceo vigilante en el centro del horizonte.

Al día siguiente Ígur se levantó al alba, porque no quería dejarse sorprender por una aparición temprana de Vendramín, y se instaló en el bar; allí pasaron las horas y vio entrar y salir a los clientes del día anterior, el borracho; de sol a sol, el joven rasurado sólo un rato, los tres de mediana edad al mediodía, los jóvenes bárbaros, tan sólo dos esa vez, por la tarde; el paralítico y el payaso no aparecieron, y a cambio se añadió al grupo un viejo jorobado que hizo las delicias del furor susceptible de Ígur, y acabó discutiendo con el borracho.

En esa parte de Reibes había muy poco movimiento, las calles estaban desiertas, y la afluencia de clientes al bar se producía como un gota a gota enfermizo; y a pesar de que todo llevaba a la indolencia, o quizá precisamente por eso, Ígur no dejaba de repetirse que uno de esos cuerpos arrastrados por la desidia y la inactividad era una bomba de relojería que estallaría en el momento oportuno, convertido en una perfecta máquina de matar.

Por la tarde, aburrido de una incertidumbre que no se sabía cuándo acabaría, y habiéndose repetido doscientas veces que no quedaban más que doce días para la puesta helíaca de Canopus, había intercambiado algunas palabras con el joven rasurado, que parecía tan cargado de precauciones como él mismo. Se fue a dormir profundamente harto y preguntándose si todo ese asunto valía la pena.

El día siguiente y el otro fueron calcados del anterior, con escasos movimientos de los once únicos clientes que aquel local parecía tener, y de los cuáles enervaba más a Ígur su pasividad que la fatal certidumbre, de la que comenzaba a dudar, de que uno de ellos se manifestaría como su enemigo mortal. Entre tanta hora vacía había tenido tiempo de entablar una cierta amistad con el encargado del bar, y de escuchar sus historias de cuitas de un pasado reciente en el que la costa de la Oybiria era próspera y activa, y las aventuras de los héroes locales.

El quinto día en el bar de Horapolus, y ancorado desde primera hora de la mañana en su mesa habitual, la concurrencia falló a primera hora, pero a lo largo de la jornada aumentó poco a poco hasta quedar al completo a media tarde.

– Si continúa sin aparecer -le dijo a Ígur el camarero-, por lo menos esta tarde podréis hablar con el dueño -miró el reloj-; acostumbra a llegar hacia las ocho. Quizá él os pueda dar más razón de Vendramín.

Ígur repasó una vez más al payaso, al viejo y al borracho, que se habían hecho íntimos, a los tres individuos de mediana edad y a los tres salvajes, ese día escandalosos como nunca; a las nueve de la tarde aún no había aparecido el dueño, e Ígur ya no podía más.

Por fin, a las nueve y media, entró un hombre de unos treinta años y se fue directamente detrás de la barra; el camarero le hizo una seña a Ígur, que se acercó al instante.

– ¿El señor Horapolus? -preguntó.

– Yo mismo -dijo, mirando con respeto receloso las insignias de Caballero de Capilla.

– Estoy aquí para ver al transportista Vendramín, y me han dicho que tiene este local como terminal.

– Así es. Caballero. Acabo de verle y viene hacia aquí -hizo un gesto de desdén-, pero dudo que os resulte de mucha utilidad hablar con él tal como va -justo al acabar de decirlo, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y corpulento como un oso, andando a trompicones y exhibiendo un equilibrio más que precario; Horapolus se volvió de espaldas-. Ahí lo tenéis -dijo indiferente.

En aquel instante, los tres jóvenes bárbaros y los tres supuestos pequeños funcionarios se pusieron en pie de un salto, y los más cercanos avanzaron rápidamente hacia el recién llegado. Ígur sacó la pistola láser en una décima de segundo y le apuntó.

– ¡Quietos! ¡Al que se mueva lo dejo seco! -Todos se quedaron clavados; Ígur dio un repaso a la concurrencia con la mirada y con el arma-. ¡Eso va por todos! -Horapolus se había quedado petrificado con una cara de pánico definitiva, y Vendramín se desplomó sobre el mobiliario-. ¡Tú, ayúdame! -ordenó Ígur al camarero, y entre los dos recogieron al transportista-. Lo llevaremos arriba -dijo Ígur en voz baja, y mientras iban hacia la escalera con la pesada carga se dirigió a los demás sin dejar de apuntarles-. ¡Vosotros, seguid así hasta que os pierda de vista! -Echaron a Vendramín en la cama de la primera habitación libre-; de acuerdo -le dijo al encargado-, ya te puedes ir.

– Si me permitís, señor, creo que este hombre no está en condiciones de nada, y lo mejor que podéis hacer es meterlo en la cama hasta mañana. -Ígur miró a aquel animal de boca abierta y ojos en blanco, todo él grasa y sudor apestando a alcohol-. Si queréis, ya me ocupo yo -se ofreció el camarero, e Ígur dio su visto bueno, y bajó al bar.

– Muy bien -dijo a la concurrencia-, podéis continuar con lo que hacíais. -Miró con dureza a los que se habían levantado; como ninguno de ellos hizo ningún gesto especial, Ígur creyó que tampoco existía un motivo concluyente para creer que uno u otro fuera Meneci o formara parte de una conjura; se dirigió a Horapolus, que no se había movido del sitio-: ¿Tenéis un despacho donde hablar con tranquilidad?

– Claro, Caballero -dijo el propietario con un hilo de voz, y lo condujo por detrás de la barra hasta una habitación posterior; allí se puso a su disposición-: vos diréis.

– Necesito saber todo lo que me podáis decir de los clientes que ahora mismo hay en el bar; vuestro hombre de confianza ya me ha contado algunas cosas, pero no puedo pasar por alto ningún detalle.

Horapolus esbozó un gesto de escepticismo.

– No creo que Nonus os haya podido decir gran cosa, es tan sólo un suplente temporal.

Ígur tuvo un sobresalto.

– ¿Un suplente? ¿Desde hace cuánto?

– No sé, el socio encargado se puso enfermo de repente hace cosa de quince días, y nada más poner el anuncio vino éste…

– ¡Meneci! -exclamó Ígur, y salió de la habitación como un poseso.

Saltó la barra del bar y subió las escaleras de cuatro en cuatro, abrió la puerta de la habitación de una patada y se encontró con que el falso encargado tenía a Vendramín contra la pared, con una mano retorciéndole el brazo y con la otra estrujándole la congestionada cara como la garra de un halcón; el transportista farfullaba tembloroso, y al aparecer Ígur, el otro lo dejó caer como un saco de patatas y sacó de no se sabe dónde una espada de Caballero.

– Ni un paso más -dijo en un tono que no guardaba la menor similitud con el servilismo del camarero, apuntando a Vendramín.

Ígur sacó su espada.

61
{"b":"87587","o":1}