– No os preocupéis, Caballero, aquí todos somos muy bien educados, y antes de entrar llamamos a la puerta.
Ígur se encontró copulando con una frialdad mental privilegiada, y pensando en si sería por la Demeterina, se le ocurrió que Kirka, o Selima, tenía que tener un punto débil en los abandonos del alba, y tanteó el asunto sin dejar de moverse.
– Creo que he demostrado la bastante buena voluntad como para ser correspondido -dijo; ella abrió un ojo sí y el otro no.
– Claro, Caballero, y creo que sois correspondido. -Se detuvo-. ¿Creéis que es el momento adecuado para serlo de otra manera?
– Acabáis de decir que os entusiasman los cócteles.
– Sí, pero no entre sabores irreconciliables, no soporto el mal gusto. -Ígur se detuvo, y ella le clavó una mirada furiosa-. ¿Tienes prisa por entrar en el Laberinto, idiota? ¿No ves que ya hace tiempo que estás, dentro del Laberinto?
Ígur retomó el movimiento de caderas, un poco inquieto por quién tenía debajo, por qué podía saber que no demostraba, por quién podía ser en realidad, por las órdenes que obedecía. Ella volvió a cerrar los ojos, y parecía perdida en el delirio del placer cuando Ígur descubrió que por más que se esforzara no podía eyacular, y maldijo el alcohol, el insomnio, el cansancio y la Demeterina, por más que acelerase el ritmo, tan sólo conseguía aumentar el impaciente descontrol de Kirka. Se volvió a mirar a los tres socios, y los encontró con la posición cambiada: Mistifal estaba delante y Kiaik cerraba la fila, y los tres los miraban con atención. Ígur intentó abandonar, pero la erección tampoco retrocedía, y de repente se imaginó cayendo extenuado sin poder concluir lo que había comenzado ni por culminación ni por retirada y, viendo el sol ya bastante alto y a Kirka dispuesta a continuar cabalgando, se horrorizó hasta casi la náusea.
– ¡Pentimento! ¡Pentimento! ¡Pentimento! -gritó de repente Mistifal, y él y los otros dos orgasmaron a la vez, él masturbado por Oxuneumus.
En aquel instante, Ígur sintió todo el cuerpo aflojándosele, y también Kirka ralentizaba y profundizaba la respiración talmente como si de parar se tratara, de parar el mundo con fuerza y a la vez con desmayo. Al final abrió los ojos liberado.
– Ahora sabéis qué es hacer el amor con Selima, Caballero -dijo, y lo acompañó hasta la habitación que le había sido asignada.
Nueve días después, Ígur continuaba en casa de Kirka, contando cada mañana y cada tarde cómo se acortaba el plazo anual de Entrada al Laberinto, y cómo ya sólo le quedaban catorce; cada noche tenía que luchar con Kiaik, o con Oxuneumus, o con Mistifal, por turno después de la Demeterina, sin vencer nunca ni ser vencido, y presa después de una extraña y contradictoria pasión acababa haciendo el amor a Kirka en vecindad del amor de los otros tres; se sabía de memoria todas las entonaciones que, sobre pífano o mandolina, y siempre con campanillas y tamborín, las voces de bajo de Mistifal, de tenor de Oxuneumus y de contralto de Kiaik ofrecían a la desorientación de los sentidos; había aprendido todos los secretos del maquillaje, no tan sólo de los ojos o la boca, no tan sólo de la cara y del cuerpo, sino sobre todo del sexo: ninguna sombra resaltante, ningún enaltecimiento del glande en morado o en negro, en oro, en miel o en púrpura, en azul-verde o en brillantez, tenía secretos para él; poca cosa desconocía sobre pelajes de resonancia, fundas de vibración, sabores de superposición, tisanas de retraso, pesas de compensación, agujas de reflejo, colirios de aumento, collares de rugosidad, prótesis prepuciales ultrasensibles, espolones clitoriales y anillos subglandares de barba o de cilicio. Pero no apreciaba progresión en el negocio que le había llevado a ese pozo sin fondo, sino al contrario, cada día veía más lejos no acabar con las manos vacías.
– Ahora que nos has traído a todos la vida, no te dejaremos marchar -le dijo Mistifal aquel día, después de su cuarto Combate nulo.
Ígur se echó junto a Selima lleno de desidia, admirado de que ella estuviera cada día más viciada a su presencia; iba maquillado y lleno de joyas como un pavo real, y hacía tanto tiempo que no se vestía que la sola idea le parecía un atavismo remoto. No habiendo perdido su objetivo de vista, los días en Luiri habían sido bastante instructivos, a pesar de la práctica diaria de la Demeterina, verdaderamente un arma terrible, y no de dos filos, sino de doscientos, pero que por lo menos le habían servido para conocerla. Y quizá, pensó, en la raíz del desastre latente residía la única esperanza; esa mujer estaba dispuesta a destrozarlo, si antes no lo conseguían sus acólitos, y sin un motivo para salvarse no diría nada; ¿pero la defensa de qué podría motivarla? ¿La vida? Ígur había estudiado a fondo la Séptima Demeterina y su control del tiempo, y algo le parecía que podía volverse a su favor.
– Esta es la fuerza de la Milénica -le dijo a la anfitriona, y se puso a hacerle el amor-, y tú eres Selima.
Los tres socios yacían en el suelo en triángulo, el negro ofreciéndole el miembro al rubio en la boca y tomando con la suya el del castaño, que se lo mamaba a Kiaik.
– No te detengas -suplicó Kirka a Ígur, y él vio por fin la salida: recordó uno por uno los nueve coitos y, concentrado con toda su energía en el movimiento de entrada y salida acompasó la respiración al revés de como resulta natural, inspiración con salida y expiración con entrada. Confirmado que la expulsión de aire confería a la retirada del sexo una devastación especial, Kirka lo miró con ojos feroces terriblemente abiertos-. ¿Qué haces? ¿Qué quieres?
– ¡Ah, Señora mía, por fin te he pillado!
– ¡Detente! -gritó crispada, y quiso soltarse, inútilmente porque Ígur la tenía bien falcada-. ¿Qué pretendes? -Se volvió hacia el centro de la habitación-: ¡Detente, los Tres Reyes empiezan a morírseme!
Y efectivamente los ralentizados movimientos de los socios ya no servían sino al languidecimiento de la fuerza, y los sexos morían entre labios exangües.
– ¡Ahora harás lo que yo te diga, bruja! -gritó Ígur sin detener el procedimiento.
– ¡Haré lo que quieras, pero por piedad retoma la dirección correcta!
– Quiero saber ahora mismo cómo encontrar al Magisterpraedi Hydene.
– El contacto es el transportista de Reibes.
– ¿Cómo se llama?
– Vendramín.
– Muchas gracias, Señora -dijo Ígur, y se levantó de un salto; ella le miró el sexo con horror: estaba completamente flaccido.
– ¡No puedes irte así! -gritó, medio incorporada; los tres socios yacían inánimes boca arriba.
– ¿Que no? -gritó Ígur con una carcajada, y se arrancó anillos, collares y pendientes y se los tiró sobre el regazo-. ¡Intenta detenerme! ¡Adiós, Señora, aquí te quedas para siempre a las puertas del palacio! Y se marchó, dejándola medio tirada por el suelo, arrastrándose hacia los cuerpos de los criados.
– ¡Maldito seas, Ígur Neblí! -chilló cuando el Caballero, desmaquillado y vestido, salía por la puerta-, ¡el dominio de la Séptima Demeterina no ha dicho aún la última palabra!
– ¡Que los pies te sirvan de cabeza! -fue lo último que dijo él, y así abandonó Luiri finalmente.
No se puede decir que Reibes tuviera propiamente entidad como población, era más bien una desordenada acumulación parasitaria de locales en la franja costera unos doscientos kilómetros al Este de Polcarm; el paraje era descorazonadoramente plano, y lo único que rompía el horizonte era la Isla de Lauriayan, que a unos veinte kilómetros de distancia se apreciaba lo bastante bien como para no parecer un espejismo y lo bastante mal como para ocultar como un secreto su naturaleza. Ígur alcanzó la costa de madrugada, sin haber dormido y con toda la náusea de los días anteriores encima, pero feliz de haberlos dejado atrás; vagó por la inmensa playa, ancha como no había visto otra y tan larga que se perdía a la vista, esperando a que abriesen algún establecimiento.
Hasta media mañana no encontró ningún sitio donde preguntar por el transportista Vendramín y, tras un par de horas de tentativas infructuosas, un repartidor le informó de que tenía una terminal en el bar de un tal Horapolus, y que allí sabrían darle razón. Ya con una temperatura insoportable, Ígur tuvo que tomar el transporte para ir al bar, un antro en primera línea de mar de madera y bambú, de planta baja y piso en forma de U con la base frente a la playa, desprovisto de cualquier comodidad y lleno de moscas, de arena fina y de calor; había seis mesas ocupadas, cuatro por individuos solitarios y dos con tres hombres cada una; Ígur se sintió agresivamente observado, y se fue a la barra.
– ¿Horapolus? -preguntó al joven que se había acercado con inapetente solicitud.
– El dueño sólo viene los jueves, yo soy el encargado; si os puedo ayudar…
– Busco al transportista Vendramín.
El otro lo miró con detenimiento. Había un silencio absoluto; Ígur se volvió hacia los clientes, y notó que ninguno de ellos le quitaba ojo de encima. Se dio cuenta de que acababa de cometer una indiscreción de una torpeza y una ingenuidad imperdonables, porque podía muy bien resultar que uno de los allí presentes fuera Meneci disfrazado, ante quien se habría puesto en evidencia.
– Caballero, no sé deciros dónde lo podéis encontrar. Tenemos un convenio de trabajo y pasa a repartir por aquí mismo.
– ¿Cada cuánto pasa?
– Depende de la temporada, depende del trabajo. Cada tres días, cada dos semanas…
– ¿Cuando pasó por última vez?
– Hace más de una semana. No creo que tarde mucho, a menos que… -sonrió.
– ¿A menos que qué? -se impacientó Ígur.
– Vendramín tiene debilidad por las Demeterinas y el whisky, y de vez en cuando se permite una, digamos, desaparición especial, que puede ser una intoxicación que lo retira del mundo unos cuantos días, o puede ser una cura de reposo.
– ¿Os importa que me instale aquí a esperarlo?
– En absoluto, Caballero. ¿Queréis una habitación? -Ígur asintió-. ¿Qué queréis tomar? -le preguntó una vez Ígur se hubo acomodado en una mesa.
– Un té cada tres cuartos de hora.
Ígur se dedicó a observar con detenimiento a los ocupantes de las demás mesas. Todos, como él, llevaban gafas oscuras, y la brutalidad de la mutua contemplación quedaba así ligeramente apagada, sin perder esa latencia de jugada de póquer que a Ígur le resultaba más desagradable que estimulante. El hombre que tenía más cerca, de unos cincuenta años, parecía el típico borracho en la última copa de la jornada anterior más que en la primera de la presente, aunque lo más probable es que se tratase de las dos a la vez; tenía las manos muy curtidas y con signos de reuma, e Ígur pensó que si era Meneci habría que felicitarle por la labor de maquillaje.