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La sobremesa, preparada en un momento por Kiaik y Mistifal, ofrecía tantas posibilidades que parecía poco recomendable probarlas todas; pero oyendo a Kiaik, Ígur pensó que lo intentaría.

– Licores de peral espinoso de Polcarm -anunció el joven-; cuidado con el blanco, que me corresponde a mí, tiene más de noventa y dos grados. Para fumar, aquí tenéis extracto de la famosa adormidera dorada de Sunabani. Y aquí -señaló una cajita esmaltada azul, de forma troncopiramidal- os presento a la estrella de la cena: ¡Las tres variantes de la Séptima Demeterina! -Abrió la caja y extrajo tres cápsulas de colores y medidas diferentes-. El invitado apreciará la novedad del ofrecimiento…

– ¿No tienen denominación de origen? -preguntó Ígur con el vasito helado de licor de peral espinoso en la mano.

Kirka soltó una carcajada.

– ¡Encended la pipa! -ordenó, Kiaik la encendió y cada uno le ofreció una de las terminaciones del narguile sostenido por un trípode de oro ricamente trabajado.

– Y ahora -dijo Kirka- es el momento de la elección -y ella misma le ofreció a Ígur la cajita de las Demeterinas-. ¿La Jacintina, la Milénica o la Rúbea?

– La Rúbea -dijo Ígur, y se tragó la más pequeña, de un rojo vivo.

Los demás se miraron sonrientes. Ígur esperó el efecto, pero pasaba el rato y no notaba nada; cada cual se había tomado una, y nadie parecía afectado más que por el alcohol y la adormidera. Ni media hora después de haberse tomado la droga, Ígur se sorprendió al ver clarear y salir el sol a una velocidad terrible; después, la luz se quedó fija. Miró a los demás, todos estaban pendientes de él y se rieron.

– Ahora es el momento -dijo Kirka-. Aquí es costumbre acabar la velada con una pequeña justa entre el invitado y quien él elija.

Ígur se sentía en plena digestión.

– ¿Ahora, después de cenar?

– ¿Qué pasa, es que acaso no hacéis otros ejercicios después de cenar? Decid un nombre, Caballero.

– Kirka -dijo él.

– Eso será más tarde, no os preocupéis -dijo ella con desprecio-, y además quiero advertiros que aquí no me llamo Kirka, sino Selima -los demás asintieron sonriendo-, así es que no lo olvidéis.

– Yo os llamaré Kirka -dijo Ígur.

– Venga, escoged.

– Escojo al más grande, al más rápido, al más fuerte -dijo él.

– Eso no es una respuesta, pero en fin… -dijo ella, y miró al negro-. Mistifal, es tu turno.

– ¿Puedo saber por qué tengo que luchar? ¿Por vos? -dijo Ígur.

– En absoluto, amigo mío, lucharéis por vos. ¿Os parece suficiente motivo?

– ¿Puedo escoger las armas? -dijo él sonriendo, mientras el negro se desnudaba de cintura para arriba y se descalzaba.

– Ni hablar. Caballero. Escogeríais la espada, y yo de ninguna manera permitiría que un socio se suicidase contra un Fidai. No quiero sangre en mi casa, de forma que lucharéis sin armas.

Ígur se encogió de hombros, y se quitó las piezas de ropa pertinentes hasta quedarse solo con los pantalones. Mistifal y él se colocaron en el centro de la estancia, en cuyo pavimento había un círculo de una madera más oscura de unos cuatro metros de diámetro.

– El vencedor será el que expulse al otro del círculo -dijo Oxuneumus-; si caen los dos, será jugada nula.

– Iniciativa al negro -dijo Kirka, señalando el color de los pantalones, en este caso los de Ígur-, primera defensa al rojo.

Se saludaron, con el cuerpo inclinado, los brazos separados, las manos abiertas y las piernas ligeramente flexionadas. Ígur se sentía entumecido de tanto comer, beber y fumar, y lanzó un ataque de puño con intención de acabar pronto; Mistifal le cogió un brazo y una pierna con la otra mano y, aprovechando su propio impulso, le dio una vuelta por los aires y lo tiró por encima de su cabeza al suelo, fuera del círculo, con una furia tal que Ígur tuvo la sensación de que no le había dejado ni una costilla entera; pero aún le quedaron fuerzas, desde el suelo, para no soltar el brazo de Mistifal, y del mismo impulso tirar y, con una zancadilla, arrastrarlo de cabeza por encima de él, fuera del círculo.

Los espectadores aplaudieron.

– ¡Bien, buen Combate! -dijo Kiaik.

– El negro mantiene la iniciativa -dijo Kirka.

A Ígur le dolía terriblemente la espalda. Había imaginado que Mistifal condescendería, pero el negro lo había sorprendido empleándose a fondo; ¿o tal vez no? En ese caso, existían motivos para preocuparse; Ígur dedicó la ofensiva a esconder movimientos para estudiar los reflejos y la técnica del contrario, que resultaron inquietantemente vivos y depurada. Mistifal lo miraba a los ojos con una -media sonrisa sensual que en tal ocasión resultaba especialmente agridulce. Ígur lanzó un ataque de pie que el otro esquivó y al que respondió con un formidable puñetazo en la cara que lo tumbó de espaldas en el suelo; nada más abrir los ojos vio a Mistifal saltando un metro por encima suyo, y en una décima de segundo botó de lado para evitar los pies del adversario sobre su estómago; de una torsión se puso en pie, viendo puntos de luces de colores en los extremos de su campo de visión, y se aprestó a un nuevo ataque. Mistifal se movía como si bailase, sin perder la sonrisa, Ígur se vio destrozado.

– El agua de la fuente danzará ante la fuerza del sol, tan intáctiles como poderosos los dos -dijo Oxuneumus, sentado en un lado de la mesa, y cogió un guitarrín.

Ígur le echó un vistazo a Kirka, quien, sentada en un ancho banco apartado de la mesa, acogía a Kiaik arrodillado ante sus piernas abiertas al máximo, y le acariciaba la cabeza que se movía de arriba abajo ocultando a los ojos de Ígur el sexo de ella, que echaba la cabeza hacia atrás sin perder de vista el Combate. Mistifal aprovechó la distracción del contrario para triturarle el torso de un formidable trompazo que lo derribó una vez más; Ígur se puso en pie de un salto, esquivando el remate, y consiguió hacer tropezar al rival; pero esta vez fue el negro quien lo arrastró por el suelo, y lo ahogó con los brazos. En el Combate cuerpo a cuerpo Ígur tenía las de perder, y con Mistifal encima empezó a verlo todo de color púrpura. La lengua de Kiaik hacía maravillas, y Kirka emitía 'un gemido con modulaciones roncas y con los brazos en alto se colgaba de la cortina de detrás. Ígur tenía una mano libre, intentó emplearla contra el antagonista, pero Mistifal se revolvió una vez más y le aplastó el antebrazo contra el suelo con el pie. En tesitura de tenor, Oxuneumus cantó acompañado del guitarrín:

La ci darem la mano

La mi dirai di si

Ígur se encontraba al límite de sus fuerzas, por la saciedad y el mareo de la cena, y estudió con frialdad de Caballero las posibilidades que ofrecía el brutal reparto de pesos a que estaba sometido; además, el sudor de los cuerpos dificultaba el sujetar bien al contrincante para quitárselo de encima. Realizó un esfuerzo titánico, se vovió y echó a Mistifal hacia atrás; ambos rodaron fuera del círculo otra vez.

– ¡Ofensiva libre! -bramó Kirka, con la cabeza completamente hacia atrás, tan crispadas las piernas que tan sólo rozaba el suelo de puntillas, las manos de Kiaik pellizcándole los pezones sin abandonar la lamida, las de ella una extendida y la otra arañando la espalda del socio, y todo el cuerpo desatado en una convulsión sin freno. Oxuneumus cantaba:

Moriré creder

De gioia e dolore;

Or, barbari Dei!

M'uccide Famor.

Ígur sintió por primera vez en la vida la posibilidad de estar ante un adversario que no se empleaba a fondo. Le resonaron en la cabeza las ofensivas palabras de Milana, y pensar si era víctima de la condescendencia, de estar en manos de los demás, le renovó las fuerzas; recordó el desenlace de los últimos combates, y se vio capaz de vencer a la sonriente y perfecta máquina de hacer daño. De la izquierda le llegaban respiraciones agitadas entre acordes de guitarrín, en algún momento incluso le parecía oír chasquidos de lengua y sorbetones.

– Se ha detenido el sol para admiraros, oh la Bella y la Bestia -dijo Oxuneumus, la mirada entre los luchadores y, en blanco, en las alturas.

Ígur adelantó los pies con todas sus fuerzas, y le acertó a Mistifal de lleno en el cuello, volteó en el aire y lo pinzó en torsión con los tobillos; el rival cayó hacia atrás con Ígur encima, intentando atraparlo con las manos. Ígur se volvió esquivando y le oprimió las vértebras con los pies. Kirka soltó un chillido escalofriante de rabia y de placer.

– El Combate se ha acabado -dijo Oxuneumus-, y no hay vencedor.

Ígur y Mistifal estaban fuera del círculo, y se soltaron y se pusieron en pie. Ígur nunca se habría permitido la inelegancia de reclamar una decisión de ese tipo, y menos aún cuando no había nada en juego (o por lo menos eso es lo que creía), pero su mirada lo decía todo.

– Cuando ambos rivales salen por tercera vez del círculo -dijo Kiaik alejándose de su ama-, el Combate se declara nulo. -Y se relamió los labios.

Kirka continuaba sentada, con un pie en el suelo y el otro encima del banco, con una sonrisa de soberbia carnicera difícilmente superable.

– Sin embargo -dijo, con la respiración aún entrecortada-, si es que tenéis que demostrar algo más en Combate, aquí me tenéis a mí.

Los dos estaban sudados de pies a cabeza, y la diferencia de motivos los hizo reír. Ígur miró el sexo abierto de la Señora con una mezcla de repulsión y deseo.

– Adelante -dijo Oxuneumus-, si os consideráis con derecho, aquí tenéis la copa del vencedor.

Ígur se acabó de desnudar y se acercó a la anfitriona; ella le clavó la uñas en el culo.

– Oléis a Mistifal, Caballero -murmuró-; me entusiasman los cócteles. -Y se le abrazó.

– ¿Y pues, Señora -dijo él-, acaso no estáis servida, con tan buena compañía?

– Mis socios se gustan más entre ellos de lo que les gusto yo -dijo Kirka-, no valen para más de lo que habéis visto en Kirik.

Ígur se dio media vuelta, y los tres criados estaban de perfil a gatas sobre el círculo del Combate, en disciplina espintriana, Kiaik el primero, Oxuneumus en medio y detrás Mistifal. Ígur puso la mano en el sexo de ella.

– Por lo menos, Señora, os han dejado a punto.

– Sois vos quien me ha dejado a punto. Caballero -dijo ella, y se tumbó en el banco arrastrándolo a él encima de ella; Ígur se excitó y la penetró, sin perder de vista a los otros tres, no del todo tranquilo al ofrecer la retaguardia tan desprotegida a tres animales que de un ataque combinado a buen seguro sabrían cumplir un propósito resoluto.

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