– La otra es una mujer de Luiri; se llama Kirka.
– ¿Luiri? ¿Dónde está eso? -dijo sin dejar de moverse ni perder de vista las miniaturas listadas.
– Está al lado de Polcarm, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí, hacia el Sur.
– ¿Nada con La Muta? ¿Nada con los Príncipes?
Negó con la cabeza. Ígur la encontraba cada vez más atractiva, y el procedimiento ya no le resultaba tan desagradable.
– Esperad un poco más -dijo ella con mirada lánguida.
– Ya que estoy aquí, empezaré por la tal Kirka de Luiri.
– Buena idea -dijo ella con los ojos en blanco, ya tocada por la inequívoca sonrisa fúnebre del placer, y después, enronquecida la voz-: más, más, no paréis.
Ígur había conseguido desconectar de las ideas la tan imprescindible excitación sexual, y mantenía la mente tan clara que se sentía capaz de todo.
– Yo estoy como pez en el agua, pero si tanto nos vigilan no sé si hacemos bien en concederles una ocasión tan larga. Claro está que entiendo que no os queráis quedar a medias.
Ella abrió los ojos de par en par.
– Caballero, sois un bárbaro. No sé qué os habéis creído, pero en esta historia yo me juego la vida. Hacedme el favor de correros ahora mismo.
Pero después se volvió a relajar, e Ígur aprovechó una subida del ritmo respiratorio y de los movimientos de ella que le parecía preorgásmica para rematarlo, y se quedó encima. Cuando recuperaron la respiración, ella abrió los ojos e hizo un movimiento para quitárselo de encima.
– No es que me quiera aprovechar -dijo él-, pero si tenemos que ser convincentes no sé si queda muy bien que ahora salgamos corriendo.
– Como queráis, Caballero.
Se quedaron aún unos minutos, y después ella se vistió, lo besó como al principio y se fue. Ígur la detuvo.
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó.
– Cómo me llamo no tiene importancia. -Y quiso soltarse.
– Al último que me dijo lo mismo ya tanto le da la importancia que pueda tener.
– Me llamo Albaria Darimi. -Y, con una carcajada, se fue ligera.
Realmente, pensó Ígur, como no hay manera de saber si se llama así de verdad, es cierto que no tiene ninguna importancia.
Ígur no encontró transporte para ir a Polcarm hasta el día siguiente por la mañana, y llegó allí en helicóptero en pleno mediodía. Aún hacía más calor que en Ankmar, aunque, por el hecho de ser interior, el ambiente seco lo hacía más soportable; la contrapartida era el polvo que, no se sabía salido de dónde, porque todo era asfalto y cemento, infestaba en vendaval toda la ciudad, de una extensión como la cuarta parte de Ankmar, con casas bajas y casi sin aberturas, y donde todo parecía ser del mismo color blanquecino, calcinado y deslumbrante.
Como para ir a Luiri no había más que un viaje a la semana, y faltaban aún cuatro días, recomendaron a Ígur que si tenía prisa alquilase un transporte privado personal, lo que hizo una vez el sol más fuerte había disminuido. Luiri era una localidad de cien habitantes, en dirección al interior, con el aspecto inequívoco de un inexorable y prolongado descenso de población; por toda la franja de horizonte de poniente era visible la amenaza del peral espinoso, y toda la desidia y el abandono que parecía soportar cada cosa daba al conjunto un aire terminal que, en sus circunstancias, a Ígur se le antojó impregnado de un cierto vértigo sensual.
Fue a la Mayoría a pedir información y topó con un funcionario de Guardia mal afeitado que cuando oyó el nombre de Kirka esbozó una media sonrisa irónica.
– Caballero -dijo con desdén-, no me parecéis tan desesperado. O es que trabajáis para Información.
– No es asunto vuestro -cortó con severidad-, ni necesito comentarios.
– Como queráis. -Y le anotó una dirección.
En las afueras, en una colina suave entre juncos, se encontraba la casa de la señora Kirka; constaba de un ala principal, una de servicio ocupada por los criados, los almacenes y las cuadras de los caballos. Ígur fue recibido por un sirviente de su misma edad, casi un palmo más alto y de una complexión tortísima.
– ¿A quién tengo que anunciar? -preguntó.
– Fidai Neblí, Caballero de la Capilla del Emperador -dijo Ígur con toda gravedad.
El otro se retiró con una levísima sonrisita que molestó a Ígur en la misma pequeña, pero suficiente, medida en que el gesto se había manifestado; dos minutos más tarde reapareció exhibiendo una risa franca y encantadora, y lo introdujo en una sala de amplios ventanales rodeados a capricho por dentro y por fuera de vegetación de todo tipo donde, en el entrepaño de pared central, en una chaise longue, yacía medio apoyada entre almohadones una mujer de edad indefinida bordeando los treinta y cinco, cargada de joyas extremadas, rubia y con los ojos espectacularmente maquillados.
– ¿Fidai Neblí? -dijo la dama, y viendo el gesto de Ígur levantó una mano-. No os inquietéis, no habéis caído en una guarida de comadrejas, conozco bien los usos y las licencias del Imperio. Sea cual sea la ventura que os trae a mi casa, sed bienvenido. Sentaos aquí, a mi lado. -Le dejó sitio y le dio un repaso de arriba abajo con una mirada que, al parecer de Ígur, por insolente se debía pretender experta-. Vos diréis en qué puedo serviros.
– Señora -dijo él-, el asunto que me trae hasta aquí es importante y confidencial.
Ella miró riendo al sirviente.
– Él, como los demás, forma parte de mí; no es un criado, sino un socio. Pero si eso va a tranquilizar a nuestro visitante, Oxuneumus, ¿verdad que no te importa?
El tal Oxuneumus, que no había perdido la sonrisa y que tampoco dejó de conservarla después del requerimiento, se inclinó y desapareció de un par de saltos dignos de una estrella de ballet. Ígur contempló a la interlocutora: las facciones, bastante grandes, sobre todo nariz, ojos y boca, acusaban los honores de una vida intensa, pero en el cuerpo, también grande (parecía bastante más alta que él), se apreciaban los beneficios de una vida al aire libre y nada sedentaria. Llevaba el pelo caprichosamente teñido de diferentes colores y rapado en ciertas regiones de la cabeza, en unas corto y de punta, en otras muy largo, trenzado con exuberancia y lleno de joyas y cintas chillonas.
– Señora, puesto que lo ignoro todo de vos y, por lo tanto, es inútil tomar precauciones, ya que no tengo idea de hacia dónde tendría que dirigirlas, os seré franco.
Kirka soltó una carcajada echando la cabeza hacia atrás, y le puso la mano en el brazo.
– Sois divertidísimo. Caballero, creo que me gustaréis.
– Estoy buscando a cierto personaje, y las investigaciones me conducen a vos.
– ¡Oh, qué interesante! -dijo ella histriónicamente-. ¿A quién buscáis?
– Al Magisterpraedi Teke Hydene.
Ella se quedó inmóvil tras la amplia sonrisa, de repente convertido en máscara.
– Dejadme adivinar para quién trabajáis -dijo con una entonación como si pronunciara procacidades-: Para la Mayoría de Polcarm. ¿No? Para la de Ankmar. ¿Tampoco? Vaya, entonces el asunto es grave. ¿Para la de Perighart? ¡Tampoco! Veamos si por otro lado… ¡Os envía Matsuikas! -Ígur esbozó un gesto de completa ignorancia-. Tampoco… ¿Habéis hablado con Nostituris? No, imposible. ¿Quizá con Beremolkas?
– Señora, cuando conocí a Beremolkas colgaba de una cuerda, y además de la ropa le habían robado la mitad de la piel.
A ningún observador mínimamente sensible se le podía escapar que la noticia había afectado a Kirka, pero se esforzó por encajarla.
– No sois un vigilante del tráfico de Demeterinas, ¿verdad? -dijo con calma y mesura-. No, además, ésos ya han pasado por aquí. No, dejadme pensar, vos sois un Caballero de Capilla y buscáis al Magisterpraedi por otra razón -se le iluminó la risa con los acentos brillantes de la ferocidad-, ¡lo buscáis para entrar en el Laberinto!
Ígur reflexionó deprisa. Probablemente, Meneci había obtenido de Beremolkas una información lo suficientemente valiosa como para pasar de encontrarse con Kirka; el Caballero de Simbri le debía llevar mucha ventaja. Por otra parte, la información que le podía proporcionar Kirka no debía de ser definitiva, porque si lo fuera, Meneci o cualquier otro a las órdenes de Simbri la habría liquidado. Quizá ella supiera desde el principio quién era él y qué quería; por lo tanto, se trataba de jugar, pero Ígur se sentía desarmado.
– ¿Me podéis ayudar? -preguntó.
Ella lo miró como un niño que mira un caramelo.
– Podría, Caballero, pero no lo haré.
– ¿Puedo saber por qué?
– ¿Qué haréis una vez hayáis obtenido lo que queréis de mí? Salir de aquí corriendo, ¿no es así? -suspiró y se metió una mano por el escote-. Pues no pienso deciros nada de nada… por lo menos, de momento.
– Señora… -se impacientó Ígur, y ella abrió los ojos.
– ¿Pensáis amenazarme. Caballero? ¿Cómo, con tortura? No tendréis tiempo de torturarme demasiado; ya habéis visto a Oxuneumus, ¿no? Pues es el menos fuerte de mis socios. ¿Me queréis amenazar de muerte?
– Sacó un puñal ensamblado en perlas de un estante y se lo ofreció por el mango-. Adelante, matadme, será divertido -rió-. No, Caballero, seréis mi huésped hasta que yo decida.
– ¿Y cómo sé que tenéis alguna información?
– ¡Oh! No lo sabéis, y yo no os he prometido nada. Si después no sé nada, no quiero que me hagáis ningún reproche. Podéis iros ahora mismo.
Ígur ya se veía volviendo a Gorhgró, sin saber qué había sido de Silamo, y probó a inventar una intuición.
– Vos ganáis. Señora -abrió los brazos sonriente-, estoy a vuestra disposición.
Kirka hizo sonar una campanita, y llegó otro criado, aún más alto y corpulento que el primero, y de la misma edad, éste rubio como el oro y con unas facciones bastante duras, nariz ancha, cráneo rapado y cejas en forma de uve, pero con unos labios carnosos que por su misma expresión brutal conferían al conjunto una sensualidad agresiva.
– Caballero Neblí, os presento a mi socio Kiaik. -El rubio le dirigió una sonrisa que contenía toda la petulancia de la seducción, y la Señora prosiguió-: Kiaik, acompaña a nuestro invitado a la habitación amarilla -miró el sello-, ya que es vuestro color.
Así se hizo, y Kiaik le dijo a Ígur que disponía de media hora para descansar y arreglarse, y que a partir de entonces lo esperaban para cenar.
La mesa estaba magníficamente dispuesta en el centro del salón. Kirka se había vestido, o más bien desnudado, para la ocasión. Prácticamente lo único que llevaba encima eran joyas, y tan sólo medallones sujetos con cadenitas de oro le ocultaban los pezones y el sexo. Ígur se sintió extraño a su lado, pero la curiosidad y la impaciencia eran más fuertes que nada, y se sentó en el sitio asignado dispuesto a todo lo que le echaran. Oxuneumus y Kiaik aparecieron con indumentarias de cuero ceñidas y breves, dejando a la vista brazos y piernas, y acompañados de un tercer individuo, quizá aún más joven y más fuerte que los otros dos, de raza negra y delicadísimas facciones de adolescente, que le fue presentado a Ígur con el nombre de Mistifal. El conjunto tenía tal aire de morbosidad premeditada y de calma contemplativa que Ígur estuvo a punto de echarse a reír. Se sentaron los cinco a la mesa, y la cena transcurrió entre frases con doble sentido y evocaciones de recuerdos procaces. A la hora del postre, todos más bien borrachos, Ígur mantenía intacta la esperanza de encontrar la rendija de la coraza de Kirka.