– Nadie te tomará en serio con esta locura tipo Thalia -me dijo recientemente con la sonrisa cordial y amistosa que pone cuando critica algo, mientras levantaba con dos dedos mis largos rizos, como quien recoge un mechón del desagüe del baño.
Me gusta mi pelo. Necesito todo ese volumen para camuflar mi cara regordeta y la nariz redonda. Así que déjame en paz.
No hace falta decir que el pelo oscuro de Rebecca es perfecto, elegante y corto, pero no demasiado, lo mejor que ofrece la calle Newbury. Su melena resalta unos enormes y preciosos ojos castaños, acentuados tan sólo por un toque de rímel negro y sombra de ojos malva. Siempre lleva pendientes diminutos, y pañuelos clásicos en el cuello. Me recuerda a esa mujer que se casó con Benjamín Bratt, Talisa Soto. Es ella, pero con el pelo corto. Odia ir de compras, así que tiene un «comprador» personal llamado Alberto. Rebecca, que yo sepa, nunca ha llevado falda por encima de la rodilla, y todos sus zapatos son planos, con el fino y delicado tacón que llevaría Janet Reno. Sólo tiene veintiocho años, pero Alberto le compra la ropa en Talbot's o en Lord amp; Taylor. De apariencia conservadora, es austera en sus emociones verdaderas, aunque las falsas las airea como quien tiende la ropa.
A su favor, el raro de Brad tiene una cara mona, aniñada, y el pelo rubio, corto y revuelto. Es alto. Pero se viste como un maldito vagabundo. Al ver a este tío merodeando por la calle, uno pensaría que está en libertad condicional, hundiéndose en la miseria, y que su suerte empeora por minutos. Creo que si pudiera llevaría barba, pero en su lugar tiene parches de una extraña pelusa, como un perro con sarna. Eso y la cara redonda le hacen parecer un adolescente, pero sólo hasta que sonríe y ves las patas de gallo, entonces te das cuenta de que este perdedor va a toda pastilla hacia ninguna parte, como un hámster achacoso dando vueltas en una rueda oxidada. Lleva gafas de montura metálica redonda, siempre sucias y torcidas como si se hubiera sentado encima de ellas más de una vez. Nos quedamos heladas al saber que aquél era el tipo con el que Rebecca planeaba casarse. Cuando nos lo presentó por primera vez, disimulamos e hicimos un esfuerzo por ser diplomáticas. Intentó hablar con nosotras, pero lo único que salió de su pequeña boca fueron incomprensibles tonterías robóticas. En menos de cinco minutos citó a Kant, a Hegel y a Nietzsche, y juraría que lo hizo mal. (Sí, las temerarias también hemos estudiado algo de filosofía.) Creo recordar que le corregí y no le gustó un pelo; perdió la mirada, alzó la vista al techo, inclinó la cabeza a continuación y se levantó para dar una vuelta sobre sí mismo antes de sentarse de nuevo. Lo único que me pasaba por la cabeza era: telegrama a uno mismo: «Dahmer, punto. Jeffrey, punto». Amber, incapaz de ocultar sus sentimientos, dijo:
– ¿Qué demonios haces, tío? ¿Giras sobre tu propio eje?
Él contestó que tenía un problema de vista y que tenía que hacer eso de vez en cuando para mantener el equilibrio.
– Sólo veo por un ojo -dijo con voz electrónica-, y mi visión cambia de uno a otro sin previo aviso.
Aaahhhh. Claaaaro. Y pensaba: Becca, bonita, te quiero como a mi propia hermana o como a mi prima hermana -de acuerdo, quizá como a una prima segunda-, pero ¿qué narices le ves a este tipo?
Tardamos unas semanas más en sonsacarle que Brad el rotatorio era Bradford T. Atkins, hijo de Henry Atkins, un rico promotor inmobiliario del centro de Estados Unidos, constructor de centros comerciales en serie que incluyen cadenas de cafeterías, bares de zumos y franquicias de videoclubs. Brad, al parecer, es la oveja negra de la familia Atkins, y consiguió estudiar en Cambridge porque su padre construyó una biblioteca para la universidad, no por méritos propios. Se calcula que la fortuna del viejo asciende a algo más de mil millones de dólares, y Brad heredará un tercio cuando él estire la pata, que puede ser en cualquier momento porque el querido Henry roza los noventa. Mientras, Brad, que dice desprecia los bienes materiales y opina que debemos «dar muerte a los capitalistas», vive feliz con los intereses de un fondo que le proporciona unos 60.000 dólares al año sólo por respirar con la boca abierta. No tanto como antes, según Rebecca. A Brad le daban 200.000 dólares anuales antes de casarse. El viejo y su esposa castigaron a Brad por casarse con una «inmigrante» cerrando un poco el grifo. Así que Brad, con todo lo raro que es, viene a nuestras reuniones y se sienta a unos metros de nosotras mientras escucha con esa jetita de niño rico, como si fuera Jane Goodall y nosotras los malditos gorilas, tomando apuntes. Apuntes, demonios. Al parecer, le fascinamos, sobre todo cuando hablamos español. Creo que por eso a la que más mira es a Elizabeth. En cuanto ese monstruo oye español, se ruboriza y parece que oculta una erección. Loco de remate. Estamos esperando que Rebecca se lo quite de encima, pero con más de 333 millones por delante puede resultar difícil.
Después de la universidad, Rebecca trabajó como redactora en la revista Seventeen, y hace dos años lanzó su propia publicación mensual, Ella, que se convirtió rápidamente en la revista más vendida entre las latinas veinteañeras y treintañeras. Está empezando a ganar mucho dinero por sí misma, no necesita el de Brad. Yo lo mencionaría, pero Rebecca siempre ha sido muy reservada, una mujer que se enorgullece de su autocontrol, tranquila y calculadora, a quien nunca he visto perder la compostura o bailar. Proviene de una familia acomodada de Albuquerque -ya saben, esa ciudad de nombre ridículo que sólo se menciona en Bugs Bunny-, gente que ha vivido en el suroeste de Estados Unidos desde antes de que los peregrinos se posaran en Plymouth Rock. O sea, mexicanos -bueno, españoles- que no llegaron a este país, sino que fueron fagocitados por él. Habla un español anticuado y torpe, como si alguien utilizara el inglés de Chaucer en una fiesta universitaria. A Elizabeth y a Sara les divierte. La familia de Rebecca es del norte de Nuevo México, gente congelada en el tiempo que habla como sus bisabuelas y lleva mantillas en la cabeza.
También insiste en que la llamen «española». Dios te perdone si la llamas mexicana. Jura que puede trazar su árbol genealógico hasta la realeza española. No soy antropóloga pero sé qué aspecto tienen los indios americanos. Y Rebecca Baca, con esos pómulos altos y el culo plano, encaja en la descripción. Si escogieran a una de las temerarias para interpretar a una latina en una producción de Edward James Olmos, sería esta chávala, ¿vale? Y no importa cuántas veces le venga Amber con esa historia del movimiento Mexica: «Somos indias, no hispanas o latinas», y la cantilena de Atzlán y la guerra santa indígena contra los pinches gringos, Rebecca no traga.
– Yo soy española -dice serena, paciente, esbozando una dulce sonrisa-. Igual que en este país hay franceses e italianos, yo soy española. Respeto mucho aquello en lo que crees, y te apoyo en lo que haces. Pero intentar reclutarme para la causa Mexica tiene tanto sentido como perseguir a ese coreano de la tienda.
Ni le preguntes por el pelo negro y liso, por la piel morena y por una nariz que parece salida de una pintura de R. C. Gorman. Arrugará esa delicada nariz aguileña, como hace cuando la gente maldice o grita, y dirá con una sonrisa y un suspiro de exasperación: «Moros, Lauren. Tenemos sangre mora». Y ahí, amiga mía, se acabó la historia.
Rebecca camina directa hacia la mesa sin mover las caderas. Usnavys se tambalea para darle uno de esos abrazos de osa que dejan sin respiración.
– ¡Sucia! -grita Usnavys.
Rebecca sonríe avergonzada y no contesta con el saludo habitual. Palmea suavemente a Usnavys en la espalda, como si le ofendieran su gordura y su agitación, y dice:
– ¡Hola, Navi! ¡Hola, Lauren! ¿Cómo estáis?
Usnavys no acusa el desprecio. Pero yo sí. Siempre. Usnavys ve lo mejor de las personas. Yo lo peor, supongo. Rebecca no ha pronunciado la palabra sucia desde la universidad, aunque siga viniendo a nuestras reuniones. Piensa que es un síntoma de inmadurez. Me hace sentir inferior de lo que normalmente me siento, porque a mí me encanta decir «sucia», y eso debe de significar que soy lo más inmaduro que uno puede echarse a la cara.