Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Qué les pasa a éstos?

– Vamos a ir andando, Navi -dice-. Parecen herramientas de tortura.

No abro la boca. Fuera empieza a nublarse. A pesar de sus advertencias, no me cambio de zapatos. Se rinde diciendo:

– Como quieras. Son tus pies.

Y por supuesto, quiere llevar el coche porque cree que el Foro está demasiado lejos del hotel como para coger un taxi. No digo nada. Echa un vistazo al pequeño mapa y hace lo que puede, y yo paso todo el camino agarrándome al techo, a la puerta y al salpicadero porque parece que en cualquier momento puede embestirnos un conductor italiano enloquecido. Aparca en un espacio reservado a los turistas y caigo en que el parking cuesta lo que calculé que podría costar el taxi hasta allí. Mantengo la boca cerrada. Cuando salimos del coche empieza a chispear. Menos mal que he traído paraguas porque Dios sabe que el nene no es muy práctico.

Juan coge su camarita de fotos barata y polvorienta y se pone a fotografiarlo todo. Le sigo e intento mantener el ritmo. Me resulta muy duro, pero parece no darse cuenta. Da carreritas hasta donde esté sentada descansando, musitando sobre la historia y el «ambiente». Entonces dice que quiere subir al Palatino, esa enorme colina donde hacían sus casas los ricos. Sube, nena. Apenas puedo caminar y él quiere trepar. Le digo que lo espero abajo, cerca del arco de Tito.

– ¿Segura? -pregunta.

Miro a mi alrededor. Acaba de llegar un autobús lleno de canosos de Nevada.

– Oh, segura -digo.

Llueve cada vez más.

– Lo estoy pasando genial, Juan. No te preocupes por mí. Me encantan los edificios viejos y la gente mayor.

Juan agita su cabeza y suspira:

– Vamos, Navi -dice-. Es un lugar increíble. Subimos y echamos un vistazo. Dicen que la vista desde arriba es fantástica.

– No, gracias.

– No importa -dice-. Me quedo contigo. No quiero dejarte sola. Además, está lloviendo.

– ¿Ah, sí? -pregunto sarcástica.

«Lo siento, Lauren», pienso. No puedo mantener mi promesa, mi'ja. Tengo hambre y estoy empapada y cansada, y mi capa empieza a oler a perro mojado.

– A lo mejor nos da tiempo a ver el Vaticano hoy -sugiere.

Me encojo de hombros. Me tiende la mano para ayudarme e intenta abrazarme y besarme diciendo estupideces como lo romántica que puede ser Italia bajo la lluvia. Tengo frío. Tengo hambre. Me duelen los pies. Le aparto de un empujón.

Volvemos al coche. Juan le pregunta al encargado del aparcamiento cómo llegar al Vaticano con su pobre italiano y el tipo nos indica hablando a una velocidad que aturde. Juan se lo agradece y se lanza al tráfico kamikaze otra vez.

– ¿Sabes adonde vas? -le pregunto.

Estoy segura de que no.

– Claro -dice intentando sonar alegre. Levanta un puño, y como quien dice «Adelante mis muchachos», grita-: ¡Al Vaticano! ¡A ver al Papa!

Mi estómago ruge tan alto que lo oye. Me mira y se golpea la frente con la palma de la mano.

– Oh, Navi, lo siento -dice mirando el reloj-. Se me ha pasado la hora de comer. Estoy despistado con el cambio horario. ¿Tienes hambre?

Casi nunca come, y es flaco. Cómo no iba a olvidar la comida. Quiero decir, estamos en Roma. ¿Quién quiere comer aquí?

No respondo. Le clavo la mirada y espero que se dé cuenta de lo mal que me lo estoy pasando hoy. Traga saliva y vuelve a preguntarme si tengo hambre. Mascullo entre dientes:

– ¿Tú qué crees?

Empieza a deambular de calle en calle, al azar, esquivando niños, y gatos y perros callejeros en busca de un restaurante. Se para en el primero que le parece bien. Es una trattoria con mala pinta a los pies de un edificio sosísimo, dentro hay unos viejos de aspecto lamentable fumando puros y viendo un partido de fútbol en una tele en blanco y negro. Juan se las apaña para aparcar cerca, y cuando entramos nos mira todo el mundo. ¿Qué pasa?, me gustaría decir, ¿acaso nunca han visto una señora con estilo y buen gusto? Dios. Juan parece encantado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido.

Me pregunta qué quiero y respondo que no lo sé porque no entiendo el «menú», una pizarra vieja y polvorienta llena de esas estúpidas palabrejas italianas. Una mujer con marcadas ojeras rodeada de una prole de niños con la cara sucia que van tirándole del delantal intenta entender a Juan, y minutos más tarde nos sirve un par de platos con algo que parece carne y pasta. Me lo como. No está mal, de verdad, pero no es precisamente una comida de cinco tenedores. El vaso de agua está grasiento, como el del hotel.

– Espero que tengas pensado llevarme algún día a un buen restaurante -le digo de camino al coche-. Quiero decir que Roma está llena de sitios elegantes. ¿Por qué tienes que llevarme a un antro así?

Juan parece enfadado:

– ¿Alguna vez dejas de quejarte?

Durante el resto del camino al Vaticano no nos dirigimos la palabra. Juan busca algo en la radio, y se decide por esa rara música disco italiana que me devuelve el dolor de cabeza con tanto sonido electrónico. Hace un aire frío y viciado, y está diluviando. Los limpiaparabrisas embadurnan el cristal con ese aceitillo que parece flotar en el aire de Roma. Oscuridad y frío en un coche espantoso. Juan debe de sentirse como en casa.

Hay que hacer cola para todo en el Vaticano. Bien podría ser Disneylandia. Por fin entramos al edificio principal y empezamos a admirar un arte exquisito. Juan tiene que estropear el momento contándome con voz de guía que el Vaticano tenía contactos con los nazis y vínculos con la mafia. A veces me recuerda a Lauren con sus discursos políticos. Escucho lo más educadamente que puedo, pero no creo que sea correcto hablar así en el propio Vaticano. Los dos somos católicos, me sorprende que no tenga la misma veneración y respeto que yo por este sitio. Soy demasiado educada como para pedirle que se calle, pero te aseguro que nunca he pasado tanta vergüenza.

Para cuando volvemos al hotel, he colmado mi límite. Quiero a Juan, de verdad. Creo que es buen tío, un tío inteligente, y un tío atractivo. Pero no piensa en los demás. No me ha preguntado ni una sola vez qué me apetecería hacer. No ha hecho ademán de llevarme de compras o de hacer cosas de las que me gustan. Aunque intenta dar con un buen restaurante para cenar esa noche y se ofrece a comprarme «un calzado mejor» cuando pasemos por una tienda de deportes, el resto del viaje es sólo más de lo mismo. Quiere recorrerlo todo andando. No sabe adonde va la mitad del tiempo. Se quiere «perder» por los barrios romanos y comer en sitios típicos como aquel primer antro en lugar de ir a sitios elegantes. Cuando finalmente devolvemos el coche y embarcamos hacia Heathrow, me siento aliviada. Doce horas en avión parecen música celestial. Me acurruco en el diminuto asiento, me pongo los auriculares e ignoro a Juan cuando intenta hablar conmigo.

Cuando aterrizamos en Boston ha entendido la indirecta. Estoy enfadada con él. Me siento defraudada por cómo me ha tratado durante el viaje. Cuando el avión se detiene, saco el móvil del bolso de Kate Spade y marco el número del doctor Gardel, con Juan sentado a mi lado.

– Hola, doctor -digo-. ¿Cómo estás? Oh, estoy bien. Gracias por preguntar. Eres muy considerado. Ahá, ahá… Bueno. He estado liada con un proyecto, pero ahora tengo tiempo. ¿La sinfónica? Eso sería maravilloso. ¡Tienes tan buen gusto!

A mi lado, Juan entierra su cara entre las manos.

Normalmente no uso esta columna para hablar de arte, pero anoche vi algo que me emocionó y he querido contárselo a los lectores. Fue el primero de los actos de celebración de Semana Santa del festival de música antigua de Boston, en la iglesia Emmanuel. La interpretación, por parte de un coro de dieciséis personas, de piezas antiguas inglesas y españolas de Tomás Luis de Victoria, me ha infundido la esperanza de que llegue el día en que los bostonianos, a pesar de nuestras diferencias, celebremos en paz todo lo que tenemos en común, en lugar de centrarnos en lo que nos separa…

35
{"b":"125323","o":1}